Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
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СКАЧАТЬ Las tropas allegadizas y tumultuarias de los irlandeses, con pocas armas y menos disciplina, no supieron resistir y abandonaron el campo, y solo los nuestros perdieron ya inútilmente más de dos mil doscientos hombres. Ocampo y muchos de sus oficiales quedaron prisioneros. Á estas nuevas, D. Juan del Águila, sitiado por mar y tierra, se vió con el resto de la gente forzado á capitular. Estipuló ante todo el capitán español que se daría una completa amnistía á los habitantes de Baltimore y de Kinsale que habían prestado muy buena acogida á los nuestros; y luego que una escuadra inglesa conduciría á España sus tropas con toda la artillería, municiones y efectos desembarcados. Á todo accedió el Virrey, que, habiendo visto pelear á los nuestros, contábase por feliz con que á tan poca costa dejasen la tierra. El conde de Tyron tuvo entonces que someterse á la reina Isabel; mas no juzgándose seguro en Inglaterra, fué á acabar sus días en Roma.

      Murió á poco Isabel de Inglaterra, y con su muerte abriéronse de nuevo los tratos de paz tantas veces comenzados; mas ahora llegaron á terminarse por la buena voluntad del rey Jacobo y de sus ministros que en todo se pusieron de parte de España. Hubo primero que resolver cuestiones de etiqueta muy graves para aquel tiempo. No sabiendo en qué orden habían de sentarse los embajadores, se imaginó ponerlos en derredor de una mesa redonda. La paz fué ventajosa, y aún por eso se dijo que el rey Jacobo era de corazón católico, y que á sus ministros para que favoreciesen nuestros intereses y la política de España, los ganó el duque de Lerma con dinero. Si esto fué cierto, bien puede causarnos maravilla la venalidad de los ministros extranjeros de aquel tiempo, porque en todas partes hallaba nuestra política tales ayudas. Añádese que el primer intento del duque de Lerma después de las paces, fué incitar á la Inglaterra contra Francia, formando una liga con aquella potencia para devolverle las provincias que había poseído en otro tiempo y repartir el resto en varios dominios, los unos libres, los otros dependientes de España. Sacrificábase aquí, si fué cierto, el interés católico al gran interés político y de conservación de la Monarquía, cosa rarísima verdaderamente en nuestra corte; pero la traza, así como imaginada en los días de Felipe II y de la reina María, pudiera haber sido de efecto, no podía serlo entonces de modo alguno, porque Francia estaba ya libre de disensiones, y harto flaca España para soportar los empeños de tamaña empresa. No se intentó al fin, acaso porque no se prestase el pacífico Monarca inglés á entrar en la liga, y comenzó el Duque á tramar conjuraciones dentro de Francia.

      Descubrióse la más extensa y mejor combinada de ellas, á cuya cabeza estaba el Mariscal de Byrón, uno de los mayores capitanes de Enrique IV, y en la cual tomó parte muy principal el duque de Saboya. El Mariscal fué condenado á muerte, y ejecutado en la Bastilla, y la conspiración quedó frustrada. Fontenelles, de noble familia de Bretaña, tuvo después la propia suerte por haber querido entregar el fuerte de Donarnenés á España, y diez ó doce personas más de las principales de la provincia fueron por el mismo motivo decapitadas. Ahora los intentos de nuestro Gobierno se encaminaban principalmente á tomar á Marsella, cosa que tan fácil hubiera sido en otras ocasiones; y si la conjuración del Mariscal de Byrón hubiera alcanzado buen éxito, estaba ajustado que viniese á nuestro poder. Frustrada aquella trama, se imaginó otra que no tuvo mejor suerte. Luis de Alagón, barón de Mairargues, que mandaba las galeras de Francia en el puerto de Marsella, y al propio tiempo era uno de los magistrados municipales de aquella plaza, se ofreció á ponerla en manos de los españoles. Supo también su intento el Gobierno francés, y perdió la cabeza en el cadalso. Pero aun esto no contuvo la venalidad en Francia: porque pocos días después fueron ajusticiados en Tolosa dos hermanos que iban á entregar las plazas de Narbona y Leucata al Gobernador del Rosellón. Empleó España sin fruto en tales intentos crecidas cantidades, que vinieron á recargar dolorosamente el exhausto Erario.

      Algo mejor librados salieron en Italia los intereses políticos y religiosos de nuestra corte, mas no por virtud del duque de Lerma. El Papa Clemente VIII, nombrado árbitro por el tratado de Vervins entre Francia y el duque de Saboya que pretendían á un tiempo el Marquesado de Saluces (1601), adjudicó estos Estados al Duque, mediante alguna indemnización al francés, merced al influjo de España que no quería que por aquel territorio tuviese su rival entrada libre en Italia.

