Una Iglesia de mujeres y varones . Anne-Marie Pelletier
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Una Iglesia de mujeres y varones - Anne-Marie Pelletier страница 3

Название: Una Iglesia de mujeres y varones

Автор: Anne-Marie Pelletier

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Sofi´a

isbn: 9788428838108

isbn:

СКАЧАТЬ discurso de reencuentro con las mujeres. La feliz novedad consiste en que estas salen de la invisibilidad, aunque sea más que evidente que, formulada tal cual, esta toma de conciencia exija clarificaciones y serias profundizaciones. Y tal como lo probará también la extraña situación que hace que, a lo largo de estos mismos años, la reflexión que va a desembocar en la publicación de Humanae vitae se lleve a cabo sin incorporar la experiencia y la palabra personal de las mujeres (algunas de ellas serán presentadas con parsimonia como «pareja de» en una de las comisiones reunidas por el papa). Censura continuada de la palabra femenina y de su saber íntimo sobre la carne y la vida, que se hallan forzosamente en el corazón del tema. Censura también sobre la historia sufrida por generaciones de mujeres, acuciadas por embarazos incesantes vividos como destino y de alumbramientos peligrosos asociados a sufrimientos teologizados de manera perversa. Censura, por tanto, de su expectativa y de su deseo.

      Pero prefiramos subrayar que, a pesar de todo, este tiempo conciliar pone en marcha un feliz movimiento a través de la alocución pontificia de 1965. Es verdad que esta celebración vehicula en términos vibrantes una imagen muy tradicional: «Vosotras, las mujeres, tenéis siempre como misión la custodia del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Estáis presentes en el misterio de la vida que comienza. Consoláis en la partida de la muerte».

      No obstante, lo que quedó formulado de este modo tan líricamente clásico no está tan lejos de rimar unos años más tarde con las palabras de una pluma militante de las Ediciones Des Femmes, la de Hélène Cixous, cuando defiende que «la mujer nunca está lejos de la “madre” (a la que entiendo, fuera de esta función, en cuanto “madre” como fuente de bienes) [...] En ella siempre subsiste al menos algo de leche materna. Escribe con tinta blanca» 2.

      Por lo demás, el propósito de Pablo VI era quitarle mordiente al estereotipo, al abstenerse para ello de celebrar a una mujer esencializada, reducida a la abstracción de lo singular. Se dirige a un colectivo concreto, más allá de las fronteras de la Iglesia. Convoca a las mujeres del mundo entero en cuanto portadoras de una energía y una capacidad de resistencia contra las fuerzas de muerte que amenazan a la humanidad contemporánea: «¡Mujeres del universo entero, cristianas o no creyentes, a quienes os está confiada la vida en este momento tan grave de la historia, a vosotras os toca salvar la paz del mundo!».

      Se expresa de esta manera la nueva y generosa forma de comprender la relación de la Iglesia con el mundo, con la que se renovó la teología conciliar: más allá del espacio eclesial en su visibilidad inmediata, existen realidades en las que se vive una calidad humana propiamente evangélica, aunque se encuentren aún fuera del conocimiento de Cristo y de la confesión de fe. Y las mujeres participan de este hecho de modo eminente. Con la firma del mismo Pablo VI, la carta apostólica Octogesima adveniens (1971), con motivo del 80º aniversario de Rerum novarum, se pronunciará a favor de una igualación progresiva de los derechos fundamentales del varón y la mujer en la sociedad y en la Iglesia. Y el papa colabora también en la celebración del Año Internacional de la Mujer, en 1975, convocado sobre el tema «Igualdad, desarrollo y paz». Insiste en la necesidad de favorecer la educación de las mujeres, pues sabe que se hallan ampliamente privadas de ella en muchas sociedades. Su mensaje de 1967 –Africa terra– apunta así específicamente a las mujeres africanas. A este corpus se van añadiendo múltiples intervenciones concretas, que confirman el modo superlativo propio del papa al expresarse sobre las mujeres, apelando para ello, por lo demás, de manera clásica, a la figura de la Virgen María, a la que considera como «el espejo que refleja las esperanzas de los varones y las mujeres de esta época» (A las participantes en la primera asamblea de la Unión Europea Femenina, septiembre de 1975).

