Liette. Dourliac Arthur
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Название: Liette

Автор: Dourliac Arthur

Издательство: Public Domain

Жанр: Зарубежная классика

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СКАЧАТЬ revolviendo los armarios, vaciando los baúles, registrando los paquetes, lamentándose por la pérdida presumida de algún chisme heteróclito, más sentido cuanto menos valía; mientras aturdía a la zafia criada que abría unos ojos y unas orejas tamaños ante aquel desembalaje de objetos desconocidos y de nombres raros, como samowar, checchia, etcétera. Mientras ella gemía por la estrechez de la casa, por la orientación defectuosa de las habitaciones, todas al Norte, y la fealdad de los papeles chillones, Julieta estaba en su oficina oyendo en silencio las explicaciones de la empleada saliente, la señorita Beaudoin, solterona impenitente que se había puesto amablemente a su disposición, pero que no limitaba desgraciadamente sus buenos oficios a lo referente a los «Correos y Telégrafos» y añadía un curso variado de economía doméstica, de conveniencias mundanas y de moral de las familias, mas un compendio histórico y biográfico de Candore y sus habitantes, sin olvidar la presentación obligatoria de todos los que asomaban la nariz por la ventanilla, y Dios sabe qué desfile era aquél…

      Nunca había reinado en el pueblo semejante fiebre epistolar, a juzgar por el número de contribuyentes que iban a pedir sellos y tarjetas postales.

      – Sabe usted, hija mía, la vida es aquí muy barata – decía con volubilidad la buena solterona; – la manteca a una peseta la libra… ¿Las hojas de sellos? Aquí, en este cajón… Se hace una visita a las personas notables, el alcalde, el cura, el notario… ¿Los libros de libranzas? Aquí, en este cajón de la derecha… No le servirán a usted de mucho, como no sea el notario; los campesinos no confían casi sus escudos al Correo; de vez en cuando unas pesetillas al muchacho que está en el ejército… Tendrá usted su silla en la iglesia; es más barato y está mejor visto… El cura es un buen hombre… Los del país no son devotos, pero tampoco contrarios; no la miran a una mal porque vaya a misa… La vecindad con el notario y con los gendarmes tiene algún inconveniente para una joven, pero no olvidando lo que una debe a su sexo, los demás no tienen tampoco ganas de olvidarlo… Candore es más importante que el pueblo cabeza de partido, y tenemos un hospital, donación del difunto conde, un verdadero pródigo, que devoraba el dote de su mujer, pero buen sujeto… El hijo es más orgulloso, que se parece a su madre en lo tieso, aunque la buena señora no se llame más que Neris… Su padre era tratante en lanas, y su hermano podría bien hacerle bajar los humos, pues son sus escudos los que danzan en el castillo… Buena persona también el señor Héctor, pero le aconsejo a usted que le tenga a distancia, pues es muy comprometedor para las jóvenes… ¡Hablo por experiencia!.. (La experiencia debía de remontar muy lejos).

      Liette escuchaba con paciencia esta charla, solamente interrumpida por alguna breve pregunta o por la voz gangosa de alguna comadre que metía el hocico por la ventanilla como si fuera a arrancársele.

      – Buenos días, señorita Beaudoin… Dispénseme usted si la molesto, pero necesito un sello de dos sueldos.

      ¡Qué suma de curiosidad en ese sacrificio de diez céntimos arrancados a la rapacidad campesina!

      Liette, sin parecer echarlo de ver, hacía silenciosamente su oficio, mientras la exempleada le susurraba al oído:

      – La tendera de la esquina, una mujer muy lista.

      Y otras veces:

      – La mujer del carretero, una verdadera chismosa.

      – La granjera del Quejigal, una ricacha, pero más mala que un dolor…

      La huérfana sentía pesar sobre ella todas aquellas miradas inquisitoriales que investigaban su sencillo traje, inventariaban su pobre mueblaje y observaban sus menores gestos con la astuta malevolencia de los rurales para con «los de la ciudad».

