Название: Una Iglesia de mujeres y varones
Автор: Anne-Marie Pelletier
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Sofi´a
isbn: 9788428838108
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Indiscutiblemente, esta recepción ha sido frontalmente crítica por parte de las teólogas feministas, que han escrutado especialmente el abundante corpus de los textos de Juan Pablo II, a quien se ha señalado como el papa más favorable a las mujeres. Su lectura ha detectado enseguida la existencia, bajo el ropaje nuevo de un discurso lleno de consideración, la reconducción de una figura irremediablemente estereotipada de la mujer de siempre, envuelta en el «eterno femenino» y con una referencia mariana casi obsesiva. De hecho, no hay documento pontificio, desde hace decenios, que no termine con un desarrollo mariano, como si este constituyera la garantía femenina que necesitara toda palabra magisterial. Y, con toda naturalidad, la referencia se reclama más que nunca en los textos cuya temática concierne a las mujeres. Al final es claramente la Virgen María, en su idealidad inimitable, quien queda constituida como norma revelada de lo femenino. Al actuar así –concluyen las observadoras en alerta teñida de sospecha–, no se formula nada que se aparte de la visión tradicional. Tampoco nada que sea apto para problematizar el orden reinante, en el que las cristianas existen solo bajo el prisma de una teología hecha por varones que piensan y legislan por ellas, es decir, en su lugar, en una institución fundada sobre la disimetría de funciones y responsabilidades. Los textos magisteriales pueden llamar con fuerza a lecturas renovadas de las Escrituras, como por ejemplo del relato evangélico de la mujer adúltera, ocasión para el papa Juan Pablo II de denunciar la injusticia tan banal que consiste en ocultar el pecado del varón tras la acusación escandalosa de la mujer. Pueden manifiestamente tener la pretensión de promover la afirmación de que «Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano» 5. Lo cual no impide que la necesidad de «enseñar a las mujeres», afirmada regularmente, triunfe ampliamente sobre la de verlas, y menos aún escucharlas, enseñar a los varones. La consigna de que «las mujeres se callen», de la primera carta a los Corintios (14,34) o de la primera carta a Timoteo (2,11), sigue estando profundamente enquistada. En realidad –prosigue la investigación acusatoria–, el que se sigue trazando es el retrato de una mujer esencializada, que remite a un «talento femenino» explicitado como «servicio de amor» o también «vocación materna de la mujer». Discurso que, en cuanto tal, encalla en las palabras usadas por las costumbres eclesiásticas o edificantes, en las que se diserta con sospechosa facilidad sobre esas inmensas realidades que se llaman «amor» o «servicio» y ante las cuales cada cual –aunque fuera teólogo o sobre todo si es teólogo– debería comenzar como soldado raso.
El talante agresivo de esta evolución «feminista» no debe disimular una indiscutible clarividencia, que confirma, de modo muy ampliamente preocupante, la otra pendiente de la recepción, marcada también por la decepción. Es la propia de cristianas ajenas al feminismo militante o incluso también la de mujeres que habían dado crédito en un primer momento a una palabra magisterial que parecía poder renovar las mentalidades y las prácticas. Con la marcha atrás en el tiempo parece que la cita al encuentro ha fallado masivamente. Sin teorizar su malestar, pero experimentando cada día falta de estima, formas larvadas o manifiestas de desprecio y la confiscación masculina de la decisión, estas mujeres han llegado a la constatación de que las alabanzas con las que se las envolvía ahora servían, en primer lugar, de escudo al ejercicio clerical de un poder masculino que seguía sin compartirse. En un mundo en profunda transformación antropológica, que tiene el mérito de construir la verdad sobre realidades hasta ahora ocultadas, ellas han percibido los límites –si no la trampa– de un discurso que las reconduce obstinadamente a la conyugalidad y la maternidad, al ensalzar una feminidad sempiternamente reducida a «valores» que las encierran en la pasividad a través del elogio de la interioridad, el servicio desinteresado, la paciencia y la ternura. Posturas, mientras duran, menos despreciadas que nunca en un mundo que alardea cada vez más de una virilidad brutal. Pero que se tornan en espanto desde el momento en que se valoran como algo que sirvió para fundar un orden masculino que tenía todo por ganar con la imposición de un modelo de santidad femenino hecho de modestia y dócil pasividad.
