Название: Historia de la decadencia de España
Автор: Cánovas del Castillo Antonio
Издательство: Public Domain
Жанр: Зарубежная классика
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El comercio era ya tan pobre, que apenas se halla en los siglos medios el nombre de una plaza española que se contase entre las concurridas y ricas del mundo. La exportación se reducía á algunas primeras materias, y la importación no era bastante para satisfacer las necesidades del país. Y siendo el mayor beneficio que nos brindase la América éste del comercio, tampoco supimos aprovecharlo; planteóse un sistema inmenso de monopolio que á un tiempo ataba los brazos de Europa y de América, dañando tanto á la una como á la otra, sin favorecer á nadie en suma: que es lo que suele suceder con tal género de errores. Á Carlos V se atribuye, si no la invención, la ejecución de tal sistema, que fué y ha sido después no sólo español, sino europeo; pero como nacido aquí, fué aquí, sin duda, donde mayores males produjo. Todo se volvió prohibiciones, todo trabas y dificultades al tráfico. El fisco tomó oficiosamente á su cuidado la riqueza pública, y como sucederá siempre que tal cosa se intente, en lugar de favorecerla, la ahogó en su cuna. Entre otras cosas, se prohibió el hacer el comercio de América á los extranjeros, y sólo pudo suceder que ni ellos ni nosotros lo hiciésemos, que no establecer un privilegio en provecho nuestro como se pretendía.
Al compás que el sistema prohibitivo de Carlos V echaba las hondas raíces en que le vemos sostenerse todavía, brotaban preocupaciones particulares no menos funestas que aquella otra gran preocupación económica. Húbolas en todas partes; pero causas diversas, religiosas y políticas, hicieron que ellas se afirmaran y duraran más que en alguna otra en España. De ellas fué la amortización eclesiástica, tan combatida por algunos fueros y leyes españolas de la Edad Media, tan favorecida después por la devoción exagerada de los vasallos, la tolerancia de los reyes y la codicia de los clérigos, y ahora más que nunca acrecentada. No nos detendremos á examinar y encarecer los males de este género de amortización; sabidos de todo el mundo, estudiados hasta la saciedad, probados en la experiencia dolorosa de tantos años, no hay ya lugar á disputas ni serias controversias sobre este punto. Será verdad que la acumulación de capitales en manos de comerciantes, industriales ó agricultores proporcione ventajas á las grandes empresas y acreciente la producción en ocasiones; mas no lo es de seguro que tal acumulación pueda haberla sin notorio perjuicio en manos de eclesiásticos. Lo mismo podemos decir de los pequeños mayorazgos y vínculos con que la gente común, émula en esto de los grandes, lo mismo que ellos habían sido émulos de los reyes, ató la propiedad á los posesores y la apartó del tráfico y negociaciones fructuosas, reduciéndola verdaderamente á la condición de muerta, como decía su nombre. De tales preocupaciones fué también, y acaso la más funesta, el juzgar impropios de la nobleza y la hidalguía la profesión del comercio y de las artes útiles, lo cual amortizó por sí solo los inmensos capitales que poseían los grandes é hidalgos y otros muchos de personas ricas que, vendiéndose los títulos á dinero, preferían comprarlos con él á emplearlos en cosa que les deshonraba. Llegóse á tener por más digno el servir á las personas de calidad que no el vivir con el trabajo propio en libertad y holgura. Errores y preocupaciones todas que desde Carlos V han venido perpetuándose con diversas formas hasta nuestros días.
Felipe II, lejos de retroceder en la obra de su padre, la llevó adelante con su ordinaria tenacidad y empeño; unió el monopolio comercial á la intolerancia política y religiosa: así fué la represión completa. Prohibió la entrada de mercancías extranjeras, como si ya hubiera sido posible estar sin ellas, y la salida del oro, como si pudiera entretenerse á sus solas en nuestros mercados sin empleo alguno. Y es que Felipe II, lo mismo que Carlos V, desconocieron los altos principios que después ha desenvuelto la ciencia económica, y quiso la suerte que ni siquiera por azar diesen con ellos, como aconteció en otras partes. Porque á tientas fué; pero ello es que la paciente república de Holanda, y la Inglaterra primero y luego la Francia dieron con ciertas verdades, á las cuales debieron muchas ventajas. Como ejercitaban ya mucho la industria; como no tenían por qué temer la competencia, sino más bien por qué buscarla; como carecían de otro medio de proporcionarse el oro que no fuese el cultivo de las artes mecánicas y el tráfico, á pesar de los nuevos errores económicos y de las nuevas preocupaciones, no dejaron de labrarse una prosperidad duradera, mientras que los españoles, sin grande interés en la industria, sin medios de sostener por lo pronto competencia alguna en los mercados, con oro en abundancia y esperanza de tenerlo siempre y de tener más cada día, dejaban tal camino casi completamente abandonado.