      Y los pasantes del notario, desde el «principal» hinchado de importancia, hasta los escribientillos maliciosos y granujas, la miraban descaradamente.

      ¿Y la charla desconfiada de los paletos, a cuyos dedos ganchudos costaba tanto trabajo soltar las libranzas y contaban y recontaban las monedas de plata alineadas delante de ellos?

      ¿Y las conversaciones de las criadas que respondían a las jeremiadas de la viuda del otro lado de la valla?

      Todo esto producía a la joven empleada una sensación de malestar y de repugnancia.

      Ella, cuya aurora se había levantado bajo el radiante sol de África, al toque de las cornetas y entre el brillo de los uniformes; que había crecido en una atmósfera de gloria y heroísmo, oyendo el relato de luchas caballerescas y de combates fabulosos, como Sidi-Brahim y Mazagran, ¡qué obscuro, mezquino y vulgar le parecía el presente!

      A pesar de su ánimo, experimentaba una especie de cansancio y de abatimiento.

      Después del gran gasto de energía de los últimos años, la fuerza nerviosa que la había sostenido hasta entonces la abandonaba al llegar al puerto.

      La inagotable verbosidad de la exempleada, las quejas lamentables de su madre, el repique continuo de la campanilla incesantemente agitada, las caras desagradables, hipócritas o malhumoradas, que se sucedían sin interrupción en la ventanilla, esos mil pequeños detalles irritantes por su vulgaridad misma, enervaban su alma, tan fuertemente templada sin embargo, y bajo la calma aparente de sus maneras y la sonrisa forzada de su cara, gruñía una sorda rebelión, una angustia conmovedora como la llamada del desgraciado que se ahoga.

      De repente se abrió la puerta de la oficina, empujada por una fuerte mano.

      Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero del pueblo, un veterano de bigote gris y cuya blusa azul estaba estrellada por la cruz de honor.

      – El tío Marcial, un soldadote nada cómodo – murmuró la antigua empleada.

      Pero Liette no la oyó.

      Como un rápido relámpago que desgarra la noche sombría, como un rayo de sol que hubiese disipado la niebla que se amontonaba en torno de su mente, aquella repentina aparición, que evocaba la gloria del pasado, dio valor a la hija del soldado para la lucha, para el trabajo y para el deber.

      Y cuando el buen hombre vació delante de ella su saco de telegramas, le echó una mirada de agradecimiento y le dijo:

      – ¡Gracias!

      En seguida se puso valientemente a la tarea.

      Fiel a las tradiciones de las nobles castellanas, cuyos usos y costumbres hubiera hecho revivir de buena gana, la de Candore recibía todos los domingos al cura y al notario, comensales obligados del castillo.

      El primero, a quien ella trataba con toda la deferencia respetuosa debida a los más simples curas en las casas de los más orgullosos representantes de la aristocracia, era un hombre gordo, borroso y linfático, sin vigor físico ni moral, cuidadoso ante todo de su reposo, que trataba de vivir bien entre el antiguo y el nuevo señor, es decir, entre el castellano y el alcalde de Candore, y que a fuerza de repetir «Bienaventurados los mansos», no veía otra cosa en el Evangelio.

      Por el contrario, el segundo, al que la condesa llamaba siempre «mi querido tabelión» con cierto aire de protección, olvidando que el abuelo Neris había sido jardinero en casa del abuelo Hardoin, era, a pesar de sus patillas grises, un cincuentón tan verde de espíritu como de cuerpo y cuyas respuestas, de una bondad maliciosa, hacían a veces rechinar los dientes como una manzana agria. Rara vez, y por mil razones, estaban los dos de acuerdo, y la diversión favorita de Raúl era hacerlos regañar sobre un asunto cualquiera y ver la cara asustada del cura ante las réplicas agridulces del notario.

      Aquella noche, mientras tomaban café en el terrado adornado de naranjos y adelfas y Blanca descifraba en el piano un СКАЧАТЬ