Название: El alma del mar
Автор: Philip Hoare
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9788418217111
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Por todas partes, a nuestro alrededor, las yubartas siguen alimentándose. Una de las ballenas, llamada springboard, se gira para nadar durante un rato de espaldas, mostrando su monte genital, una región tan abarrotada de percebes que debe de resultar incómoda para sus pretendientes.
—A esa no la había visto nunca —dice Dennis.
O quizá sí, es difícil saberlo. ¿Son las mismas ballenas que hemos visto hace unos momentos? El barco se sacude y yo me tambaleo, agarro fuertemente la carpeta y el GPS con su funda de goma, recupero el equilibrio y leo las coordenadas de las hojas rosas fotocopiadas: «70 grados norte, 18 grados oeste. Mn: ½».
Una cría asoma la cola sobre las olas, con su cuerpo perpendicular en la columna de agua. Su propia vida lo llena y hace temblar, del mismo modo que el cuerpo de un chico, henchido de hormonas, tiembla en la adolescencia. Luego empieza a golpear con ella el agua.
—¿Son animales nuevos? —pregunta Dennis.
No tengo ni idea. El barco ha dado la vuelta, dejando una arremolinada estela verde a su paso. Los animales vuelven a elevarse, con las bocas abiertas como los picos de los pájaros. Los pasajeros miran por la barandilla, extáticos, ruidosamente excitados o vencidos por la lasitud y el aburrimiento, como sucede con los milagros ordinarios. Nada tiene mucha importancia, pues sucede día tras día. En ese preciso instante me siento en trance. En ese momento, abandona la sensación de que en realidad no estoy aquí en absoluto. Nos estremecemos con la vida y su alternativa. Esperamos emerger al otro lado.
Pocos días después, zarpamos del puerto en otra soleada mañana. En el puente de mando me inclino sobre el ancho mostrador, cubierto por lo que parece formica, imitando la madera de una cocina de los setenta, y escruto los diales con bordes cromados, actualizados con visores informatizados que muestran el fondo del agua y una pantalla de radar verde que silenciosamente examina un mar negro. Hemos abandonado la tierra y la seguridad que ofrece. Una pegatina anuncia las instrucciones para las comunicaciones de emergencia marinas, que se llevaran a cabo en la radio VHF sumergible plus. Embutida tras los pegajosos posavasos está la hoja con las nóminas semanales.
Todo el mundo en el puente está de buen humor y aborda el día con ganas. Pero cuando el profundímetro marca los sesenta y tres metros, el humor cambia tan abruptamente como el fondo del océano bajo nosotros. La tierra a estribor —si es que está ahí— está sumergida bajo una niebla marina. Es como si la vista hubiera llegado al final de la proyección de una vieja película y se perdiera en un borroso vacío.
El barco navega directamente hacia la niebla y todo desaparece a nuestro alrededor. La tierra y el cielo se funden en una vasta nube; lo único que nos queda son los pocos metros de agua que rodean el barco. Estamos completamente aislados, envueltos en algodón húmedo. Hace un minuto, sol de vacaciones; al minuto siguiente, turbia oscuridad.
—¿Cómo buscas ballenas en estas condiciones? —pregunto a Mark Dalomba, Lumby, nuestro capitán.
Lleva la gorra de camuflaje bajada hasta los ojos y no se gira al hablarme.
—Para los motores y escucha —dice—. Por el ruido de sus espiráculos.
Pero hoy Lumby tiene ayuda. Chad Avellar, otro joven pescador de ascendencia azoreña que podría navegar a oscuras por estas aguas, está por delante de nosotros y nos comunica por radio lo que ve. Lumby traza un itinerario, o, más bien, sigue sus instintos. Interacciona con el mar como con una máquina de pinball. Apostado en su silla de capitán, con la mirada al frente, apuñala con el dedo la pantalla del radar.
