Liette. Dourliac Arthur
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Название: Liette

Автор: Dourliac Arthur

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ a mi oído una bala, un segundo rugido desgarró el silencio del crepúsculo y el terrible animal, dando un salto enorme, cayó muerto a mis pies… Mi salvador era un joven oficial de cazadores, casado con una preciosa criolla y padre de una deliciosa niña, que podría ser bien la persona en cuestión, si es la misma familia…

      – Las apariencias coinciden maravillosamente; la madre de la empleada de Correos ha nacido, en efecto, en la Martinica y su difunto padre sirvió en África.

      – Mejor. Por muy cortas que fueran nuestras relaciones, conservo de ellas un encantador recuerdo y me alegraría mucho de poder ser útil a la hija.

      – No hay que apresurarse, Héctor, te lo ruego – observó la castellana.

      Su hermano hizo un gesto de mal humor y, recostándose en su butaca, se abandonó al penetrante encanto de los recuerdos de la juventud, más dulces cuanto más se aleja uno de ellos, mientras la de Candore, entregada a sus averiguaciones, hacía sufrir al cura y al notario un verdadero interrogatorio del que Raúl no perdía palabra sin dejar de hacer rabiar a su hermana.

      El resultado de su diplomacia fue que la semana siguiente Julieta Raynal daba su primera lección en Candore ante la mirada severa de la condesa, benévola de Neris e indiferente, al menos en apariencia, del joven conde.

      Julieta iba ya todos los días al castillo, donde todo el mundo le hacía la más simpática acogida.

      Blanca estaba encantada de su institutriz. En lugar de la cortedad y de la violencia involuntaria que se traslucían a pesar suyo en las maneras de miss Dodson, encontraba en Julieta una gracia perfecta, un benévolo abandono, y se unía estrechamente a ella con todas las fuerzas afectivas de un corazón de dieciséis años ávido de darse.

      La joven huérfana, por su parte, experimentaba una infinita dulzura en aquella cándida confianza de la bonita niña que iba ingenuamente a ella como a una hermana mayor.

      Delicada y débil, verdadera sensitiva bajo su exuberante alegría, la muchacha tenía una ardiente necesidad de afecto, una especie de ternura inquieta y enfermiza que hubiera querido satisfacer en el seno materno.

      La de Candore no era su madre, y por mucha que fuese su buena voluntad, su naturaleza seca y altanera era incapaz de comprender esas aspiraciones y esos ímpetus del alma. Su solicitud se limitaba al ser físico y descuidaba el ser moral.

      Y la niña, en su necesidad de ternura, se refugió en seguida en los brazos amigos de Julieta.

      La condesa se dignaba aprobar esa amistad. Muy pronto tranquilizada por la reserva llena de dignidad de la empleada de Correos, había prescindido de todo temor quimérico, juzgando que las menores intentonas galantes serían rechazadas con pérdidas.

      Por lo demás, Neris no manifestaba a la joven más que un interés paternal, justificado por el recuerdo de sus relaciones con el comandante.

      Julieta no había encontrado todavía a Raúl en el castillo.

      Por otra parte, por muy galante que le supusiera la de Candore, temía mucho más a los encantos reales de la joven inglesa que a la belleza discutible de su reemplazante.

      Julieta, en efecto, no era lo que se llama bonita, a pesar de su perfil de camafeo, su tez mate y sus grandes ojos negros. Las luchas que había tenido que sostener, y el cuidado de su responsabilidad, habían comunicado a sus facciones una gravedad precoz, la expresión viril de la dulce firmeza que le venía de su padre y que él animaba en otro tiempo, cuando era pequeña, repitiéndole entre dos besos.

      – Liette no tiene miedo; Liette es valiente.

      Lo era, en efecto, con toda la fuerza del término, y, como un soldado que sube valientemente al asalto, iba derecha a su objeto, sin mirar a derecha ni a izquierda, con la vista fija en esta querida divisa para todo el que tiene el culto del honor.

      «¡Haz lo que debes!»

      La de Candore, seducida por aquel carácter, que no era para desagradarla, la había proclamado una persona perfecta, no completamente linda, pero completamente distinguida.

      En efecto, la distinción era su marca soberana; al más modesto empleo, a la más humilde función llevaba ese aplomo superior de los que tienen conciencia de no rebajarse nunca.

      Esa actitud le había hecho algún daño con los buenos habitantes del pueblo, acostumbrados al modo de ser de la antigua empleada, cuya oficina era el punto de cita de todas las comadres y la caja de Pandora de donde se escapaban todas las maledicencias que florecían igualmente en el pueblo y en el campo.

      La Beaudoin, al retirarse después de treinta años de servicios, se había jactado de continuar gobernando los «Correos y Telégrafos» bajo su sucesora, «una persona tan joven y tan inexperimentada a la que sería caritativo guiar y aconsejar.»

      Pero, aunque con perfecta cortesía, Julieta había respondido de tal modo a sus reiterados ofrecimientos, que la solterona, desengañada, se había eclipsado prudentemente llevándose en su retirada a las concurrentes habituales de la oficina, a quienes la nueva empleada desconcertaba por su clara mirada y por la exquisita política de su: «¿Qué desea usted, señora?»

      – Tiene cara de ser orgullosa, decían.

      No era orgullo, sino indiferencia.

      Aquella hija de soldado, tan duramente herida por la suerte y que se sometía sin quejarse a las más rudas tareas, conservaba alto el corazón y alta la frente, por simple atavismo.

      Su alma noble y su espíritu elevado se cernían por encima de las miserias de su condición material; pero si empleaba una gracia sonriente en su ruda labor, una vez acabada su tarea huía de las mezquindades de lo vulgar para empaparse en las fuentes eternas del Ideal, de la Poesía y del Arte.

      Tenía una biblioteca pequeña, pero escogida; era excelente profesora de música, pintaba con gusto y su alma entusiasta se regocijaba con los admirables paisajes que la rodeaban.

      Su mejor recreo era ir con su madre a sentarse en el campo y tomar croquis de los sitios pintorescos o bien abismarse en algún ensueño de Lamartine o de Hugo mientras que la indolente criolla dormitaba mecida por la armonía de los versos y acariciada por el ardiente beso del sol que le recordaba su país.

      A veces Liette se detenía pensativa al ver dos novios que se dirigían lentamente al pueblo o algún robusto labrador que hacía saltar alegremente en sus brazos algún mofletudo muchacho.

      Una vaga melancolía nublaba un instante la pura radiación de sus grandes ojos… A los veinte años estaba acabada su juventud y, solterona antes de tiempo, seguiría estando sola, sin apoyarse jamás en el brazo de un esposo, sin inclinarse nunca hacia la dulce carita de un niño, sin otra criatura a quien proteger que aquella madre infantil de la que hubiera podido decir con un escritor célebre:

      «Mi madre es una niña que yo tuve cuando era pequeña.»

      Su vida se deslizaría en la monotonía del trabajo diario y del negro cuidado de la existencia, más negro todavía cuando estuviese sola. Y, en un impulso de ternura inquieta, que asustaba a la descuidada criolla, la besaba locamente repitiendo:

      – ¡Oh! querida mía, no me dejes, no me dejes jamás…

      – Pero si no tengo semejante intención, hija mía – respondía la buena señora despertándose un instante de su sopor; – ciertamente este país no me gusta gran cosa; es frío y feo; pero una madre СКАЧАТЬ