Esta recepción decepcionada y decepcionante tiene, evidentemente, algo de un patético malentendido, si se admite una sincera voluntad magisterial de reconocer a las mujeres y entablar con ellas un diálogo confiado. Los «varones de buena voluntad» –y ciertamente existen en la institución eclesial– pueden sentirse desanimados. Las mujeres, atrincheradas en su ingratitud y su hostilidad, son decididamente imposibles... A menos que nos confrontemos con el problema a un nivel de profundidad que llame a un cambio mucho más radical, y ello con una urgencia por lo demás creciente, puesto que es sabido que la deserción de las mujeres forma parte de la crisis que afronta la Iglesia en nuestros países de vieja tradición cristiana.
3. Constantes inamovibles
Un artículo de una franqueza contundente titulado «Las mujeres y el futuro de la Iglesia», del jesuita Joseph Moingt, lo constataba en 2011 6. Partiendo de la lenta pero inexorable hemorragia que ha alejado y sigue alejando a las mujeres de la Iglesia, señala que la mayoría de ellas, entregadas a la Iglesia, están lejos de ambicionar el presbiterado o de profesar un feminismo ofensivamente militante. Solamente desean ser reconocidas como partícipes de la misión, pero de forma diferente a los papeles ancilares que les valen el desdén más que la gratitud por parte de un cuerpo sacerdotal que saldría ganando si acogiera algo más de las mujeres como un signo de una vida cristiana auténticamente vivida. Porque, como recordaba además J. Moingt, son ciertamente las mujeres quienes, en la base, aseguran en la sombra, con una abnegación diaria, el servicio modesto pero vital de la acogida, la catequesis y las diversas formas de acompañamiento litúrgico. Son también ellas quienes, en el trabajo misionero, se mantienen en la brecha en los lugares más desprovistos de todo. No obstante, golpeadas por la dificultad de ser mujeres, sean religiosas o simples laicas, son descalificadas masivamente cuando llega el momento de distribuir las responsabilidades de tipo decisorio o incluso las simplemente consultivas. La realidad dominante –aunque a este diagnóstico se le puedan hacer objeciones sectoriales– es la de una concentración final de los arbitrajes espirituales, así como de las prácticas en manos de la jerarquía clerical. Y el problema se duplica: es esa omnipresencia de las mujeres en las funciones subalternas la que produce simultáneamente un efecto de ahogo ante un clero masculino que escasea y que vive a diario un modo de relación cada vez más exclusivamente femenino. El resultado de esta dramática situación es, como sigue escribiendo J. Moingt: «Algunas, desanimadas, se van; muchas otras, que frecuentaban la Iglesia sin estar a su servicio, humilladas por las prohibiciones y las exclusiones que golpean su condición femenina, la abandonan».
Y si se recuerda el lugar ocupado por las mujeres en la tradición/transmisión generacional, se pueden medir los desastres que se siguen de ello.
Por todo ello, el autor del artículo invitaba a «releer los evangelios en femenino plural», a extraer de ellos algo más de inspiración de lo que ordinariamente se hace. A reconocer que, si estos textos difícilmente aportan una confirmación de la exclusión de las mujeres del sacerdocio –«puesto que Jesús no pronunció jamás la palabra “sacerdocio”», como observa...–, por contra, bien leídos, permiten recuperar la práctica de Jesús, para la que vale la exhortación siguiente: «No tener miedo de cargar con el ministerio del Evangelio a cualquiera, varón o mujer, que tenga suficiente fe en sí como para ofrecerse para esa carga. [Ya que –añade–] solo él da la fuerza de llevarla y le hace dar fruto».
El alegato de J. Moingt terminaba reivindicando el principio paulino de excluir todo lo que excluye (Gál 3,28) para reintegrar algo de ese «sexo débil» en la Iglesia, para permitirle a esta última respirar con más libertad el aire vivificador de la libertad, la alteridad y la corresponsabilidad. A fin de, simplemente, ofrecer un espacio en el СКАЧАТЬ