Название: Una Iglesia de mujeres y varones
Автор: Anne-Marie Pelletier
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Sofi´a
isbn: 9788428838108
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la Iglesia no tiene una teología de la mujer en cuanto tal. [...] Su doctrina, en lo que se refiere a la mujer, está contenida implícitamente en el dogma mariano, la teoría del matrimonio y de la virginidad religiosa, la espiritualidad, algunos textos de la Escritura y muchas alocuciones pontificias [...] Excluidas por completo del magisterio y casi otro tanto de las ciencias sagradas, las mujeres no han participado en absoluto en la elaboración del dato revelado ni han tenido una palabra que decir en ciertos puntos de moral que, sin embargo, les afectan directamente. Y los moralistas no han desconfiado jamás de sus prejuicios masculinos. Junto a la sublimación de la mujer, subsiste en la mentalidad católica una vieja desconfianza mal reabsorbida, recuerdo de ásperas luchas por la continencia perfecta 7.
De modo turbador, estas ideas siguen siendo absolutamente actuales cincuenta años más tarde, mientras que, al mismo tiempo, el mundo ambiente es presa de un ritmo de transformaciones aceleradas. ¿Hay que concluir que el discurso de estos decenios posconciliares no fue más que un tratamiento cosmético de un problema que solo la presión de evoluciones exteriores e irresistibles ha obligado a la Iglesia a hacerse cargo de él y sin que, en el fondo, la institución haya profundizado de verdad en su relación con las mujeres?
4. La trampa de los discursos aduladores
Así pues, ¿de dónde viene el hecho de que las mujeres no se reconozcan o lo hagan tan mal cuando el magisterio se expresa sobre ellas? En buena parte, la respuesta está probablemente en lo que la misma formulación sobreentiende santurronamente. Es decir, que se suponga que su requerimiento consiste simplemente en ser alabadas por voces masculinas que anteriormente las han ignorado. La verdad, evidente pero difícilmente accesible, es que se trata de algo del todo distinto. Se trata de existir como un «yo» propio y con voz propia, de hacer vibrar a la institución eclesial con aquello que viven y perciben del mundo, con las necesidades y los ritmos de la existencia que experimentan a través de su carne de mujeres, con lo que conocen de la experiencia de Dios en la andadura propia de su búsqueda espiritual y de su fidelidad. Un requerimiento que confluye con lo que escuchamos en las palabras del papa Francisco cuando invita a trabajar hoy en una teología «intrínsecamente femenina». No se trata de saturar con lo femenino la verdad teológica. Eso solo sería reproducir simétricamente, pero invertida, la tradición masculina anterior. Se trata de una necesidad distinta, la de acceder a una visión plenaria y, por tanto, de visión bifocal, de las cosas de la humanidad y de las cosas de Dios, lo que no es solamente de justicia, sino un requerimiento de principio desde el momento en que la reflexión glosa las Escrituras, que, desde su primera mención de la humanidad, califica a esta con su cualidad de imagen de Dios y con la articulación en ella de la diferencia de sexos.
Pero es precisamente a esto a lo que permanece ajeno el discurso, cuyo grandilocuente enfoque se recordaba hace un momento. Incluso animado por una preocupación declarada de estima, ese discurso permanece inoperante, incapaz de conectarse de modo concreto con las prácticas, y en especial de problematizar el ejercicio de las responsabilidades en la institución eclesial. No es posible aquí dejar de subrayar cuán sumida en la trampa está la lógica de la celebración, puesto que al final no es sino una nueva manera de inscribir a las mujeres fuera del campo en que se sitúan los varones. De un modo distinto a la denigración, pero con efectos comparables a los alejamientos y a las exclusiones de las unas y a la confirmación de la postura de dominación de los otros.
