Название: Ana Karenina
Автор: Liev N. Tolstói
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 9782384230167
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Pasó dos meses en Moscú como en un sueño, coincidiendo casi a diario con Kitty en la alta sociedad, que comenzó a frecuentar para verla más a menudo; y, de repente, le pareció que no tenía esperanza alguna de lograr a su amada y se marchó al pueblo.
La opinión de Levin se basaba en que a los ojos de los padres de Kitty él no podía ser un buen partido, y que tampoco la deliciosa muchacha podía amarle.
Ante sus padres no podía alegar una ocupación determinada, ninguna posición social, siendo así que a su misma edad, treinta y dos años, otros compañeros suyos eran: uno general ayudante, otro director de un banco y de una compañía ferroviaria, otro profesor, y el cuarto presidente de un tribunal de justicia, como Oblonsky…
Él, en cambio, sabía bien cómo debían de juzgarle los demás: un propietario rural, un ganadero, un hombre sin capacidad, que no hacía, a ojos de las gentes, sino lo que hacen los que no sirven para nada: ocuparse del ganado, de cazar, de vigilar sus campos y sus dependencias.
La hermosa Kitty no podía, pues, amar a un ser tan feo como Levin se consideraba, y, sobre todo, tan inútil y tan vulgar. Por otra parte, debido a su amistad con el hermano de ella ya difunto, sus relaciones con Kitty habían sido las de un hombre maduro con una niña, lo cual le parecía un obstáculo más. Opinaba que a un joven feo y bondadoso, cual él creía ser, se le puede amar como a un amigo, pero no con la pasión que él profesaba a Kitty. Para eso había que ser un hombre gallardo y, más que nada, un hombre destacado.
Es verdad que había oído decir que las mujeres aman a veces a hombres feos y vulgares, pero él no lo podía creer, y juzgaba a los demás por sí mismo, que sólo era capaz de amar a mujeres bonitas, misteriosas y originales.
No obstante, después de haber pasado dos meses en la soledad de su pueblo, comprendió que el sentimiento que le absorbía ahora no se parecía en nada a los entusiasmos de su primera juventud, pues no le dejaba momento de reposo, y vio claro que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su mujer. Comprendió, además, que sus temores eran hijos de su imaginación y que no tenía ningún serio motivo para pensar que hubiera de ser rechazado. Y fue así como se decidió a volver a Moscú, resuelto a pedir la mano de Kitty y casarse con ella, si le aceptaban… Y si no… Pero no quiso ni pensar en lo que sucedería si era rechazada su proposición.
Capítulo 7
Llegó a Moscú en el tren de la mañana y en seguida se dirigió a casa de Koznichev, su hermano mayor por parte de madre. Después de mudarse de ropa, entró en el despacho de su hermano dispuesto a exponerle los motivos de su viaje y pedirle consejo.
Pero Koznichev no se hallaba solo. Le acompañaba un profesor de filosofía muy renombrado que había venido de Jarkov con el exclusivo objeto de discutir con él un tema filosófico sobre el que ambos mantenían diferentes puntos de vista.
El profesor sostenía una ardiente polémica con los materialistas, y Koznichev, que la seguía con interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una carta exponiéndole sus objeciones y censurándole las excesivas concesiones que hacía al materialismo.
El polemista se puso en seguida en camino para discutir la cuestión. El punto debatido estaba entonces muy en boga, y se reducía a aclarar si existía un límite de separación entre las facultades psíquicas y fisiológicas del hombre y dónde se hallaba tal límite, de existir.
Sergio Ivanovich acogió a su hermano con la misma sonrisa fría con que acogía a todo el mundo, y después de presentarle al profesor, reanudó la charla.
El profesor, un hombre bajito, con lentes, de frente estrecha, interrumpió un momento la conversación para saludar y luego volvió a continuarla, sin ocuparse de Levin.
Este se sentó, esperando que el filósofo se marchase, pero acabó interesándose por la discusión.
Había visto en los periódicos los artículos de que se hablaba y los había leído, tomando en ellos el interés general que un antiguo alumno de la facultad de ciencias puede tomar en el desarrollo de las ciencias; pero, por su parte, jamás asociaba estas profundas cuestiones referentes a la procedencia del hombre como animal, a la acción refleja, la biología, la sociología, y a aquella que, entre todas, le preocupaba cada vez más: la significación de la vida y la muerte.
En cambio, su hermano y el profesor, en el curso de su discusión, mezclaban las cuestiones científicas con las referentes al alma, y cuando parecía que iban a tocar el tema principal, se desviaban en seguida, y se hundían de nuevo en la esfera de las sutiles distinciones, las reservas, las citas, las alusiones, las referencias a opiniones autorizadas, con lo que Levin apenas podía entender de lo que trataban.
–No me es posible admitir –dijo Sergio Ivanovich, con la claridad y precisión, con la pureza de dicción que le eran connaturales– la tesis sustentada por Keiss; es a saber: que toda concepción del mundo exterior nos es transmitida mediante sensaciones. La idea de que existimos la percibimos nosotros directamente, no a través de una sensación, puesto que no se conocen órganos especiales capaces de recibirla.
–Pero Wurst, Knaust y Pripasov le contestarían que la idea de que existimos brota del conjunto de todas las sensaciones y es consecuencia de ellas. Wurst afirma incluso que sin sensaciones no se experimenta la idea de existir.
–Voy a demostrar lo contrario… –comenzó Sergio Ivanovich.
Levin, advirtiendo que los interlocutores, tras aproximarse al punto esencial del problema, iban a desviarse de nuevo de él, preguntó al profesor:
–Entonces, cuando mis sensaciones se aniquilen y mi cuerpo muera, ¿no habrá ya para mí existencia posible?
El profesor, contrariado como si aquella interrupción le produjese casi un dolor físico, miró al que le interrogaba y que más parecía un palurdo que un filósofo, y luego volvió los ojos a Sergio Ivanovich, como preguntándole: ¿Qué queréis que le diga?
Pero Sergio Ivanovich hablaba con menos afectación a intransigencia que el profesor, y comprendía tanto las objeciones de éste como el natural y simple punto de vista que acababa de ser sometido a examen, sonrió y dijo:
–Aún no estamos en condiciones de contestar adecuadamente a esa pregunta.
–Cierto; no poseemos bastantes datos –afirmó el profesor. Y continuó exponiendo sus argumentos–. No –dijo–. Yo sostengo que si, corno afirma Pripasov, la sensación tiene su fundamento en la impresión, hemos de establecer entre estas dos nociones una distinción rigurosa.
Levin no quiso escuchar más y esperaba con impaciencia que el profesor se marchase.
Capítulo 8
Cuando el profesor se hubo ido, Sergio dijo a su hermano: –Celebro que hayas venido. ¿Por mucho tiempo? ¿Y cómo van las tierras?
Levin sabía que a su hermano le interesaban poco las tierras, y si le preguntaba por ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pues, limitándose a hablarle de la venta del trigo y del dinero cobrado.
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