La Galatea. Miguel de Cervantes
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Название: La Galatea

Автор: Miguel de Cervantes

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 4064066444693

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СКАЧАТЬ ando en su de man da. Él ha hecho ya el fin que su traición merescía, y a mí no me queda ya de quién tomar venganza, si no es de la vida que tan contra mi voluntad sostengo.» Esta es, pastor, la causa de do proceden los lamentos que me has oído. Si te parece que es bastante para causar mayores sentimientos, a tu buena discreción dejo que lo considere. Y con esto dio fin a su plática y principio a tantas lágrimas, que no pudo dejar Elicio de tenerle compañía en ellas. Pero, después que por largo espacio habían desfogado con tiernos sospiros, el uno la pena que sentía, el otro la compasión que della tomaba, Elicio comenzó con las mejores razones que supo a consolar a Lisandro, aunque era su mal tan sin consuelo como por el suceso dél había visto. Y entre otras cosas que le dijo, y la que a Lisandro más le cuadró, fue decirle que en los males sin remedio, el mejor era no esperarles ninguno; y que, pues de la honestidad y noble condición de Leonida se podría creer —según él decía— que de dulce vida gozaba, antes debía alegrarse del bien que ella había ganado, que no entristecerse por el que él había perdido. A lo cual respondió Lisandro: —Bien conozco, amigo, que tienen fuerza tus razones para hacerme creer que son verdaderas, pero no que la tienen, ni la tendrán las que todo el mundo decirme pudiere, para darme consuelo alguno. En la muerte de Leonida comenzó mi desventura, la cual se acabará cuando yo la torne a ver; y, pues esto no puede ser sin que yo muera, al que me induciere a procurar la muerte tendré yo por más amigo de mi vida. No quiso Elicio darle más pesadumbre con sus consuelos, pues él no los tenía por tales; sólo le rogó que se viniese con él a su cabaña, en la cual estaría todo el tiempo que gusto le diese, ofreciéndole su amistad en todo aquello que podía ser buena para servirle. Lisandro se lo agradeció cuanto fue posible; y, aunque no quería acetar el venir con Elicio, todavía lo hubo de hacer forzado de su importunación; y así, los dos se levantaron y se vinieron a la cabaña de Elicio, donde reposaron lo poco que de la noche quedaba. Pero ya que la blanca Aurora dejaba el lecho del celoso marido y comenzaba a dar muestras del venidero día, levantándose Erastro, comenzó a poner en orden el ganado de Elicio y suyo, para sacarle al pasto acostumbrado. Elicio convidó a Lisandro a que con él se viniese, y así, viniendo los tres pastores con el manso rebaño de sus ovejas por una cañada abajo, al subir de una ladera oyeron el sonido de una suave zampoña, que luego por Elicio y Erastro fue conocido que era Galatea quien la sonaba. Y no tardó mucho que por la cumbre de la cuesta se comenzaron a descubrir algunas ovejas, y luego tras ellas Galatea, cuya hermosura era tanta que sería mejor dejarla en su punto, pues faltan palabras para encarecerla. Venía vestida a la serrana, con los luengos cabellos sueltos al viento, de quien el mesmo sol parescía tener envidia, porque, hiriéndoles con sus rayos, procuraba quitarles la luz si pudiera, mas la que la salía de la vislumbre dellos, otro nuevo sol semejaba. Estaba Erastro fuera de sí mirándola, y Elicio no podía apartar los ojos de verla. Cuando Galatea vio que el rebaño de Elicio y Erastro con el suyo se juntaba, mostrando no gustar de tenerles aquel día compañía, llamó a la borrega mansa de su manada, a la cual siguieron las demás, y encaminóla a otra parte diferente de la que los pastores llevaban. Viendo Elicio lo que Galatea hacía, sin poder sufrir tan notorio desdén, llegándose a do la pastora estaba, le dijo: —Deja, hermosa Galatea, que tu rebaño venga con el nuestro, y si no gustas de nuestra compañía, escoge la que más te agradare; que no por tu ausencia dejarán tus ovejas de ser bien apacentadas, pues yo, que nací para servirte, tendré más cuenta dellas que de las mías proprias. Y no quieras tan a la clara desdeñarme, pues no lo merece la limpia voluntad que te tengo; que, según el viaje que traías, a la fuente de las Pizarras le encaminabas, y agora que me has visto quieres torcer el camino. Y si esto es así como pienso, dime adónde quieres hoy y siempre apascentar tu ganado, que yo te juro de no llevar allí jamás el mío. —Yo te prometo, Elicio —respondió Galatea—, que no por huir de tu compañía ni de la de Erastro he vuelto del camino que tú imaginas que llevaba, porque mi intención es pasar hoy la siesta en el arroyo de las Palmas, en compañía de mi amiga Florisa, que allá me aguarda, porque desde ayer concertamos las dos de apascentar hoy allí nuestros ganados; y, como yo venía descuidada sonando mi zampoña, la mansa borrega tomó el camino de las Pizarras, como della más