Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson. Vincent Bugliosi
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Читать онлайн книгу Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson - Vincent Bugliosi страница 48

Название: Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson

Автор: Vincent Bugliosi

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788494968495

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СКАЧАТЬ de lo que habían dicho Ronnie Howard. Como continuación de la visita de Mossman y Brown de la noche anterior, otros dos agentes habían ido a Sybil Brand aquella mañana y hablado con Ronnie un par de horas. Habían conseguido bastante más información, pero seguía habiendo unas lagunas tremendas.

      Decir que a esas alturas los casos Tate y LaBianca estaban «resueltos» habría sido una burda exageración. Como es lógico, en cualquier caso de asesinato dar con el asesino es importantísimo. Pero solo es un primer paso. Ni encontrar ni detener ni imputar a un acusado tiene valor probatorio, ni demuestra la culpabilidad. Una vez identificado el asesino, queda el difícil (y a veces insalvable) problema de vincularlo con el crimen mediante pruebas sólidas y admisibles, y luego demostrar la culpabilidad más allá de la duda razonable, ya sea ante un juez o un jurado.

      Y todavía no habíamos dado siquiera el primer paso, mucho menos el segundo. Al hablar con Ronnie Howard, Susan Atkins se implicó a sí misma e implicó a «Charles», se suponía que refiriéndose a Charles Manson. Pero Susan también dijo que había otros implicados, y nos faltaban sus identidades. Eso sobre el caso Tate. Sobre el caso LaBianca no había casi información.

      Una de las primeras cosas que quise hacer, tras examinar las declaraciones de Howard y DeCarlo, fue ir al rancho Spahn. Se arregló que viajara a la mañana siguiente con varios inspectores. Pregunté a Aaron si quería acompañarme, pero no podía55.

      Cuando volví a casa a última hora de la tarde y le dije a mi esposa, Gail, que nos habían asignado el caso Tate a Aaron y a mí, ella compartió mi entusiasmo. Pero con reservas. Estaba esperando que nos cogiéramos unas vacaciones. Yo llevaba meses sin tomarme un día libre. Incluso en casa, por la noche, leía transcripciones o investigaba jurisprudencia o preparaba exposiciones. Aunque todos los días me aseguraba de pasar algo de tiempo con nuestros dos hijos —Vince hijo, de tres años, y Wendy, de cinco—, cuando llevaba un caso importante me sumergía en él por completo. Prometí a Gail que intentaría librar algunos días, pero hube de admitir con toda sinceridad que podría tardar un tiempo en hacerlo.

      Por entonces, por suerte, no sabíamos que viviría con los casos Tate-LaBianca durante casi dos años, invirtiendo de promedio cien horas a la semana, acostándome pocas veces, si es que alguna, antes de las dos de la mañana, todos los días de la semana. Ni que los escasos momentos que Gail, los niños y yo íbamos a pasar juntos carecerían de privacidad, pues nuestro hogar iba a convertirse en un fortín y un guardaespaldas no solo iba a vivir con nosotros, sino que iba a acompañarme a todas partes, tras la amenaza de Charles Manson de que «mataría a Bugliosi».

      DEL 19 AL 21 DE NOVIEMBRE DE 1969

      Menudo día escogimos para el registro. Hacía un viento increíble. Cuando llegamos a Chatsworth, casi nos zarandeaba fuera de la carretera.

      No fue un viaje largo, tardamos bastante menos de una hora. Desde la Sala de Justicia, en el centro de Los Ángeles, hasta Chatsworth hay algo menos de cuarenta kilómetros. Subiendo al norte por Topanga Canyon Boulevard, unos tres kilómetros más allá de Devonshire, dimos un giro brusco a la izquierda, hacia la carretera del Paso de Santa Susana. Esta carretera de dos carriles, antes muy transitada, ha perdido los últimos años el tráfico en beneficio de una autopista, más rápida, y serpentea hacia arriba dos o tres kilómetros. Luego, de repente, al lado de una curva, a la izquierda, allí estaba, el rancho de cine Spahn.

      La maltrecha calle Mayor estaba a menos de veinte metros de la carretera, a la vista. La zona estaba llena de carrocerías destrozadas de automóviles y camiones. No había señal de vida.

      El lugar tenía un toque irreal, acentuado por el estruendo del viento y el aspecto de total abandono, pero más aún por el conocimiento, si el relato de Atkins-Howard era cierto, de lo que había empezado y acabado allí. Un decorado de cine destartalado, en medio de la nada, desde donde unos asesinos con ropa oscura se aventuraban a salir por la noche para aterrorizar y matar, y adonde después regresaban antes del amanecer para desaparecer en los alrededores. Podía ser el argumento de una película de miedo, pero habían muerto ya Sharon Tate y al menos otros ocho seres humanos reales. Salimos de la carretera y paramos en la calle de tierra, delante de la Cantina Long Branch. Iba acompañado del teniente Helder y del sargento Calkins, del equipo del caso Tate; del sargento Lee, de la SID; de los sargentos Guenther, Whiteley y William Gleason de la LASO, y de nuestro guía, Danny DeCarlo. Al final Danny aceptó acompañarnos, pero solo con una condición: que lo esposáramos. De ese modo, si algún miembro de la Familia seguía por allí, no pensaría que estaba «soplando a la pasma» voluntariamente.

      Aunque los ayudantes del sheriff ya habían estado en el rancho, necesitábamos a DeCarlo para una cosa concreta: que nos señalara las zonas donde Manson y la Familia hacían prácticas de tiro. El objetivo de nuestro registro: cualquier bala y/o casquillo del calibre veintidós.

      Pero primero quise obtener el permiso de George Spahn para registrar el rancho. Guenther señaló la choza donde vivía, a la derecha y apartada del decorado del Oeste. Llamamos a la puerta y una voz, la de una chica joven, dijo: «Adelante».

      Era como si todas las moscas de la zona se hubieran refugiado allí durante el vendaval. George Spahn, de ochenta y un años, estaba sentado en un sillón muy estropeado, con un Stetson y unas gafas de sol. Tenía en el regazo un chihuahua, y a los pies un cocker spaniel. Una chica hippy de unos dieciocho años estaba preparándole la comida, mientras de un transistor, en sintonía con una emisora vaquera, sonaba a todo volumen «Young Love», de Sonny James.

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