El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics
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Название: El conde de Montecristo ( A to Z Classics )

Автор: A to Z Classics

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782378072469

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СКАЧАТЬ mientras que vuestro padre ha tenido a bien unirse al nuevo gobierno, y tras haber sido girondino el ciudadano Noirtier, el conde Noirtier se haya hecho senador.

      -¡Mamá! ¡Mamá! -balbució Renata-. Bien sabéis que hemos convenido en no renovar tristes recuerdos.

      -Señora -respondió Villefort-, uno mis ruegos con los de la señorita de Saint-Meran para que olvidéis lo pasado. ¿A qué echarnos unos a otros en cara cosas que el mismo Dios no puede impedir? Porque Dios puede cambiar el porvenir, mas no el pasado. Lo que nosotros, los hombres, podemos solamente es cubrirlo con un velo. ¡Pues bien!, yo me he separado no solamente de la opinión, sino del nombre de mi padre. Mi padre ha sido o es aún bonapartista, y se llama Noirtier; yo soy realista y me llamo de Villefort. Dejad que en el caduco tronco se seque un resto de savia revolucionaria, y no miréis, señora sino al retoño que se separa de este mismo tronco, sin poder, y acaso diga… sin querer separarse enteramente.

      -¡Muy bien, Villefort! -dijo el marqués-, ¡muy bien! ¡Buena respuesta! Yo suplico continuamente a la marquesa que olvide lo pasado, sin poder conseguirlo: veremos si vos sois más afortunado.

      -Sí, está bien -respondió la marquesa-; olvidemos lo pasado; no deseo otra cosa; mas, por lo menos, que Villefort sea inflexible en adelante. No os olvidéis de que hemos respondido de vos a S. M.; que S. M. ha tenido a bien olvidarlo todo, de la misma manera que yo lo hago accediendo a vuestra súplica. Pero si cayese en vuestras manos un conspirador, cuenta con lo que hacéis, porque habéis de daros cuenta de que se os vigila muy particularmente, por pertenecer a una familia que puede estar relacionada con los conspiradores.

      -¡Ay, señora! -dijo Villefort-; mi profesión, y sobre todo los tiempos en que vivimos me obligan a ser muy severo. Pues bien, lo seré. He tenido que sostener algunas acusaciones políticas, y estoy ya como quien dice probado. Por desgracia, todavía no hemos concluido.

      -Pues ¿cómo? -dijo la marquesa.

      -Tengo temores casi ciertos. Napoleón en la isla de Elba no está muy lejos de Francia; su presencia casi a vista de nuestras costas sostiene la esperanza de sus partidarios. Marsella está llena de oficiales sin colocación, que disputan todos los días con los realistas, de lo cual resultan duelos entre personas de clase elevada, asesinatos entre el vulgo.

      -A propósito -dijo el conde de Salvieux, antiguo amigo del señor de Saint-Meran y chambelán del conde de Artois-; ¿ignoráis que la Santa Alianza desaloja a Napoleón de donde está?

      -Sí, cuando salimos de París no se hablaba de otra cosa -respondió el señor de Saint-Meran-. ¿Y adónde le envían?

      -A Santa Elena.

      -¿A Santa Elena? ¿Y eso qué es? -preguntó la marquesa.

      -Una isla situada a dos mil leguas de aquí, más allá del Ecuador -respondió el conde.

      -Gran locura era en verdad, como dice Villefort, dejar a semejante hombre entre Córcega, donde ha nacido, entre Nápoles, donde aún reina su cuñado, y enfrente de Italia, de la que iba a formar un reino para su hijo.

      -Por desgracia -dijo Villefort-, los tratados de 1814 impiden que se toque ni aun el pelo de la ropa de Napoleón.

      -Pues se faltará a esos tratados -repuso el señor de Salvieux ¿Tuvo él tantos escrúpulos en fusilar al desgraciado duque le Enghien?

      -Sí -añadió la marquesa-, está convenido. La Santa Alianza libra a Europa de Napoleón, y Villefort libra a Marsella de sus partidarios. O el rey reina o no reina. Si reina, su gobierno debe ser fuerte y sus agentes inflexibles; único medio de impedir el mal.