Y juntando con esto el atraso antiguo de la Agricultura, producido por la guerra de ocho siglos, la falta de brazos que comenzaba á sentirse por la expulsión de los judíos, las emigraciones voluntarias de los moros, los destierros forzosos de muchos, las persecuciones del Santo Oficio, la amortización civil y eclesiástica y el sinnúmero de soldados que exigieron las dilatadas y sangrientas campañas del siglo xvi, compréndese finalmente cuán pobres y tristes debían ser á últimos de él aquellas provincias que estaban á la cabeza de tantos países y hacían de centro, de alma, de señor de todos ellos. Hasta nuestros días no ha sido puesta en su punto de verdad esta situación, obscurecida primero por los cantos hiperbólicos de los poetas árabes, y después por el pomposo patriotismo de los escritores castellanos. Aquéllos, comparando nuestra tierra con el África, de donde solían venir, no podían menos de hallarla muy bien cultivada y con grandes artes y comercio; y éstos, que por lo común no habían salido de nuestra tierra, tampoco podían hallar en otra ventaja alguna. Los extranjeros solían juzgarnos mejor en esta parte; y los pocos que visitaron nuestro país durante el siglo xvi, están conformes en que las Artes y la Agricultura y el interior del país presentaban entonces el aspecto miserable que han presentado hasta nuestros días.
Así la hacienda no pudo andar mejor en el siglo xvi de lo que anduvo en los siglos medios; y acrecentándose cada vez más los empeños del Estado, se ocasionaron no pocas cuitas. Los Reyes Católicos, no obstante que incorporaron á la corona los maestrazgos, y que rescindieron muchas de las donaciones de sus antecesores, y rescataron no poca hacienda usurpada en otros reinados, murieron, primero el uno, el otro luego, sin ver igualados los gastos con los ingresos. No osaron ellos acudir al único remedio que pudiera traer provecho al Tesoro, y era obligar á contribuir á la nobleza y al clero en igual proporción que á los pecheros para los gastos del Estado. Mal era que, como la amortización crecía de hora en hora, iba también de hora en hora aumentándose. Carlos V osó llegar á él, pero no con la decisión y firmeza que convenía; de modo que apenas pasó de intento. En tiempo de este Monarca comenzó á dar al Tesoro algún rendimiento el quinto impuesto sobre el producto de las minas de América; ni tan grandes como se supuso, ni tampoco bastantes para atender á los gastos de aquel belicoso reinado. Hay datos para creer que en 1526 no montaron más estos rendimientos que unos cien mil ducados. Fué preciso, pues, que Carlos V impusiese grandes tributos á sus Estados, señaladamente á los de Flandes, que por su industria y prosperidad estaban más para conllevarlos que los otros; causa de quejas y reclamaciones por parte de los flamencos, que no poco influyeron en los posteriores sucesos. Y vióse aquel Príncipe tan estrecho en ocasiones, que llegó á contraer empréstitos muy crecidos y hasta fabricar copia de moneda de mala ley en escudos castellanos, según afirman graves autoridades.
Por lo mismo, al subir al trono Felipe II estaban las cosas de modo, que su favorito Ruy Gómez de Silva hubo de decir á cierto enviado de nación amiga, que hallaba el reino sensa prattica, sensa soldati, sensa dennari, palabras que han conservado ciertas memorias contemporáneas. Los usureros se llevaban ya buena parte de las rentas públicas. Todo lo que hubieran costado de más la conquista de Granada, y la de Napóles, y la de Navarra, y las guerras de África y de Alemania, se reunía á la sazón en un capital inmenso que el Estado debía y que tiraba crecidísimos intereses. Cierto embajador veneciano calculaba entonces esta deuda en veinticinco millones de ducados. Aconsejáronle al rey Felipe la bancarrota; aconsejáronle СКАЧАТЬ