La caída. Guillermo Levy
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СКАЧАТЬ de ideas en todos los niveles. No había grandes metas, ni grandes frases, ni un programa claro de gobierno. La época era la del neoliberalismo como cultura hegemónica, que ordenaba la economía con la reducción del Estado, el endeudamiento y el ajuste, y ordenaba la cultura con la despolitización de la sociedad y con la nueva fuerza creciente desde finales de los noventa: “la antipolítica”, que derivaría en la explosión de 2001 con la consigna “que se vayan todos”, que en los gritos de la calles expresaba un ánimo que como mucho le asignaba algún lugar para la política, ninguno para la dirigencia política. La corta etapa que se iniciaba sería la época del fin del consenso mayoritario a la Argentina configurada por el neoliberalismo.

      En la Alianza no había propuesta de reformas estructurales que se salieran de las que emanaban del Consenso de Washington y las exigencias del FMI: reforma laboral, principalmente, y la profundización de algunos procesos de privatización como el de YPF. El Gobierno de la Alianza vendería la acción de oro que había sobrevivido a la privatización del Gobierno de Carlos Menem. Los condicionantes, en 1983, eran un desafío para demostrar que la política podía ponerles límites a los poderes corporativos y dirigir un proceso de desarrollo e inclusión social. El incendio de 1989 devino en audacia política para transformar 180 grados el legado simbólico del peronismo y encajar drástica y rápidamente a la Argentina en la ola neoliberal post Guerra Fría. Los condicionantes de 1999, sobre todo la dependencia total al surtidor de dólares del FMI, hicieron que la política –en manos de la Alianza– se redujera solo a las abstracciones de moral en la gestión pública y de políticas sociales, no económicas, para paliar la pobreza. Pese a este programa tan precario que se presentaba como progresista, no hubo ni fin de la corrupción ni una eficiente política social.

      La Argentina tenía un déficit externo creciente, un dólar barato que destruía cualquier perspectiva productiva y fomentaba las ganancias en dólares de las empresas privatizadas y de los especuladores financieros. Una pobreza e indigencia en niveles históricos altísimos y una desocupación que, si bien no alcanzaba el pico de 1995, era apenas un poco más baja. Frente a ese panorama y al fuertísimo desprestigio de la política –que era parte de la hegemonía cultural del neoliberalismo, pero también consecuencia de la experiencia de diez años del Gobierno de Menem marcados por la impunidad y la corrupción–, el Gobierno de la Alianza nació débil, atado a su propia falta de convicción de cambiar el rumbo. La Argentina en el sector externo era, en 1999, una bomba de tiempo: una deuda cada vez más impagable y por lo tanto una dependencia cada vez más grande del financiamiento externo o de planes de salvataje de la deuda por parte del FMI que exigía ajustes drásticos en el gasto público.

      Entre el comienzo del segundo Gobierno radical y su final pasaría muy poco tiempo. No tenía más propuesta que aumentar la carga de la deuda para seguir manteniendo la convertibilidad y al mismo tiempo evitar el default. La Alianza salió corriendo a pedir salvataje del FMI, como lo haría Cambiemos en 2018 cuando, por el exceso de endeudamiento, se le cerró abruptamente a la Argentina el crédito privado, como también le ocurriría al Gobierno de Macri bastante antes de cumplir dos años de mandato. La Alianza fortaleció aún más la sumisión a la política exterior de los Estados Unidos con votos en contra de Cuba en la ONU y terminó de avanzar en la impunidad ya casi total en relación a los crímenes de la última dictadura, prohibiendo extradiciones de genocidas acusados en tribunales de otros países. Por otro lado, no hubo ninguna respuesta productiva y social que generara algún tipo de reactivación. Volvió a crecer la desocupación que alcanzó el pico de 1995 en menos de dos años y la Argentina se sumergió en una recesión creciente sin visos de recuperación.

      La leve recuperación económica que se había dado al comienzo del segundo mandato de Menem ya era pasado. Lo único que le quedaba a la Alianza era su apuesta moral, que se hizo añicos cuando senadores radicales y peronistas votaron una ley de precarización laboral con coimas pagadas desde la SIDE, hecho que denunció el entonces vicepresidente Chacho Álvarez, para luego renunciar.