      Juan Pablo II prolongará esta trayectoria aportando una sensibilidad personal a las cuestiones antropológicas, a la condición femenina, a su dignidad y sus derechos, que no se cansa de defender 3. Serán la carta apostólica de 1988 Mulieris dignitatem, como conclusión del Sínodo sobre los laicos, la Carta a las mujeres, de 1995, con ocasión de la cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, de Pekín, o también La mujer, educadora de la paz, mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, del 1 de enero de 1995, así como múltiples intervenciones, las que desplieguen al hilo de su ministerio una preocupación que ya existía en el sacerdote Wojtyla cuando escribía y ponía en escena la historia de tres parejas en El taller del orfebre, en 1956. Tanto filosófica como teológicamente, afirma la existencia de un «talento femenino», al que ve como una parte directamente implicada en la tarea de pacificación que urge a los Estados. Exhorta:

      [Que] las mujeres [...] sean testigos, mensajeras y maestras de paz en las relaciones entre las personas y las generaciones, en la familia, en la vida cultural, social y política de las naciones, de modo particular en las situaciones de conflicto y de guerra 4.

      Es ese mismo «talento de la mujer» –al que designa como corazón ético de la vida familiar y social, «capacidad para con el otro»– el que está en el origen del care [cuidado], por emplear el término que se imponía por la misma época en la atención de los sociólogos y las feministas, en contraposición a la acentuación cada vez más individualista de las sociedades. Esta estima llena de admiración se apoya en una mariología muy ferviente: en ese sentido, según Juan Pablo II, la encíclica Redemptoris Mater forma parte del dosier de lo «femenino», articulado sobre el doble paradigma de la maternidad y la virginidad. Sus numerosas alocuciones sobre el tema culminarán con la designación superlativa de las mujeres como «centinelas de lo invisible» en la homilía que pronunció en Lourdes en 2004, con ocasión de la fiesta de la Asunción, unos meses antes de su muerte. Todavía bajo este pontificado apareció ese mismo año La colaboración del hombre y la mujer, documento elaborado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo la autoridad del cardenal Ratzinger.

      Este último, ya como papa, relanza el tema en la dirección de una problemática más explícitamente institucional, que obliga a afrontar, superando los discursos, el registro muy concreto de la organización y el reparto de poderes. Porque, si es cierto que la celebración verbal de las mujeres no ha cesado de imponerse como un tema del discurso magisterial, hace falta llegar a cuestionar lo que en concreto esa realidad autoriza de novedoso en el gobierno diario de la Iglesia. En consecuencia, Benedicto XVI plantea más explícitamente de lo que se había hecho anteriormente la cuestión del «justo lugar» de las mujeres en la Iglesia, es decir, y en último término, un reparto de la responsabilidad. Su convicción es que «es necesario abrir a las mujeres nuevos espacios y nuevas funciones en el interior de la Iglesia».

      Apoya esta perspectiva en el relato evangélico y lo que este deja entrever de una asociación estrecha de las mujeres a la misión de Jesús. También recurre a la historia cuando evoca la existencia de un «diaconado» femenino en los primeros tiempos de la Iglesia. Y se llega a encontrar en él y referida a Pablo la afirmación de que las mujeres podrían «profetizar», en el sentido de «hablar en la asamblea bajo la inspiración del Espíritu Santo con miras a la edificación de la comunidad (Visita a la parroquia de Santa Ana del Vaticano, febrero de 2006).

      Pero, aunque se legitima de este modo el acceso de las mujeres a una

      responsabilidad de alto nivel, la insistencia puesta en paralelo en un sacerdocio ministerial reservado a los varones con el ejercicio del poder que le va asociado hace presentir al instante sobre qué suelo de cristal reposarán las iniciativas del reparto. Los tiempos posconciliares han visto ciertamente la elevación de algunas mujeres al rango de doctoras de la Iglesia. Se trata de una novedad destacable, inaugurada por Pablo VI con Teresa de Ávila y Catalina de Siena (1976), continuada por Juan Pablo II con Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz (1997) y por Benedicto XVI con Hildegarda de Bingen (2012). Pero es preciso constatar que la exaltación de estas mujeres, que siguen inspirando la vida de la Iglesia tras haber predicado, enseñado e incluso amonestado a la cristiandad en el pasado, no lleva consigo ipso facto que la institución eclesial acceda hoy a un verdadero reparto de la palabra y de la responsabilidad “con miras СКАЧАТЬ