El conde de Montecristo ( A to Z Classics ). A to Z Classics
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Название: El conde de Montecristo ( A to Z Classics )

Автор: A to Z Classics

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9782378072469

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СКАЧАТЬ rincón, doblado y arrugado; ojalá estuviese aún allí.

      -¿Qué quieres? Si Fernando lo cogió lo habrá copiado o hecho copiar, y aun sabe Dios si se tomaría esa molestia. Ahora que caigo en ello, ¡Dios mío!, quizás envió mi propia carta. Afortunadamente yo desfiguré mucho la letra.

      -Pero ¿sabías tú que Dantés conspiraba?

      -¿Qué había de saber? Aquello fue una broma, como ya te dije. Pero me parece que, al igual que los arlequines, dije la verdad al bromear.

      -Lo mismo da -replicó Caderousse-. Yo, sin embargo, daría cualquier cosa por que no ocurriera lo que ha ocurrido, o por lo menos por no haberme metido en nada: ya verás como por esto nos sucede también a nosotros alguna desgracia, Danglars.

      -En todo caso, la desgracia caerá sobre el verdadero culpable, y el verdadero culpable es Fernando y no nosotros. ¿Qué desgracia quieres que nos sobrevenga? Vivamos tranquilos, que ya pasará la tempestad.

      -¡Amén! -dijo Caderousse, haciendo una señal de despedida a Danglars y dirigiéndose a la alameda de Meillan, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo, como aquellas personas que están muy preocupadas con sus pensamientos.

      -¡Magnífico! -murmuró Danglars-, las cosas toman el giro que yo esperaba. De momento ya soy capitán, y si ese imbécil de Caderousse se calla, capitán para siempre… Sólo me atormenta el pensar que si la justicia diera libertad a Dantés… ¡Oh… !, no -añadió, sonriendo con satisfacción-, la justicia es la justicia, y en ella confío.

      Y dicho esto saltó a una barca y dio orden al barquero para que le condujera a bordo del Faraón, adonde, como ya recordará el lector, le había citado el señor Morrel.

      Capítulo 6 El sustituto del procurador del Rey

      En la calle de Grand-Cours, lindando con la fuente de las Medusas, en una de esas antiguas casas de arquitectura aristocrática, edificadas por Puget, se celebraba también en el mismo día y en la misma hora un banquete de bodas, con la diferencia de que en lugar de ser los personajes y anfitriones gente del pueblo, marineros y soldados, pertenecían a la más alta sociedad de Marsella.

      Tratábase de antiguos magistrados que habían dimitido sus empleos en tiempo del usurpador, antiguos oficiales desertores de sus filas para pasarse a las del ejército de Condé, y jóvenes de ilustre alcurnia, todavía poco elevados a pesar de lo que habían sufrido ya por el odio hacia aquel a quien cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios.

      Se hallaban sentados a la mesa, y la conversación chispeaba a impulsos de todas las pasiones de la época, pasiones tanto más terrible y encarnizadas en el Mediodía de Francia, cuanto que al cabo de quinientos años, los odios religiosos venían a añadirse a los odios políticos.

      El emperador rey de la isla de Elba, que después de haber sido soberano en una parte del mundo, reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡Viva Napoleón! por ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin remedio para Francia y para el trono. Los magistrados anatematizaban sus errores políticos; los militares murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del príncipe, creyese que la vida comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso.

      Un anciano condecorado con la cruz de San Luis se levantó brindando por la salud del rey Luis XVIII. Era el marqués de SaintMeran. Con este brindis, que recordaba a la vez al desterrado de Hartwell y al rey pacificador de Francia, se aumentó el barullo, los vasos chocaron unos con otros, las mujeres se quitaron las flores de la cabeza y las esparcieron sobre el mantel; momento fue éste en verdad de entusiasmo casi poético.