Hoy tenemos el medio de saber mejor –porque la realidad nos llega del exterior, como en un espejo– cuánto aislamiento, minusvaloración y encubrimiento de las mujeres puede conjugarse con discursos elocuentemente elogiosos. Sustraer a una mujer a la mirada del otro so pretexto de que ella sería un bien demasiado precioso como para existir públicamente, es una idea perversa, que recubre con un velo... de responsabilidad eso que las mujeres víctimas de este argumento deben denunciar como una enfermedad del psiquismo masculino en su relación con el cuerpo femenino 8. Por tanto, debemos tener el coraje de reconocer que ni siquiera los países de tradición cristiana están exentos de esta astucia del machismo. El énfasis queda al descubierto como el doble del desprecio. Así se comprende la protesta de la historiadora y teóloga italiana Lucetta Scaraffia en la temática del «talento femenino», una pieza maestra de la esencialización de la mujer y, en realidad, un «cumplido que sirve para no cambiar nada» 9. La otra trampa, a través de este elogio, consiste en convertir el altruismo y el olvido de sí a favor del otro –llamado la sustancia de este talento– en una especialidad femenina. De este modo se oblitera el hecho de que ese «a favor del otro» no hay por qué atribuírselo de entrada a las mujeres como su vocación. Ellas no ignoran nada de todo esto, como lo prueba la vida de las sociedades. Por el contrario, esa postura hay que enseñársela a todos como la verdadera vía de humanización, cuyo testimonio les corresponde especialmente a los cristianos, que la reciben como el principio de su vocación. Postura que concierne a todos y, por tanto, también a los varones, demasiado acostumbrados a hacer de la abnegación y la responsabilidad por el otro una tarea de las mujeres, reservándose para sí mismos los valorados y gratificantes papeles de mando.
En consecuencia, lo sublime debe ponernos en estado de alerta. Perjudica fácilmente la verdad. Humillación e idealización forman una magnífica pareja. Las mujeres no son ostentadoras de alguna excelencia que deba entrar en una problemática comparativa. La excelencia femenina, si es que se sigue afirmando, se entiende de modo absoluto, dejando su sitio a la otra excelencia, esa a la que lo masculino está convocado. Pretender que los varones deban todo a las mujeres, como puede leerse entre líneas en los pronunciamientos eclesiásticos, es una afirmación peligrosa. Al igual que los discursos que juegan con una jerarquía que presta a la mujer dones espirituales de los que carecería el varón. Tarde o temprano desembocan en el retorno de los estereotipos de la dominación masculina, que vuelven incluso reforzados cuando, por ejemplo, una argumentación que reclama la necesidad de un sacerdocio ministerial estrictamente masculino concluye: «Si la mujer debe someterse al ministerio del varón, el varón, por su parte, debe dejarse consagrar en el misterio de la mujer».
El propósito es grandioso, pero, en último término, demasiado fácil, porque es evidente que esa perspectiva compromete inmediatamente al varón de modo menos arriesgado que a la mujer. Más bien, el primer acto de verdad consiste claramente en reconocer que varones y mujeres participan de la misma humanidad, los unos ante los otros, ante Dios. Es esta una proposición esencial, previa y que sigue permaneciendo programática. Es a la altura de esta humanidad compartida donde, en su encuentro, afrontan la prueba de su diferencia y son requeridos por la laboriosa construcción de una relación.
Por último, a riesgo de acentuar más el mordiente de la expresión, nos hace falta volver sobre el papel jugado por los usos de la referencia mariana en los malentendidos que oscurecen la situación. Muchas menciones a María participan de modo típico de la ocultación de lo femenino a través de lo sublime. En ambientes católicos se objetará que honran una larga y suntuosa tradición piadosa. Es cierto, pero, a base de ignorar toda la sobriedad del relato evangélico, se desentienden del mensaje que comporta también el silencio escriturístico que rodea a la madre de Jesús. Es así como una exaltación que mezcla piedad y teología hace de la Theotokos, Madre de Dios por ser madre de Jesús, una criatura no terrena que no pertenece ya a nuestra humanidad encarnada y sexuada, y se convierte en la figura disponible para todas las proyecciones que inventan lo femenino alejado de las mujeres reales. Alejado, por vía de consecuencia, de la verdad carnal que fue la de María y del misterio de la encarnación. A distancia de ese «misterio» de cotidianidad designado por el poeta Christian Bobin: