Historia de la decadencia de España. Cánovas del Castillo Antonio
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СКАЧАТЬ cuanto se quiera aquel fanatismo religioso por el cual hubo España, y sin el cual no la habría; cúlpese el fanatismo que guió á los guerreros cristianos desde la cueva de Covadonga y el monte Pano hasta las puertas de la Alhambra; cúlpese á nuestra nación por lo que era, por lo que debía ser, por lo que el tiempo y los sucesos mandaban que fuese.

      Bien sabemos que en pocas naciones se había hablado y escrito con tanta libertad y dureza sobre los desórdenes de la Iglesia como en España en el siglo xvi. Famosas son, entre otras, las obras del arcipreste de Hita, de Juan de Padilla y de Bartolomé de Torres Naharro, á quienes no empescieron los hábitos sacerdotales para fulminar tremendos cargos contra los clérigos y contra la misma corte de Roma. Mas nunca estas censuras llegaron á lo sagrado del dogma y de la creencia, y en el reinado de los Reyes Católicos y de sus sucesores, bien pudo decirse que era España la nación donde más sólidos fundamentos tuviesen las prácticas y las doctrinas de la Iglesia. Ni faltaron quejas y clamores contra la Inquisición y aun contra las guerras religiosas; pero tales protestas fueron á perderse en la opinión nacional severa y compacta, que se alimentaba con recuerdos de victorias y venganzas contra los infieles, y con propósitos y esperanzas de alcanzarlas nuevas. Harto se dió á conocer esta saña contra los judíos que, ricos y opulentos, vivían de muchos siglos antes confundidos con los cristianos, desempeñando importantes empleos en los palacios de los reyes, y ejercitando el comercio con tanta fortuna, que eran, como en casi todas las naciones de aquella época, los que poseían las principales riquezas. El odio contra la nación que había llevado al suplicio al Redentor del mundo, fué profundo y general en el pueblo desde los principios de la Monarquía, y la historia de los siglos medios muestra que eran tan perseguidos y maltratados por el vulgo como los mismos musulmanes. En el fuero de los muzárabes que dió el conquistador á los de Toledo, tratando de las multas que habían de pagar los ladrones y homicidas, se exceptúan en ellas los que no hubiesen cometido sino «furto ó muerte de judío ó moro». Y el fuero de Sepúlveda, uno de los más humanos, tasa en sólo cien maravedís el homicidio de judío. Pocos años después las calles de Toledo se ensangrentaron con la muerte de centenares de aquellos infelices, que el populacho desenfrenado inmoló sin motivo alguno, y desde entonces hasta su expulsión apenas pudo la autoridad de los monarcas refrenar los crueles intentos de sus vasallos contra la raza aborrecida. Ni era en ellos el odio de sólo el vulgo; pues los grandes de Castilla, puestos en armas en 1460 contra Enrique IV, propusieron como una de las condiciones para dejarlas el «que echase de su servicio y estados á los judíos». Otro tanto que en Castilla acontecía en Aragón y en los demás reinos de España, y los Reyes Católicos, no bien tomada Granada, acabaron con el poder de los musulmanes, dieron allí mismo un edicto expulsándolos del reino, cumpliendo evidentemente con el deseo de los grandes y de los pueblos, pero dando fatal precedente á la expulsión que más tarde se verificó en los moriscos. No muchos años después de aquel decreto terrible nació la reforma, y las doctrinas de Lutero y de Calvino, contrarias á las antiguas prácticas de la Iglesia, no pudieron menos de ser tan aborrecidas y menospreciadas en España como el islamismo y el judaísmo. Hubo no pocos hombres de mérito, así eclesiásticos como seculares, que se inficionaron con las doctrinas de la herejía, tales como el doctor Egidio y el doctor Constantino, el famoso Agustín de Cazalla y Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, y otros que han dejado muchas obras esparcidas por países extraños y no poca memoria de sus desdichas. Pero hombres tan grandes y más nos habían dado los judíos, y no por eso se excusó su persecución ni pudo decirse que la nación transigiese con ellos. Verdad es que se llegó á temer tanto de los muy doctos, que solía decirse en España por encarecer á alguno: «está en peligro de ser luterano». Mas no es menos cierto, sin duda, que el mayor número de los sabios y doctores, y sobre todo la gente común, apegada como siempre á las antiguas cosas, siguieron ciegamente la doctrina católica. Cobró entonces más fuerza que nunca la preocupación antigua de limpieza de sangre, ó sea la pretensión, general en las familias españolas, de probar que ninguna de ellas se había mezclado por matrimonio ó de otra manera con gente infiel y herética. No se tardó en llamar cara de hereje al feo y desalmado; hereje, al mal intencionado y cruel; hereje, en fin, á todo el que merecía por cualquier modo aborrecimiento ó menosprecio. Y las demostraciones particulares correspondían muy bien, en tanto, á aquellas otras de la opinión común ó nacional. Un doctor llamado Alonso Díaz vino desde Roma á Ratisbona, donde se hallaba cierto hermano suyo, celosísimo partidario de Lutero, pretendiendo apartarle de la predicación de tales doctrinas, y no pudiendo conseguirlo de otra suerte, le mató con sus manos. Y más adelante hubo un caballero en Valladolid que obtuvo por merced del Santo Oficio que le dejasen cortar la leña y prender fuego en la hoguera donde habían de arder dos hijas suyas, doncellas ambas y hermosas, condenadas por heréticas. Tales sucesos traen al ánimo la exacta idea de lo que se pensaba en España de los reformadores.

