El bosque. Харлан Кобен
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Название: El bosque

Автор: Харлан Кобен

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788490067819

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СКАЧАТЬ nos vamos —dije en mi tono de voz firme.

      Su expresión era obstinada y me preparé para la confrontación, pero afortunadamente los dioses intercedieron. La batería del Jeep de Barbie se acabó del todo. El Jeep rosa se paró. Cara intentó impulsar con el cuerpo el vehículo un metro más, pero Barbie no se movió. Cara suspiró, bajó del Jeep, y se fue hacia el coche.

      —Despídete de la tía Greta y de tu prima.

      Lo hizo con una voz tan malhumorada que habría sido la envidia de cualquier adolescente.

      Cuando llegamos a casa, Cara encendió la tele sin pedir permiso y se puso a mirar un episodio de Bob esponja. Me da la sensación de que lo ponen a todas horas. Me pregunto si habrá un canal de Bob esponja. Encima parece que sólo existan tres episodios diferentes de la serie. Pero eso no parece desanimar a los niños.

      Iba a decir algo, pero lo dejé pasar. En ese momento sólo quería que estuviera distraída. Todavía estaba intentando aclarar el caso de violación de Chamique Johnson y ahora tenía la repentina aparición y asesinato de Gil Pérez. Confieso que mi gran caso, el más importante de mi carrera, estaba sacando la pajita más corta.

      Empecé a preparar la cena. Casi todas las noches cenábamos fuera o encargábamos la comida. Tengo una niñera-ama de llaves, pero era su día libre.

      —¿Te apetecen perritos calientes?

      —Me da igual.

      Sonó el teléfono y lo cogí.

      —¿Señor Copeland? Soy el detective Tucker York.

      —Sí, detective, ¿qué se le ofrece?

      —Hemos localizado a los padres de Gil Pérez.

      Sentí que apretaba más fuerte el teléfono.

      —¿Han identificado el cuerpo?

      —Todavía no.

      —¿Qué les ha dicho?

      —Mire, sin ánimo de ofender, señor Copeland, pero esta no es la clase de cosa que se puede decir por teléfono, ¿no le parece? «Su hijo muerto puede haber estado vivo todo este tiempo, pero mire, acaban de asesinarle.»

      —Lo comprendo.

      —Así que hemos sido más bien vagos. Vamos a traerlos aquí para ver si pueden identificarle. Pero hay otra cosa, ¿hasta qué punto está seguro de que se trata de Gil Pérez?

      —Bastante seguro.

      —Comprenderá que esto no es suficiente.

      —Lo comprendo.

      —De todos modos es tarde. Mi compañero y yo hemos terminado el turno. Así que mañana enviaremos a alguien a recoger a los Pérez por la mañana.

      —¿Y esto qué es? ¿Una llamada informativa?

      —Algo parecido. Comprendo que tiene interés en el asunto. Tal vez usted también debería venir mañana, por si surgen nuevas preguntas.

      —¿Dónde?

      —En el depósito. ¿Necesita que le recojan?

      —No, iré por mi cuenta.

      5

      Unas horas después acosté a mi hija.

      Nunca he tenido problemas con Cara a la hora de acostarla. Tenemos una rutina estupenda. Le leo. No lo hago porque todas las revistas de padres lo recomienden. Lo hago porque le encanta. Nunca se duerme. Le leo cada noche y lo máximo que he conseguido es que se adormezca un momento. En cambio yo sí me duermo. Algunos de esos libros son espantosos. Me duermo en la cama de ella. Y ella me deja dormir.

      No podía estar a la altura de su deseo voraz de libros para leer y empecé a comprar audiolibros. Yo le leía y después ella podía escuchar una cara de una cinta, unos cuarenta y cinco minutos, antes de que fuera la hora de cerrar los ojos y dormir. Cara entiende esta norma y le gusta.

      Ahora mismo le estoy leyendo a Roald Dahl. Tiene los ojos muy abiertos. El año pasado, cuando la llevé a ver la producción teatral de El rey león, le compré un muñeco, Timon, excesivamente caro. Lo tiene cogido con su brazo derecho. Timon también es un ávido oyente.

      Acabé de leer y besé a Cara en la mejilla. Olía a champú de bebé.

      —Buenas noche, papá —dijo.

      —Buenas noches, bicho.

      Niños. Un momento son como Medea en plena ira, y al siguiente son como ángeles tocados por la gracia de Dios.

      Encendí el reproductor y apagué la luz. Bajé a mi despacho y encendí el ordenador. Tengo una conexión con mis archivos del trabajo. Abrí el caso de violación de Chamique Johnson y me puse a repasarlo.

      Cal y Jim.

      Mi víctima no era de las que despiertan la simpatía de un jurado. Chamique tenía dieciséis años y tenía un hijo sin padre. La habían arrestado dos veces por prostituirse, y una por posesión de marihuana. Trabajaba en fiestas como bailarina exótica, y sí, eso es un eufemismo de estríper. La gente se preguntaría qué había ido a hacer a aquella fiesta. Esa clase de cosas no me desaniman. Hacen que me esfuerce más. No porque me preocupe la corrección política, sino porque me importa —me importa mucho— la justicia. De haber sido Chamique una rubia vicepresidenta del consejo de estudiantes del idílico Livingston y los chicos negros, el caso estaría ganado.

      Chamique era una persona, un ser humano. No se merecía lo que Barry Marantz y Edward Jenrette le habían hecho.

      Y yo pensaba encerrarlos por ello.

      Volví al principio del caso y lo repasé de nuevo. La fraternidad era un lugar lujoso con columnas de mármol, letras griegas, la pintura fresca y alfombras. Revisé las facturas del teléfono. Había muchísimas, porque cada chico tenía su línea privada, por no hablar de móviles, mensajes de texto, correos electrónicos y BlackBerrys. Uno de los investigadores de Muse había rastreado todas las llamadas salientes de aquella noche. Había más de cien, pero no había sacado nada en limpio. El resto de las facturas eran corrientes: electricidad, agua, la cuenta de la tienda de bebidas, servicios de limpieza, televisión por cable, servicios de telefonía, alquiler de vídeos Netflix, entrega de pizzas vía Internet...

      Un momento.

      Pensé en eso. Pensé en la declaración de mi víctima... no necesitaba volver a leerla. Era repugnante, y bastante específica. Los dos chicos habían obligado a Chamique a hacer cosas, la habían puesto en diferentes posiciones, habían hablado todo el rato. Pero algo de aquello, la forma cómo se movían, la colocaban...

      Sonó mi teléfono. Era Loren Muse.

      —¿Buenas noticias? —pregunté.

      —Sólo si es cierta la expresión «No tener noticias son buenas noticias».

      —No СКАЧАТЬ