El alma del mar. Philip Hoare
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El alma del mar - Philip Hoare страница 18

Название: El alma del mar

Автор: Philip Hoare

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788418217111

isbn:

СКАЧАТЬ solo pueden habitar criaturas anómalas». Mejillones acanalados, con forma de delicada zapatilla de ballet y metálicos azules y malvas, yacen junto a pequeñas piedras planas, beis y verdes y púrpuras, y con un anillo blanco. A lo largo de este suelo de mosaico, el hinojo marino alza sus tiesos dedos; aquí lo llaman pepinillo de mar, un nombre que resume su crujido salado. La siempreviva azul sigue erguida, pero incluso el vivo púrpura de sus perennes flores ha sido drenado hasta transformarse en un inerte marrón. Los tallos de rosas silvestres, segadas por el viento, hace tiempo que han perdido su aroma, pero sus espinas pueden atravesar la piel desnuda. Líquenes de color verde pálido, apenas vivos, crecen infinitesimalmente, como flores de piedra en esta tundra junto al mar.

      Dennis me enseña su árbol favorito: un cedro enano, semejante a un bonsái que despliega las ramas bajas de su copa sobre una arenosa loma, como si señalara la ubicación de un antiguo túmulo. Empalado en un arrayán está el caparazón vacío de un cangrejo, probablemente abandonado por alguna gaviota, que todavía chasquea sus pinzas alzadas en dirección mar más allá de las dunas.

      El estuario frente a nosotros se ensancha según baja la marea. A lo lejos se ve el faro de Race Point. Entre ese punto y nosotros se encuentra Hatches Harbor, donde, igual que en Long Point, hubo un asentamiento, que ya no existe. Dennis cree que este lugar se conocía como Helltown, un refugio en el extremo del mundo para los marginados de un lugar de por sí remoto, el reverso humano de este paraíso. Quizá se parecía a la isla de Billingsgate, en Wellfleet, que se reservaba solo para hombres jóvenes y contaba con su propio vigía de ballenas, su taberna y un burdel.

      Hoy no se ve un alma en esta playa. Pero una mañana de invierno, al llegar aquí, vi lo que parecían velas negras a kilómetro y medio siguiendo la costa. Al ver que subían y bajaban, pensé que debían de pertenecer a windsurfistas particularmente intrépidos. Cuando miré con los binoculares, distinguí que los oscuros triángulos que iban de arriba abajo impulsaban algo mucho más grande y potente que un ser humano enfundado en un traje de neopreno. Mientras la emoción me hacía aspirar el fresco aire, me di cuenta de que eran las aletas de ballenas francas deslizándose entre las olas.

      Hice un esfuerzo por recordar la intrincada geografía de este remoto confín del Cabo y pedaleé por el cortafuegos hasta llegar lo más cerca que podía de la distante playa. Luego abandoné mi bicicleta sobre las dunas y continué andando. Habría echado a correr si la arena me lo hubiera permitido. Al culminar un montículo, tras atravesar un poco de hierba de playa, regresé de súbito a la orilla.

      A mis pies había una gran playa en forma de media luna, ocupada por cientos de gaviotas argénteas. Cuando me acerqué, echaron a volar, como el telón de un teatro alzándose, y revelaron, a unos veinte metros más allá de la espuma, media docena de ballenas francas en lo que los científicos llaman un «grupo activo de superficie» y el resto de los mortales llamaríamos «preliminares eróticos».

      Me acuclillé, haciendo lo posible por no molestar. Durante una hora o más, contemplé sus cuerpos lisos, adiposos y brillantes revolcándose unos sobre otros en una exhibición íntima, más extraña y más física por su proximidad a la orilla, como si la pasión las hubiera llevado a quedar varadas. Nada podía detener esas caricias. Una foca se sentó en la orilla, contemplándolas, dudando si compartir las olas con aquellos lúbricos leviatanes. Fue un espectáculo extremo, acentuado por el frío, el sol, el viento y el silencio; estos gigantescos animales, cuyo brillo parecía absorber la luz y la energía del día; bailaban unos sobre otros en un ballet amoroso, siguiendo una coreografía establecida únicamente por su sensualidad.

      Hoy no hay ballenas, ni amorosas ni de ningún otro tipo. Quizá haga demasiado frío, incluso para su cortejo. Dennis y yo nos refugiamos al socaire de una duna. Durante unos instantes, estamos a salvo del viento y respiramos de nuevo aire tibio. El sol nos da en la espalda y sentimos que los músculos se relajan. Los hombros están un poco menos encogidos y las manos, menos agarrotadas.