      Y al llegar á este punto conviene que hagamos resaltar cierta circunstancia tan notable como poco observada; y es que la ciencia española de aquella época, lejos de defender la libertad del entendimiento y de protestar contra la intolerancia y la exageración del principio religioso, las ayudó en su obra. Es la filosofía madre y generadora de toda la ciencia, y á cultivarla con mucha aplicación y esmero se consagraron los españoles desde muy temprano. Pedro, el español, fué el asombro de Italia á mediados del siglo xiii, y mereció ser cantado del Dante. Raimundo Lull ó Lullio llenó con su nombre los primeros años del siglo xiv, y dejó escritas una multitud de obras de todo género, que fueron y son todavía estimadísimas de los sabios. Matemático profundo, propendía al empirismo y á la observación y experiencia, dejando sometido á reglas casi geométricas y mecánicas el arte de pensar; y si las ciencias siguieran el camino que él las trazó en sus obras, fueran harto mayores y más rápidos sus primeros pasos. Pero su doctrina se perdió en el caos de doctrinas dogmáticas que ocupaban las escasas escuelas de entonces. Juan Luis Vives vino después de Lullio á sostener ya la necesidad del método empírico, y uno y otro antes que el inglés Bacon conocieron la imperfección de la filosofía escolástica, y trataron de remediarla mejorando los estudios. Mas no era tiempo aún de lograr semejante fruto. En vano Vives, en el tratado De corruptione artium et scientiarum y en el De tradendis disciplinis esforzó sus argumentos para convencer á los sabios de su tiempo de los errores de la dialéctica. En vano quiso sustituir á ella su método de pensar, vicioso al cabo, pero más á propósito para ir desenvolviendo las ciencias y la razón en su cuna. No alcanzó otra cosa sino la gloria, mucho tiempo desconocida, de haber mostrado antes que algún otro á la Europa el camino que vino á seguirse en adelante. Por lo pronto, el escolasticismo y aristotelismo continuaron reinando en las escuelas, y, sobre todo, en las de España produjeron copiosos frutos. Durante el siglo xvi florecieron entre estos escolásticos Francisco Vitoria, catedrático de Salamanca, que escribió un tratado sobre la potestad eclesiástica y otro sobre la potestad civil, de donde Grocio tomó no pocas de sus doctrinas; Domingo Yáñez, catedrático también de aquella Universidad sapientísima, y el famoso Domingo de Soto, autor del tratado De justitia et jure, aún hoy tenido en mucho por los jurisconsultos, y de otros varios libros sobremanera apreciados por sus contemporáneos dentro y fuera del reino. De los aristotélicos fué el más grande Juan Ginés de Sepúlveda, traductor y anotador de las obras del maestro, hombre de inflexible lógica y de vasta erudición y doctrina. Negar el talento y la ciencia en tales escritores sería injusticia ó locura, y la historia de la civilización humana habrá de reparar al cabo el olvido en que les tiene, señalándoles alto puesto á todos ellos. Pero la índole particular de una y otra filosofía produjo las extrañas resultas que arriba indicamos.

      Perdidos los escolásticos en el laberinto sin salida de su dialéctica, y aplicándola á asuntos de suyo tan sutiles como los teológicos, llegaron á formar una logomaquia perpetua en las escuelas, impidiendo que dedicasen sus esfuerzos al estudio de las grandes verdades morales y políticas. Achaque fué éste, que sintieron todas las escuelas del mundo por aquel tiempo; pero como en ninguna de ellas hallase el escolasticismo tanto cultivo y entusiasmo como en España, ni en otra alguna parte se viese tan protegido y apoyado por el clero, aconteció que aquí primero, allá después, se fueran disipando sus tinieblas, y entre nosotros se hiciesen cada vez más densas é impenetrables. No era más favorable la filosofía griega que lo fuera de por sí el escolasticismo СКАЧАТЬ