Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
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СКАЧАТЬ tantas prevenciones no parecieron bastantes todavía. En 1602, el Patriarca de Antioquía y Arzobispo de Valencia, D. Juan de Rivera, escribió un papel al Rey proponiéndole francamente la expulsión; mas pedida explicación de los medios con que había de ser ejecutada se halló que el buen Prelado no entendía por moriscos sino á los de Castilla, Aragón y Andalucía, porque los de Valencia, aunque más numerosos y temibles que ningunos, juzgábalos necesarios para el sostenimiento de su persona humilde y de su casa de Dios. Nada mas curioso que la argumentación de aquel Prelado lleno de celo y deseoso de ver fuera de España á los infieles; más no tan enemigo de su particular conveniencia y comodidades que consintiera por tal celo y deseo en disminuir sus rentas. Desechóse la distinción en la corte como era razón, viendo cuán incompleto quedaba con ello el intento, y no faltaron personas que en sendos libros la combatiesen. Tenía acaso más partidarios la opinión mostrada en otro tiempo por el célebre Torquemada, de que en caso de infidelidad de los moriscos á todos los mayores de edad debía pasárseles á cuchillo, y á todos los menores repartirlos como esclavos; pero la que prevalecía en los más prudentes era la de ejecutar la expulsión total, echando de España á los moriscos de Valencia lo mismo que á los de Castilla, Sierra Morena, Extremadura y riberas del Segre. Y cierto que dada la expulsión no podía concebirse otra cosa.

      Comenzó á formárseles un género de proceso secreto en la corte, oyendo el Rey á todos los que alegaban contra ellos, y no dejando también de oir á algunos de sus defensores, que, á más de los asalariados, hubo de éstos algunos no desconfiados de su conversión y pacificación, como los obispos de Segorbe y de Orihuela, mayormente el primero. Fué de los enemigos más grandes de los moriscos el fraile Bleda, que escribió de aquel suceso en su Crónica de los moros, el cual por conseguir la expulsión hizo tres viajes á Roma, y escribió libros y memoriales, é hizo cuanto puede dictar el celo más desapiadado. Comprobóse que traían inteligencia con Enrique IV de Francia, el cual, aunque cristianísimo, no había titubeado en prestarles favor, bien que, como arriba indicamos, se dijo que le habían ofrecido hacerse protestantes bajo su mano. Mas puede creerse que quien los ayudaba con promesa de tan poco verosímil cumplimiento, también los habría ayudado aún cuando renovaran los tiempos de Taric-ben-Zeyyad y de Muza-ben-Nosseir y los desastres del Guadalete. Al lado de estos cargos, verdaderamente graves, aparecieron otros contra los tales moriscos, oídos entonces con horror en España. Uno era que no criaban puercos, animales aborrecidos de Mahoma; otro era, que cumpliendo á veces sus tratos mejor que los cristianos, no convenía dejar en pie tan mal ejemplo, y que se notase que los nuestros con ser en la fe antiguos eran menos honrados y virtuosos que los que ahora acababan de recibirla y no estaban en ella muy seguros: ni fué tampoco de los menores el suponer que en las misas ejecutaban socapa y á escondidas de los cristianos, irreverentes demostraciones. No pudo resistir más Felipe III: y como el duque de Lerma anduviese tan de antiguo receloso de los moriscos acabó de decidirle en un todo. En 1606 era ya cosa resuelta la expulsión.

      Dilatóse, sin embargo, tres años por los empeños en que andaba á la sazón la Monarquía. Guardóse grande y maravilloso secreto sobre ello, y fué de notar la conducta del duque del Infantado, posesor de la baronía de Alberique y otras pobladas de moriscos y muy ricas á causa de ellos, el cual, sabiendo lo que había de ejecutarse tan en daño suyo, como que de un golpe iba á perder millares de vasallos y copiosísimas rentas, no hizo movimiento alguno, ni se aprovechó de la noticia para negociar sus intereses, tal como si estuviese ignorante de todo. No fueron tan generosos otros señores, ricos-hombres y corporaciones interesadas en la conservación de los moriscos.