      -Desgraciadamente, señora -dijo Villefort sonriendo-, un sustituto del procurador del rey acude siempre cuando el mal está hecho.

      -Entonces su deber es repararlo.

      -También pudiera yo deciros, señora, que a él no le toca repararlo, aunque sí vengarlo.

      -¡Oh, señor de Villefort! -dijo una hermosa joven, hija del conde de Salvieux y amiga de la señorita de Saint-Meran-; procurad que se vea alguna causa de ésas mientras residimos en Marsella. Nunca he asistido a un tribunal, y me han dicho que es cosa curiosa.

      -¡Oh!, sí, muy curiosa en efecto, señorita -respondió el sustituto-, porque en lugar de una tragedia fingida, lo que allí se representa es un verdadero drama; en lugar de los dolores aparentes, son dolores reales. El hombre que se presenta allí, en lugar de volver, cuando se corre el telón, a entrar tranquilamente en su casa, a cenar con su familia, a acostarse y conciliar pronto el sueño para volver a sus tareas al día siguiente, entra en una prisión donde le espera tal vez el verdugo. Bien veis que para las personas nerviosas que desean emociones fuertes no hay otro espectáculo mejor que ése. Descuidad, señorita, si se presentase la ocasión, ya os avisaré.

      -¡Nos hace temblar… , y se ríe! -dijo Renata palideciendo.

      -¿Qué queréis? -replicó Villefort-; esto es como si dijéramos… un desafío… Por mi parte he pedido ya cinco o seis veces la pena de muerte contra acusados por delitos políticos… ¿Quién sabe cuántos puñales se afilan a esta hora o están ya afilados contra mí?

      -¡Oh, Dios mío! -dijo Renata cada vez más espantada-; ¿habláis en serio, señor de Villefort?

      -Lo más serio posible -replicó el joven magistrado sonriéndose-. Y con los procesos que desea esta señorita para satisfacer su curiosidad, y yo también deseo para satisfacer mi ambición, la situación no hará sino agravarse. ¿Pensáis que esos veteranos de Napoleón que no vacilaban en acometer ciegamente al enemigo, en quemar cartuchos o en cargar a la bayoneta, vacilarán en matar a un hombre que tienen por enemigo personal, cuando no vacilaron en matar a un ruso, a un austriaco o a un húngaro a quien nunca habían visto? Además, todo es necesario, porque a no ser así no cumpliríamos con nuestro deber. Yo mismo, cuando veo brillar de rabia los ojos de un acusado, me animo, me exalto; entonces ya no es un proceso, es un combate; lucho con él, y el combate acaba, como todos los combates, en una victoria o en una derrota. A esto se le llama acusar; ésos son los resultados de la elocuencia. Un acusado que se sonriera después de mi réplica me haría creer que hablé mal, que lo que dije era pálido, flojo, insuficiente. Figuraos, en cambio, qué sensación de orgullo experimentará un procurador del rey cuando, convencido de la culpabilidad del acusado, le ve inclinarse bajo el peso de las pruebas y bajo los rayos de su elocuencia… La cabeza que se inclina caerá inevitablemente.

      Renata profirió una exclamación.

      -Eso es saber hablar -dijo uno de los invitados.

      -Ese es el hombre que necesitamos en estos tiempos -añadió otro.

      -Cuando estuvisteis inspiradísimo, querido Villefort -indicó un tercero- fue cuando… esa última causa… , ¿no recordáis?, la de aquel hombre que asesinó a su padre. En realidad, primero lo matasteis vos que el verdugo.

      -¡Oh… !, para los parricidas no debe haber perdón -dijo Renata-; para esos crímenes no hay suplicio bastante grande; mas para los desgraciados reos políticos…

      -¡Para los reos políticos, mucho menos aún, Renata -exclamó la marquesa-, porque el rey es el padre de la nación, y querer destronar o matar al rey, es querer matar al padre de treinta y dos millones de almas!

      -También admito eso, señor Villefort -repuso Renata-, si me prometéis ser indulgente con aquellos que os recomiende yo.

      -Descuidad СКАЧАТЬ