Название: El alma del mar
Автор: Philip Hoare
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788418217111
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«¡Los anales de esta voraz playa! ¿Quién podría escribirlos, sino un marinero náufrago? ¡Cuántos la han visto solamente en peligro y afligidos por la angustia, el último trozo de tierra que jamás contemplarían sus mortales ojos! ¡Piensen en la cantidad de sufrimiento que ha presenciado esta franja! Los antiguos la habrían representado como un monstruo marino con las mandíbulas abiertas, más terrible que Escila y Caribdis», escribió Thoreau cuando caminaba de un extremo al otro del Cabo Cod entre 1849 y 1857, perpetuamente atraído a este lugar intermedio.
Mientras se dirigía hacia Provincetown, Thoreau vio unos huesos blanqueados dispuestos sobre la playa kilómetro y medio antes de llegar a ellos. Solo cuando se acercó comprendió que eran humanos y que tenían trozos de carne seca pegados. Una señal de que, «en la playa de un mar norteño», como si fuera una premonición de su propia muerte, Shelley ya había predicho: «Una pila solitaria / una calavera y siete huesos secos, / dispuestos junto a las piedras».
Durante otro paseo, Thoreau recibió noticias de dos cuerpos que habían encontrado en la orilla, un hombre y una mujer corpulenta: «El hombre llevaba puestas unas botas gruesas y, aunque le faltaba la cabeza, “estaba al lado”. Al descubridor de aquella escena le llevó semanas sobreponerse. Quizá fueran marido y mujer, y a quienes Dios había unido, las corrientes del océano no habían osado separar». Como las víctimas del Titanic, algunos cuerpos acababan «comprimidos y se hundían» en el mar; otros quedaban enterrados en la arena. «Un naufragio tiene más consecuencias que el aviso del asegurador —dijo Thoreau—. Puede que la corriente del golfo devuelva a algunos a sus orillas nativas o los deje caer en alguna remota caverna del océano, donde el tiempo y los elementos escribirán nuevos acertijos con sus huesos». Yo veo el mismo mar en sus ojos, ojos que parecen observar el mar perpetuamente; lo que encuentra y lo que pierde.
Cerca de cuatro mil barcos han naufragado a lo largo de la costa exterior del Cabo, desde el Sparrowhawk, que embarrancó en Orleans en 1626, cuyos supervivientes fueron acogidos por los Peregrinos en Plymouth, al barco británico Somerset, cuyo destino se torció frente a Race Point en 1778, en la guerra de Independencia, después de haber combatido en la batalla de Bunker Hill, al irse a pique en la arenosa barra frente a Race Point. Veintiuno de sus marineros y soldados se ahogaron y más de cuatrocientos hombres fueron hechos prisioneros y enviados a Boston. Los habitantes de Cabo Cod que los escoltaban abandonaron a medio camino, cansados de que sus prisioneros les preguntaran: «¿Falta mucho todavía?». El Somerset ha aparecido en todos los siglos desde entonces, en 1886, 1973 y 2010; un barco fantasma, una especie de Holandés Errante varado. En la década de 1940, un escritor afirmó que docenas de personas habían visto «fantasmas en las inmediaciones, fantasmas de los marineros británicos». El barco se mantiene bajo soberanía británica; quizá debería reclamarlo para mi reina.
Mientras tanto, otros pecios yacen como máquinas del tiempo. Thoreau vio el fondo del mar «sembrado de anclas, algunas más profundas y otras menos, y alternativamente cubiertas y descubiertas por la arena, quizá todavía amarrado con un cable de metal, y ¿dónde está el otro extremo?».
«Tantos relatos inconclusos que continuar en otra ocasión —escribió—. Así, si tuviéramos campanas de buceo adaptadas a las profundidades espirituales, veríamos anclas enganchadas a sus cadenas, gruesas como anguilas en vinagre, retorciéndose en vano en el terreno en el que están clavadas. Pero no es tesoro para nosotros lo que otro hombre ha perdido; más bien lo es buscar lo que ningún otro hombre ha encontrado o puede encontrar».