—¿Ves estas señales? —dice, señalando los amasijos verdes que mutan de formas una y otra vez, uniéndose en una masa moteada, diferente de la que produce el fatómetro para buscar peces cuando las olas se reflejan en él—. Eso son ballenas.
Las condiciones empeoran. El barco oscila zarandeando su peso y a nosotros de un lado a otro.
—Se avecina un tiempo de mierda —dice Lumby.
Parece que nos movemos cada vez más despacio, lastrados por los bancos de niebla. Desespero. Es mi último viaje de la temporada. Incluso si encontráramos ballenas, ¿las veríamos? Todo es gris. No hay horizonte ni contexto. Por lo que vemos, podríamos estar en el Ártico, o en el Triángulo de las Bermudas.
El silencio explota con soplidos. Por supuesto. Estamos rodeados de ballenas, como si hubieran estado ahí todo el tiempo y hubieran decidido salir de sus escondites justo en este instante. El agua estalla con sus exhalaciones. No distinguimos el cielo del mar, pero estos animales crean su propio clima, sus chorros se mezclan con la niebla.
Están comiendo vorazmente. Gritando, soplando, elevándose a través de sus propias nubes de burbujas, ocho ballenas atraviesan la superficie a la vez, cooperando en una orgía de consumo. Es un frenesí visceral, indiscutible y audible. Las ballenas no titubean. No se quejan ni se molestan. No flaquean. Actúan, tumultuosa y codiciosamente, totalmente presentes en el instante.
Lumby sube al puente superior. En ese momento, una docena de ballenas nada junto a la proa, con sus cavernosas bocas abiertas como gigantescos sapos, barbadas y techadas con franjas rosas como lenguas hinchadas. Es una visión terrorífica. Seguimos a Lumby arriba, ascendiendo tras nuestro capitán como si huyéramos de aquellas bestias.
Desde nuestro nido de águilas, miramos abajo a través de la niebla. Hay ballenas por doquier, tendidas de lado, sumergidas por completo excepto por la aleta o dando coletazos mientras se alimentan, aprovechándose de la niebla para ocultar su gula. Quince yubartas, quizá más.
Entonces, como impulsados por el frenesí de sus madres, las crías empiezan a saltar. Uno tras otro, sus cuerpos con forma de huso emergen del mar como disparos de pistolas de juguete. No sabemos adónde mirar. Lumby mantiene el barco en posición; parece dirigir la escena, a pesar de que, como el resto de nosotros, ha perdido el control.
—¡Por Dios! —exclamo, y luego me disculpo, con la esperanza de que los pasajeros no me hayan oído.
—No —dice Liz, la poeta naturalista—. Es bastante apropiado.
Las crías han empezado a saltar juntas: dos, tres, cuatro, cinco, todas a la vez.
—Parecen más delfines que ballenas —grito.
Ningún parque marino puede rivalizar con este espectáculo. Podrían ser cetáceos del Eoceno saltando en un antediluviano océano, celebrando haberse marchado de la inquietante tierra. Hace dos siglos, en su primer viaje por mar cuando todavía era un joven, Melville vio sus primeras ballenas no lejos de esta orilla. Su barco también navegaba a la deriva en la niebla.
«De vez en cuando, se oía a través de la niebla un ruido extraño e inaudito: un sonoro sonido de suspiros y sollozos. ¿Qué podría ser? Luego seguía un chorro, un estallido y una conmoción como si hubiese brotado una fuente en mitad del océano. […] De pronto, alguien gritó: “¡Por allí resopla! ¡Ballenas, ballenas junto al costado del barco!». Para el joven marinero, sonaban como un rebaño de elefantes oceánicos.
Mientras resuenan sobre el mar los sonidos de los chorros de los espiráculos y de los adultos en busca de comida, las crías lo perforan creando breves géiseres. En el puente se nos han acabado los superlativos. John, nuestro curtido primer oficial, está estupefacto. Luego, bajo la influencia de lo que hemos presenciado, en una especie de avergonzada СКАЧАТЬ