      -Ya confesarían de plano si estuviesen aquí -dijo la marquesa de Saint-Meran, mujer de mirada dura, labios delgados y continente aristocrático, mujer aún a la moda, a pesar de sus cincuenta años- ya confesarían de plano todos esos revolucionarios que nos han secuestrado, a quienes dejamos a nuestra vez conspirar tranquilamente en nuestros castillos antiguos comprados por un pedazo de pan en tiempo del Terror; ya confesarían que el verdadero desinterés estaba de nuestra parte, puesto que nosotros nos uníamos a la agonizante monarquía, mientras ellos, por el contrario, saludaban al sol que nacía, y labraban sus fortunas, mientras que nosotros perdíamos la nuestra; confesarían que nuestro soberano era verdaderamente Luis, el muy amado, mientras que su usurpador no fue nunca más que Napoleón el maldito. ¿No es verdad, Villefort?

      -¿Qué decís… , señora marquesa… ? -respondió aquel a quien se dirigía esta pregunta-. Perdonadme, no atendía a la conversación.

      -Dejad a esos jóvenes, marquesa -replicó el viejo que había brindado-. Van a casarse, y naturalmente tendrán que hablar de otra cosa que no de política.

      -Dispensadme, mamá -dijo una preciosa joven de cabellos rubios y ojos azules-. Os devuelvo al señor de Villefort, al que entretuve un instante. Señor de Villefort, mamá os preguntaba…

      -Estoy pronto a responder a la señora marquesa, si se digna repetir su pregunta que antes no oí.

      -Estáis dispensada, Renata -dijo la marquesa con una sonrisa de ternura que rara vez brillaba en su rostro áspero y seco-; sin embargo, el corazón de la mujer es de tal naturaleza que aunque árido y endurecido por las exigencias sociales, siempre guarda un rincón fértil y amable, el que Dios ha consagrado al amor de madre.

      -Estáis perdonada… Ahora oíd, Villefort: dije que los bonapartistas no tenían ni nuestra convicción, ni nuestro entusiasmo, ni nuestro desinterés.

      -¡Oh, señora! Por lo menos tienen algo que reemplace a eso: el fanatismo. Napoleón es el Mahoma de Occidente; es para todos esos hombres vulgares, aunque ambiciosos como nunca los hubo, no sólo un legislador, sino un tipo, el tipo de la igualdad.

      -¡De la igualdad! -exclamó la marquesa-. ¡Napoleón, tipo de la igualdad! Y entonces, ¿qué es el señor de Robespierre? Creo que le quitáis de su lugar para colocar en él al corso; bastábale con su usurpación.

      -No, señora -repuso Villefort-, dejo a cada cual en su puesto: a Robespierre en la plaza de Luis XV sobre el cadalso; a Napoleón, en la plaza de Vendôme sobre su columna; con la diferencia de que el uno ha creado la igualdad que abate; el otro, la igualdad que eleva; el uno ha puesto a los reyes al nivel de la guillotina; el otro ha elevado al pueblo al nivel del trono. Pero eso no impide -añadió Villefort riendo- que los dos sean unos infames revolucionarios, y que el 9 de Termidor y el 4 de abril de 1814 sean dos días felices para Francia, y dignos de ser igualmente celebrados por los amigos del orden y de la monarquía; pero esto explica también cómo, aunque caído para no levantarse jamás, Napoleón ha conservado sus adeptos. ¿Qué queréis, marquesa? Cromwell, que no fue ni la mitad de lo que Napoleón, tuvo también los suyos.

      -¿Sabéis, Víllefort, que lo que estáis diciendo presenta un matiz algo revolucionario? Pero os perdono: le es imposible a un hijo de un girondino no conservar cierto apego al terror.

      Villefort, sonrojándose, repuso:

      -Es cierto que mi padre era girondino, señora, es verdad; pero mi padre no votó la muerte del rey; estuvo proscrito por ese mismo terror que os proscribía, y poco le faltó para perder la cabeza en el mismo cadalso en que la perdió vuestro padre.

      -Sí -dijo la marquesa, sin alterarse por este СКАЧАТЬ