Ruinas y arruinados: se funden en uno, un amasijo de hombre y tierra, de barco y mar. Pienso en Crusoe, abandonado en la orilla esperando los pasos de Viernes, y las olas rompiendo sobre una lastimera banda sonora de la década de 1960; en Ismael, otro huérfano, aferrado a un ataúd construido para Queequeg que le sirve de salvavidas; en ballenas varadas y también en humanos varados. Y oigo a mi padre cantar: «Mi bella está al otro lado del océano, mi bella está al otro lado del mar, mi bella está al otro lado del océano, ojalá vuelva mi bella a mí». Yo oía «cuerpo» en lugar de «bella».16
En los tiempos en que Thoreau visitó el Cabo, una media de dos barcos al mes naufragaban durante las tormentas de invierno, especialmente en las engañosas barras frente a Race Point y Peaked Hill, donde bancos de arena siguen el borde del océano. Las rugientes olas rompen sobre la elusiva y móvil plataforma y, por la noche, relucen al recordar las vidas que han tomado. Y todo esto sucedía cerca de la costa.
—¡Ha embarrancado un barco! ¡Todo el mundo ha muerto!
Estas tempestades no eran conjuradas por un mago, ni había duendecillos a mano que guiaran a los supervivientes a un lugar seguro. Por lo general, los marineros no sabían nadar —en parte, por superstición («Lo que el mar quiere, lo tomará») y, en parte, por un motivo práctico, pues sabían que, a la deriva en alta mar, nadar solo serviría para prolongar la agonía—. Los intentos de salvar a los náufragos eran a menudo derrotados por los elementos. Los aspirantes a salvavidas tenían que limitarse a mirar y esperar que las tormentas amainaran y, para entonces, ya era demasiado tarde. Lo único que podían hacer era recuperar cuanto pudieran de los restos. En el excéntrico museo Highland Light —cuyo edificio es un hotel de 1906 construido a la sombra del faro en ese promontorio asolado por el viento, uno de los lugares más turbadores que he visitado jamás—, una hilera de variopintas sillas procedentes de muchas catástrofes se ofrece como testimonio de las almas perdidas y de la domesticidad rescatada de los pecios: una triste fila de asientos disparejos, dispuestas contra una pared como en una fiesta de estudiantes. Arriba, habitaciones con puertas de establo a lo largo de un pasillo estrecho y poco iluminado parecen todavía ocupadas por esporádicos huéspedes; algo en la oscuridad al final del pasillo hace que me marche de allí.
Aquellos que conseguían llegar a la orilla podían morir congelados en esta tierra de nadie, sin esperanza de alcanzar las viviendas del interior, lejos del mar embravecido. En 1797, la Sociedad Benéfica de Massachusetts erigió «casas humanitarias», una serie de cabañas equipadas con paja y cerillas para ofrecer refugio y calor a los supervivientes. Sus ecos todavía se escuchan en las cabañas dispersas entre las dunas: toscas construcciones hechas de madera gris y listones recuperados de la playa, como si hubieran sido erigidas por los marineros perdidos. Incluso en la ciudad, curvas y curvatones rescatados de los barcos se utilizaban para apuntalar las casas y protegerlas de las tormentas que traían los restos hasta aquí; Thoreau anotó haber visto verjas trabadas con costillas de ballena.
Otros peligros, visibles e invisibles, se ocultan entre las contradictorias aguas. Los vecinos del lugar previnieron a Thoreau de que «uno no se baña en el Atlántico, por la resaca y los rumores de tiburones», y los guardas del faro de Truro y Eastham le aconsejaron que no nadara entre la espuma. Ellos no lo harían ni por todo el oro del mundo, «pues en ocasiones veían cómo el mar arrastraba a los tiburones a la arena, donde se estremecían unos instantes». Thoreau no daba crédito, aunque él mismo vio un pez de casi dos metros nadando a apenas nueve metros de la orilla. «Era de color marrón pálido, singularmente traslúcido e indistinguible en el agua, como si la naturaleza en pleno fuera cómplice de este hijo del océano». Lo vio meterse en una cala, «o bañera», en la que él había estado nadando, donde el agua solo tenía alrededor de metro y medio de profundidad, СКАЧАТЬ