      Quien tuvo la mayor parte en el buen éxito de tales negociaciones fué D. Pedro Enríquez de Acebedo, conde de Fuentes, que del Gobierno de Flandes había venido al de Milán. Era el Conde discípulo del duque de Alba16. Preciábase de tener sus mismos sentimientos y de observar la propia disciplina que él. Sagaz, altivo y fastuoso, despreciador de todos los hechos militares que no fuesen los suyos, y de otra nación ó potencia que no fuese España, llegó á influir de un modo poderoso y decisivo en los negocios de Italia. El echó allí los fundamentos de la política hábil que, á pesar de todos los desaciertos y miserias de la corte, mantuvo por España el Milanesado hasta la muerte de Carlos II. Fué el primero en comprender la importancia de la Valtelina para la conservación del Milanesado, porque ponía en comunicación esta provincia con los Estados del Emperador, natural aliado y amigo de España. Propuesto desde entonces á que fuese nuestro aquel territorio, levantó un fuerte en los confines del Milanés y de la Valtelina, al que llamó de su nombre, fuerte de Fuentes, y comenzó á ganarse los ánimos de los naturales. No tardó en apoderarse del Marquesado de Final, poseído por Alejandro Caretto, anciano octogenario que no dejaba sucesión. Á la verdad, sobre estos Estados podía alegar ciertos derechos España; mas su conveniencia y su fuerza fueron los verdaderos títulos en que se fundó la conquista. El dominio de Final era también importante para la conservación del Estado de Milán, porque en su puerto podían desembarcar nuestras flotas y mantenerse, por él, á la par que por Mónaco, la comunicación con España. Poco después estallaron grandes diferencias entre el Pontífice Paulo V y la República Veneciana (1606), con motivo de haber sometido aquélla á los tribunales civiles las causas de varios eclesiásticos. Y llegando el asunto á trance de guerra, tomó nuestra corte la defensa del Papa: previno el de Fuentes un ejército, y los venecianos no osaron medirse con él y se avinieron con la corte de Roma. Ningún suceso fué tan agradable como éste á los ojos del rey Felipe y aun á los del vulgo, porque él hacía representar á la España el papel de cabeza y amparo del catolicismo que tanto ambicionaba. Y, sin embargo, dióse con él un ejemplo funesto, por dicha no repetido más tarde, que fué sostener con las armas las pretensiones, no ya dogmáticas, sino disciplinales de la corte de Roma, contribuyendo á que la potestad temporal en una nación independiente quedase vencida por la potestad espiritual, y no en discursos ni negociaciones, sino por medio de las armas: hecho harto más católico que prudente ni político, á no ser que fuera el propósito del hábil conde de Fuentes y del de Lerma, humillar á los venecianos nuestros naturales enemigos.

      Mas el punto adonde mayormente inclinaba su atención la corte eran las provincias de Flandes. Porque no obstante que el rey D. Felipe II había cedido el dominio de aquellos Estados, de suerte que ya no componían parte de la Monarquía, continuaba la guerra con la propia obstinación que antes, mantenida de un lado por las provincias unidas con el nombre ya de República de Holanda, y de otro por las armas españolas que ocupaban aún las plazas y lugares en defensa y protección de los derechos de la infanta Isabel Clara y del archiduque Alberto. Malográronse con esto muchas de las esperanzas que había dejado nacer la cesión de aquellos Estados, pues no parecía razón que por cosa que no la pertenecía mantuviese la nación tan costosa guerra. Pero de una parte los holandeses se mostraban tan soberbios y tan poco inclinados á la paz, que parecía afrenta el dejar la guerra; de otra parte la manera con que se había pactado la cesión, constituyéndonos en protectores de la nueva soberanía y haciendo á esta feudataria de nuestra corona, nos obligaba á su defensa; y, por último, y más que todo, el rey Felipe III, lleno de religioso celo, y su ministro, arrastrado por temerarias miras de engrandecimiento, ni querían ajustar paces con tan aborrecidos herejes, ni renunciaban aún á avasallarlos, ni se prestaban de buena voluntad á abandonar del todo aquellas provincias, contando con que si no tenían sucesión los príncipes habían de volver á sus manos. Error este notable, porque lo que se propuso sin duda Felipe II, y lo que convenía á la nación, era apartarse de guerra tan inútil y costosa con algún honroso motivo, y no podía haberlo mayor que aquel para lograr, tarde ó temprano el intento. СКАЧАТЬ



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Bentivoglio, Memorias.