Ana Karenina. Liev N. Tolstói
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Читать онлайн книгу Ana Karenina - Liev N. Tolstói страница 14

Название: Ana Karenina

Автор: Liev N. Tolstói

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9782384230167

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СКАЧАТЬ en común, aunque era Levin quien las administraba), tuvo la sensación de que no habría ya de explicarse bien, de que no podía empezar a hablar a su hermano de su decisión, y de que éste no habría de ver seguramente las cosas como él deseaba que las viera.

      –Bueno, ¿y qué dices del zemstvo? –preguntó Sergio, que daba mucha importancia a aquella institución.

      –A decir verdad, no lo sé.

      –¿Cómo? ¿No perteneces a él?

      –No. He presentado la dimisión –contestó Levin– y no asisto a las reuniones.

      –¡Es lástima! –dijo Sergio Ivanovich arrugando el entrecejo.

      Levin, para disculparse, comenzó a relatarle lo que sucedía en las reuniones.

      –Ya se sabe que siempre pasa así –le interrumpió su hermano–. Los rusos somos de ese modo. Tal vez la facultad de ver los defectos propios sea un hermoso rasgo de nuestro carácter. Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo cualquiera de Europa hubiese tenido una institución análoga a la de los zemstvos –por ejemplo, los alemanes o los ingleses–, la habrían aprovechado para conseguir su libertad política. En cambio nosotros sólo sabemos reímos de ella.

      –¿Qué querías que hiciera? –replicó Levin, excusándose–. Era mi última prueba, puse en ella toda mi alma… Pero no puedo, no tengo aptitudes.

      –No es que no tengas: es que no enfocas bien el asunto –dijo Sergio Ivanovich.

      –Tal vez tengas razón ––concedió Levin abatido.

      –¿Sabes que nuestro hermano Nicolás está otra vez en Moscú?

      Nicolás, hermano de Constantino y de Sergio, por parte de madre, y mayor que los dos, era un calavera.

      Había disipado su fortuna, andaba siempre con gente de dudosa reputación y estaba reñido con ambos hermanos.

      –¿Es posible? –preguntó Levin con inquietud–. ¿Cómo lo sabes?

      –Prokofy le ha visto en la calle.

      –¿En Moscú? ¿Sabes dónde vive?

      Levin se levantó, como disponiéndose a marchar en seguida.

      –Siento habértelo dicho –dijo Sergio Ivanovich, meneando la cabeza al ver la emoción de su hermano–.

      Envié a informarme de su domicilio; le remití la letra que aceptó a Trubin y que pagué yo. Y mira lo que me contesta…

      Y Sergio Ivanovich alargó a su hermano una nota que tenía bajo el pisapapeles.

      Levin leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan semejante a la suya:

      Os ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que deseo de mis queridos hermanitos. Nicolás Levin.

      Después de leerla, Cónstantino permaneció en pie ante su hermano, con la cabeza baja y el papel entre las manos.

      En su interior luchaba con el deseo de olvidar a su desgraciado hermano y la convicción de que obrar de aquel modo sería una mala acción.

      –Al parecer, se propone ofenderme; pero no lo conseguirá –seguía diciendo Sergio–. Yo estaba dispuesto a ayudarle con todo mi corazón; mas ya ves que es imposible.

      –Sí, sí… –repuso Levin–. Comprendo y apruebo tu actitud… Pero yo quiero verle.

      –Ve si lo deseas, mas no te lo aconsejo –dijo Sergio Ivanovich–. No es que yo le tema con respecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir. Pero creo que es mejor que no vayas, y así te lo aconsejo. Es imposible ayudarle. Sin embargo, haz lo que te parezca mejor.

      –Quizá sea imposible ayudarle, pero no quedaría tranquilo, sobre todo ahora, si…

      –No te comprendo bien –repuso Sergio Ivanovich–, lo único que comprendo es la lección de humildad.

      Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a considerar eso que llaman una «bajeza», con menos severidad. ¡Ya sabes lo que hizo!

      –¡Es terrible, terrible! –repetía Levin.

      Después de obtener del lacayo de su hermano las señas de Nicolás, Levin decidió visitarle en seguida, pero luego, reflexionándolo mejor, aplazó la visita hasta la tarde.

      Ante todo, para tranquilizar su espíritu, necesitaba resolver el asunto que le traía a Moscú. Para ello se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber conseguido las informaciones que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un coche y se dirigió al lugar donde le habían dicho que podía encontrar a Kitty.

      Capítulo 9

      A las cuatro de la tarde, Levin, con el corazón palpitante, dejó el coche de alquiler cerca del Parque Zoológico y se encaminó por un sendero a la pista de patinar, seguro de encontrar a Kitty, ya que había visto a la puerta el carruaje de los Scherbazky.

      El día era frío, despejado. Ante el Parque Zoológico estaban alineados trineos, carruajes particulares y coches de alquiler. Aquí y allá se veían algunos gendarmes. El público, con sus sombreros que relucían bajo el sol, se agolpaba en la entrada y en los paseos ya limpios de nieve, entre filas de casetas de madera de estilo ruso, con adornos esculpidos. Los añosos abedules, inclinados bajo el peso de la nieve que cubría sus ramas, parecían ostentar flamantes vestiduras de fiesta.

      Levin, mientras seguía el sendero que conducía a la pista, se decía: «Hay que estar tranquilo; es preciso no emocionarse. ¿Qué te pasa corazón? ¿Qué quieres? ¡Calla, estúpido!». Así hablaba a su corazón, pero cuanto más se esforzaba en calmarse, más emocionado se sentía.

      Se encontró con un conocido que le saludó, pero Levin no recordó siquiera quién podía ser.

      Se acercó a las montañas de nieve, en las que, entre el estrépito de las cadenas que hacían subir los trineos, sonaban voces alegres. Unos pasos más allá se encontró ante la pista y entre los que patinaban reconoció inmediatamente a Kitty.

      La alegría y el temor inundaron su corazón. Kitty se hallaba en la extremidad de la pista, hablando en aquel momento con una señora. Aunque nada había de extraordinario en su actitud ni en su vestido, para Levin resaltaba entre todos, como una rosa entre las ortigas. Todo en tomo de ella parecía iluminado. Era como una sonrisa que hiciera resplandecer las cosas a su alrededor.

      «¿Es posible que pueda acercarme adonde está?», se preguntó Levin.

      Hasta el lugar donde ella se hallaba le parecía un santuario inaccesible, y tal era su zozobra que hubo un momento en que incluso decidió marcharse. Tuvo que hacer un esfuerzo sobre sí mismo para decirse que al lado de Kitty había otras muchas personas y que él podía muy bien haber ido allí para patinar.

      Entró en la pista, procurando no mirar a Kitty sino a largos intervalos, como hacen los que temen mirar al sol de frente. Pero como el sol, la presencia СКАЧАТЬ