      Frente a la fuga de capitales de los que veían las señales de la imposibilidad de Argentina de seguir pagando e ir a la cesación de pagos, el Gobierno, con Domingo Cavallo como ministro de Economía, decretó el “corralito”. Si algo le faltaba al descrédito creciente del Gobierno era la incautación de los fondos en los bancos de cientos de miles de ahorristas que no tenían depósitos con lógica especulativa como en diciembre de 1989, sino que solo tenían sus ahorros en los bancos. Antes de cumplirse un mes del corralito, De la Rúa renunció y se fue en helicóptero de la Casa Rosada en el marco de una represión que dejaría, entre el 19 y 20 de diciembre de 2001, 38 muertos en todo el país.

      Los vínculos y semejanzas establecidos por periodistas, militantes e intelectuales de oposición al macrismo entre el Gobierno de la Alianza y la experiencia de Cambiemos merecen ser pensados sin banalizaciones ni mimetizaciones para dos experiencias que tienen puntos en común, pero también grandes diferencias y, sobre todo, contextos nacionales y mundiales muy diferentes. La comparación pierde fuerza en la medida que el final de Cambiemos no replicó el drástico final de la Alianza, sino que su éxodo se dio en el marco de unas de las transiciones más tranquilas de nuestra corta experiencia democrática. El final de De la Rúa, escapando en helicóptero a dos años de asumir y con una aceptación menor al 5%, es sustancialmente diferente a la transición ordenada del final de Cambiemos en el Gobierno, que se fue con el 40% de los votos. Los parecidos quizás estén a la imposibilidad de ambas figuras, De la Rúa y Macri, de escapar al estigma del fracaso en todas las líneas.

      Vengo a proponerles un sueño.

      Después de la crisis que explotó en diciembre de 2001 y de varios cambios presidenciales, asumió la presidencia el senador Eduardo Duhalde para terminar el periodo presidencial trunco de De la Rúa. El año 2002 pasará a la historia por los índices de desocupación y pobreza más altos de la historia: en 2002 la pobreza arañó el 55%, superando las marcas del peor momento de la hiperinflación de 1989, y el desempleo trepó al 20%, sobrepasando la peor medición de 1995. Esos porcentajes superan por mucho los de los dos años de la Alianza, con la salida de la convertibilidad y la devaluación del 300%, la inflación se disparó al 41%, aunque en alimentos alcanzó el 75%. Ese registro inflacionario solo fue superado por el de 1991, que venía del arrastre del proceso de la hiperinflación de 1989 y se frenó drásticamente con la convertibilidad. Luego de ese año, solo 2002 mostró un salto tan pronunciado, que sería solo superado durante tres de los cuatro años del Gobierno de Cambiemos.

      La aceptación mayoritaria de que la responsabilidad de la situación crítica era del Gobierno de la Alianza le permitió a Duhalde tomar medidas importantes, no solo para iniciar un proceso de reactivación, sino para licuar grandes pasivos empresarios endeudados en dólares con la pesificación sin límites de todas las deudas luego de la devaluación del 300%. El segundo semestre de 2002, sobre todo por la recesión y el tipo de cambio repentinamente alto, comenzó la reactivación. Las exportaciones superaron las importaciones, la inflación hizo aumentar la recaudación y el planchazo de la recesión y la crisis impidió aumentos salariales que pudieran por lo menos lograr que los trabajadores no siguieran perdiendo posiciones, lo que aumentó la recaudación del Estado vía estancamiento de los salarios públicos. Todo esto impidió que siguiera creciendo la inflación, ya de por sí alta. Este escenario de reactivación y de recesión al mismo tiempo fue ideal para recuperar poder de fuego del Estado, tanto en pesos como en dólares. El otro punto fundamental de este crecimiento fue que, a partir de la cesación de pagos a los acreedores externos dictada por quien fuera presidente una semana, el dirigente peronista de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, el Estado argentino pudo por un tiempo disponer de recursos que hubiesen ido al pago de deuda para asistir otras urgencias.

      El asesinato alevoso por parte de la policía bonaerense de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en el Puente Pueyrredón y la enorme movilización que generó a menos de un año de que el Gobierno de De la Rúa hubiese desparramado tiros y muertos СКАЧАТЬ