acostumbrado. La voluntad que me tienes y ofrecimientos que me haces te agradezco, y no tengas en poco haber dado yo disculpa a tu sospecha. —¡Ay, Galatea! —replicó Elicio—, y cuán bien que finges lo que te parece, teniendo tan poca necesidad de usar conmigo artificio, pues al cabo no tengo de querer más de lo que tú quisieres. Ora vayas al arroyo de las Palmas, al soto del Concejo o a la fuente de las Pizarras, ten por cierto que no has de ir sola, que siempre mi alma te acompaña, y si tú no la vees, es porque no quieres verla, por no obligarte a remediarla. —Hasta agora —respondió Galatea— tengo por ver la primera alma, y así no tengo culpa si no he remediado a ninguna. —No sé cómo puedes decir eso —respondió Elicio—, hermosa Galatea, que las veas para herirlas y no para curarlas. —Testimonio me levantas —replicó Galatea— en decir que yo, sin armas, pues a mujeres no son concedidas, haya herido a nadie. —¡Ay, discreta Galatea! —dijo Elicio—, cómo te burlas con lo que de mi alma sientes, a la cual invisiblemente has llagado, y no con otras armas que con las de tu hermosura. Y no me quejo yo tanto del daño que me has hecho, como de que le tengas en poco. —En menos me tendría yo —respondió Galatea— si en más le tuviese. A esta sazón llegó Erastro, y, viendo que Galatea se iba y les dejaba, le dijo: —¿Adónde vas, o de quién huyes, hermosa Galatea? Si de nosotros, que te adoramos, te alejas, ¿quién esperará de ti compañía? ¡Ay, enemiga!, cuán al desgaire te vas, triunfando de nuestras voluntades. El cielo destruya la buena que tengo, si no deseo verte enamorada de quien estime tus quejas en el grado que tú estimas las mías. ¿Ríeste de lo que digo, Galatea? Pues yo lloro de lo que tú haces. No pudo Galatea responder a Erastro, porque andaba guiando su ganado hacia el arroyo de las Palmas, y, abajando desde lejos la cabeza en señal de despedirse, los dejó. Y, como se vio sola, en tanto que llegaba adonde su amiga Florisa creyó que estaría, con la estremada voz que al cielo plugo darle, fue cantando este soneto: GALATEA Afuera el fuego, el lazo, el yelo y flecha de amor, que abrasa, aprieta, enfría y hiere; que tal llama mi alma no la quiere, ni queda de tal ñudo satisfecha. Consuma, ciña, yele, mate; estrecha tenga otra la voluntad cuanto quisiere; que por dardo, o por nieve, o red no’spere tener la mía en su calor deshecha. Su fuego enfriará mi casto intento, el ñudo romperé por fuerza o arte, la nieve deshará mi ardiente celo, la flecha embotará mi pensamiento; y así, no temeré en segura parte de amor el fuego, el lazo, el dardo, el yelo. Con más justa causa se pudieran parar los brutos, mover los árboles y juntar las piedras a escuchar el suave canto y dulce armonía de Galatea, que cuando a la cítara de Orfeo, lira de Apolo y música de Anfión los muros de Troya y Tebas por sí mismos se fundaron, sin que artífice alguno pusiese en ellos las manos, y las hermanas, negras moradoras del hondo caos, a la estremada voz del incauto amante se ablandaron. El acabar el canto Galatea y llegar adonde Florisa estaba, fue todo a un tiempo, de la cual fue con alegre rostro recebida, como aquella que era su amiga verdadera y con quien Galatea sus pensamientos comunicaba. Y, después que las dos dejaron ir a su albedrío a sus ganados a que de la verde yerba paciesen, convidadas de la claridad del agua de un arroyo que allí corría, determinaron de lavarse los hermosos rostros, pues no era menester para acrecentarles hermosura el vano y enfadoso artificio con que los suyos martirizan las damas que en las grandes ciudades se tienen por más hermosas. Tan hermosas quedaron después de lavadas como antes lo estaban, excepto que por haber llegado las manos con movimiento al rostro, quedaron sus mejillas encendidas y sonroseadas, de modo que un no sé qué de hermosura les acrescentaba; especialmente a Galatea, en quien se vieron juntas las tres Gracias, a quien los antiguos griegos pintaban desnudas por mostrar, entre otros efectos, que eran señoras de la belleza. Comenzaron luego a coger diversas flores del verde prado, con intención de hacer sendas guirnaldas con que recoger los desornados cabellos que sueltos por las espaldas traían. En este ejercicio andaban ocupadas las dos hermosas pastoras, cuando por el arroyo abajo vieron al improviso venir una pastora de gentil donaire y apostura, de que no poco se admiraron, porque les pareció que no era pastora de su aldea ni de las otras comarcanas a ella, a cuya causa con más atención la miraron, y vieron que venía poco a poco hacia donde ellas estaban. Y, aunque estaban bien cerca, ella venía tan embebida y transportada en sus pensamientos, que nunca las vio hasta que ellas quisieron mostrarse. De trecho en trecho se paraba, y, vueltos los ojos al cielo, daba unos sospiros tan dolorosos que de lo más íntimo de sus entrañas parecían arrancados. Torcía asimesmo sus blancas manos СКАЧАТЬ