      Eran de los principales intereses los que se fundaban sobre los censos. Había cristianos que vendían á los moriscos ropas y oro y alhajas de mala ley al fiado, por mucho más precio de lo que valían y con crecida usura; otros, que prestaban á las aljamas ó Universidades gruesas cantidades al diez por ciento de usura, y de tales préstamos eran no pocos para los mismos barones y señores de ellas; otros, en fin, que tenían dinero consignado sobre casas y campos de propiedad de moriscos particulares. Con el producto de tales censos vivía la mayor parte de la nobleza, conventos, parroquias, cabildos y otra infinidad de gente honrada del reino, las iglesias, colegiatas y catedrales. Y así fué que el rumor de la expulsión llenó de espanto á todas las provincias donde había moriscos y censos; y que muchos, no tan generosos como el duque del Infantado, con noticia cabal del intento se apresuraron á negociar sus créditos. No dió tiempo, sin embargo, el edicto para que pudieran excusarse tales daños en los cristianos, ni tampoco para que los moriscos ricos, que, aunque nada sabían, recelaban lo bastante para desear convertir en dinero sus haciendas, pudieran ejecutarlo. Por Agosto de 1609 se decretó la expulsión de los de Valencia, al propio tiempo que se tomaban todas las medidas que parecieron necesarias para ejecutarla.

      Era Capitán general del reino de Valencia el marqués de Caracena, D. Luis Carrillo de Toledo; enviósele por Maestre de campo general de las armas á D. Agustín Mejía, soldado viejo de Flandes y castellano allí de Amberes; aprestáronse las llamadas milicias generales, y acercáronse á las fronteras de Valencia y Aragón los jinetes de Castilla; Doria y Santa Cruz trajeron: el primero, en diez y seis galeras, el tercio de Lombardía, mandado por D. Juan de Carmona con mil doscientos cincuenta soldados efectivos; y el segundo, el de Nápoles, con dos mil setenta, gobernados del Maestre de campo D. Sancho de Luna y Rojas. Las galeras que tenía en Sicilia el duque de Osuna vinieron también, y eran nueve, con D. Octavio de Aragón por general; bien que aquella armada estuviese á las órdenes de don Pedro de Leiva y ochocientos hombres en nueve compañías. D. Luis Fajardo, con catorce galeras de la carrera de Indias y mil soldados, y el marqués de Villafranca, duque de Fernandina, D. Pedro de Toledo, con las galeras de España, que eran veintiuna, y hasta mil trescientos soldados también acudieron á la empresa. Fué el punto de reunión de todas las armadas Mallorca, y desde allí se repartieron los puestos. Los bajeles de España y los de Génova vinieron á cerrar la boca de los Alfaques: los de Nápoles se apostaron en Denia, los de Sicilia en Cartagena y en Alicante los de Indias. Desembarcaron las tropas, repartiéndolas los capitanes en los puestos donde se creyó que pudieran los moriscos fortificarse: D. Pedro de Toledo por la parte del Norte del reino hacia Aragón, y D. Agustín Mejía por la del Sur hacia Murcia. Luego se publicó el edicto en Valencia. Disponíase que dentro de tres días de publicado el bando todos los moriscos saliesen de sus casas, bajo pena de muerte, yendo adonde el Comisario real que se enviase á sus comarcas les ordenara, para ser transportados á Berbería, llevando consigo los bienes muebles que pudieran conducir por sí mismos. Permitíase que en cada lugar quedasen seis personas para que conservasen el cultivo del azúcar y las artes moriscas, y que quedasen también los niños menores de cuatro años, con licencia de sus padres, para ser criados entre los cristianos viejos, esto como favor singular. Luego se les dieron sesenta días de término para disponer de sus bienes, muebles y semovientes, y llevarse el producto, no en metales ni en letras de cambio, sino en mercaderías, y éstas, compradas de los naturales de estos reinos y no de otros, á no ser que prefiriesen dejar la mitad de la hacienda para el Rey, en cuyo caso bien podían llevar consigo todo lo prohibido en oro y plata y letras de cambio. Los bienes raíces fueron sin excepción confiscados, tales eran las principales disposiciones.

      Los moros, aterrados al principio con lo violento de tal resolución, trataron al fin de defenderse y acudieron á las armas. Uno de ellos, por nombre Turiji, persona principal del valle de Ayora, levantó banderas de rebelión, y á poco un molinero de Guadalest llamado Milini, insurreccionó también el valle de Alahuar, saqueando y destruyendo sin piedad los pueblos de cristianos y matando á cuantos caían en sus manos. Pero sin armas, sin enseñanza militar y cogidos al desprovisto, tuvieron que ceder al fin á los aguerridos tercios de España y someterse á su destino. No fué con todo sin algunos combates. Las cumbres de los montes, los llanos y los caminos parecían cubiertos de ellos, que corrían furiosos de acá para allá, á pie y á caballo, con armas y sin ellas, comunicándose los acuerdos y animándose unos á otros. Hombres, mujeres y ancianos, grandes y pequeños, se mostraban en el último punto de la desesperación. Y no es decir que faltaran moriscos que tomasen la expulsión á regocijo: habíalos, sin duda, tan celosos de la fe de Mahoma y tan deseosos de salir entre cristianos, que no suspiraban por otra cosa y que respondieron con gritos СКАЧАТЬ