      Miró en derredor y veo que estamos rodeados de huesos —fémures y esternones, costillas y cráneos—, enredados en la espartina.

      Estamos en un cementerio, en un osario animal.

      Husmeando entre las hierbas, encontramos un zorro con las piernas estiradas entre las enmarañadas algas, como si lo hubieran atrapado en plena carrera o en plena agonía. Le han arrancado la carne, como si fuera un dibujo anatómico. Sus mandíbulas cerradas muestran los afilados caninos; las costillas están limpias. Pero su peluda cola, tan larga como su cuerpo, sigue tras él, resplandeciente y en descomposición.

      Cerca hay un alcatraz. O, más bien, sus alas, de ciento ochenta centímetros, un enorme aparato blanco y negro, tirado por algún Ícaro moderno, caído de bruces sobre la arena mojada y tan hundido en ella que solo se le ven las patas. Un alcatraz es un pájaro a escala gigante; llenaría el pequeño dormitorio de mi casa. Levanto las plumas tras mi espalda, como si los emplumados apéndices hubieran emergido rompiéndome la piel desde los omóplatos, desplegándose para elevarme en el aire. Recuerdo haber leído en mi enciclopedia infantil que el sueño de que me crecieran alas para volar era imposible; para ello, debería tener un esternón más grande que todo mi cuerpo. La ilustración adjunta mostraba a un hombre con un esternón que le colgaba entre las piernas, como un quimérico hombre pájaro dibujado por Leonardo.

17

      Regresamos al viento. La orilla se abre y ensancha, conectando el interior de la bahía con el vasto mar. Es una playa que en verano se llena de bañistas que toman el sol y de pescadores, pero ahora permanece resueltamente vacía. Me quito la ropa —no resulta una tarea fácil con los dedos congelados y guantes, pues tengo que lidiar con gorro, bufanda, chaqueta, forro polar, dos suéteres, botas y calcetines, vaqueros y calzoncillos largos— y corro a meterme en el mar azul marino. Se agita interminable. Tiene el mismo aspecto que hace seis meses y que hace cinco mil años. Incluso parece el mismo. Y lo trato como tal; lo soporto con alegría, cantando, como si nada hubiera cambiado. Como si siempre fuera a ser así y siempre lo hubiera sido.

      Es Año Nuevo.

      Dennis y Dory caminan por delante. Mi piel se ha vuelto intensamente rosa y tiemblo como un perro. Mis extremidades han adquirido el mismo tono azul oscuro que el mar; me apresuro a ponerme la ropa, aunque tengo los dedos tan agarrotados que soy incapaz de abrocharme la chaqueta y corro tras ellos. Dory vuelve la vista atrás, aparentemente aliviada. ¿Pensaba que me había perdido para siempre? En el aparcamiento, Dennis tiene que frotarme las manos entre las suyas y bromea diciendo que espera que ninguno de sus amigos pase por allí y lo vea haciéndolo. Me castañetean los dientes y me tiemblan los músculos; me sacuden para que vuelva a la vida. La piel y los huesos me arden como si los consumiera una llama dura y fría. Y continúan ardiendo y temblando durante la hora siguiente, hasta que mi cuerpo se convence por fin de que la amenaza ha desaparecido. Cada natación es una pequeña muerte. Pero también te recuerda que estás vivo.

      En el mar, cientos de eíderes y serretas se mecen sobre las olas. Deben de ser de los animales más resistentes del mundo, estos patos marinos, siempre sobre las gélidas aguas, haciendo gala de su resistencia y resignación. En el extremo norte de Herring Cove —a sotavento de la corriente de resaca de Race Point, donde el mar se oscurece y se convierte en océano—, hay una barra de arena en la que se forma una laguna temporal cuando sube la marea. En la canícula, sus aguas están maravillosamente tibias e invitan a nadar, lánguidas como una piscina en el Mediterráneo, aunque en una ocasión me llevé un susto al ver media yubarta debajo de mí, con su gran y nudosa aleta blanca saludándome desde el arenoso fondo, como si la sal marina hubiera preservado ese trozo de cadáver. Hoy, la marea se va rauda y me llevaría rápidamente mar adentro.

      La punta redondeada del Cabo es una rizada zona de atracción que se beneficia de los sedimentos de la deriva litoral; cambia constantemente СКАЧАТЬ