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con honestas y sanctas condiciones. ¡Ay, fiera mano esquiva!, ¿cómo ordenaste que muriendo viva? En llanto sempiterno mi ánima mezquina los años pasará, meses y días; la tuya, en gozo eterno y edad firme y contina, no temerá del tiempo las porfías; con dulces alegrías verás firme la gloria que tu loable vida te tuvo merescida; y si puede caber en tu memoria del suelo no perderla, de quien tanto te amó debes tenerla. Mas, ¡oh!, cuán simple he sido, alma bendita y bella, de pedir que te acuerdes, ni aun burlando de mí que t’he querido, pues sé que mi querella se irá con tal favor eternizando. Mejor es que, pensando que soy de ti olvidado, me apriete con mi llaga, hasta que se deshaga con el dolor la vida, qu’ha quedado en tan estraña suerte, que no tiene por mal el de la muerte. Goza en el sancto coro con otras almas sanctas, alma, de aquel seguro bien entero, alto, rico tesoro, mercedes, gracias tantas que goza el que no huye el buen sendero; allí gozar espero, si por tus pasos guío, contigo en paz entera de eterna primavera, sin temor, sobresalto ni desvío; a esto me encamina, pues será hazaña de tus obras digna. Y, pues vosotras, celestiales almas, veis el bien que deseo, creced las alas a tan buen deseo. Aquí cesó la voz, pero no los sospiros del desdichado que cantado había, y lo uno y lo otro fue parte de acrescentar en Elicio la gana de saber quién era. Y, rompiendo por las espinosas zarzas, por llegar más presto a do la voz salía, salió a un pequeño prado, que todo en redondo, a manera de teatro, de espesísimas e intrincadas matas estaba ceñido, en el cual vio un pastor que con estremado brío estaba con el pie derecho delante y el izquierdo atrás, y el diestro brazo levantado, a guisa de quien esperaba hacer algún recio tiro. Y así era la verdad, porque, con el ruido que Elicio al romper por las matas había hecho, pensando ser alguna fiera de la cual convenía defenderse, el pastor del bosque se había puesto a punto de arrojarle una pesada piedra que en la mano tenía. Elicio, conociendo por su postura su intento, antes que le efectuase le dijo: —Sosiega el pecho, lastimado pastor, que el que aquí viene trae el suyo aparejado a lo que mandarle quisieres, y quien el deseo de saber tu ventura le ha hecho romper tus lágrimas y turbar el alivio que de estar solo se te podría seguir. Con estas blandas y comedidas palabras de Elicio, se sosegó el pastor, y con no menos blandura le respondió diciendo: —Tu buen ofrecimiento agradezco, cualquiera que tú seas, comedido pastor, pero si ventura quieres saber de mí, que nunca la tuve, mal podrás ser satisfecho. —Verdad dices —respondió Elicio—, pues por las palabras y quejas que esta noche te he oído, muestras bien claro la poca o ninguna que tienes; pero no menos satisfarás mi deseo con decirme tus trabajos que con declararme tus contentos; y así la Fortuna te los dé en lo que deseas, que no me niegues lo que te suplico si ya el no conocerme no lo impide; aunque, para asegurarte y moverte, te hago saber que no tengo el alma tan contenta que no sienta en el punto que es razón las miserias que me contares. Esto te digo porque sé que no hay cosa más escusada, y aun perdida, que contar el miserable sus desdichas a quien tiene el pecho colmo de contentos. —Tus buenas razones me obligan —respondió el pastor— a que te satisfaga en lo que me pides, así porque no imagines que de poco y acobardado ánimo nacen las quejas y lamentaciones que dices que de mí has oído, como porque conozcas que aún es muy poco el sentimiento que muestro a la causa que tengo de mostrarlo. Elicio se lo agradeció mucho; y, después de haber pasado entre los dos más palabras de comedimiento, dando señales Elicio de ser verdadero amigo del pastor del bosque, y conociendo él que no eran fingidos ofrecimientos, vino a conceder lo que Elicio rogaba. Y, sentándose los dos sobre la verde yerba, cubiertos con el resplandor de la hermosa Diana, que en claridad aquella noche con su hermano competir podía, el pastor del bosque, con muestras de un interno dolor, comenzó a decir desta manera: —«En las riberas de Betis, caudalosísimo río que la gran Vandalia enriquece, nació Lisandro —que éste es el nombre desdichado mío—, y de tan nobles padres cual pluviera al soberano Dios que en más baja fortuna fuera engendrado; porque muchas veces la nobleza del linaje pone alas y esfuerza el ánimo a levantar los ojos adonde la humilde suerte no osara jamás levantarlos, y de tales atrevimientos suelen suceder a menudo semejantes calamidades como las que de mí oirás si con atención me escuchas. »Nació ansimesmo en mi aldea una pastora, cuyo nombre era Leonida, summa de toda la hermosura que en gran parte de la tierra —según yo imagino— pudiera hallarse; de no menos nobles y ricos padres nacida que su hermosura y virtud merescían. De do nació que, por ser los parientes de entrambos de los más principales del lugar y estar en ellos el mando y gobernación del pueblo, la envidia, enemiga mortal de la sosegada vida, sobre algunas diferencias del gobierno del pueblo, vino a poner entre ellos cizaña y mortalísima discordia; de manera que el pueblo fue dividido en dos parcialidades: la una seguía la de mis parientes, la otra la de los de Leonida, con tan arraigado rencor y mal ánimo, que no ha sido parte para ponerlos en paz ninguna humana diligencia. Ordenó, pues, la suerte, para echar de todo punto el sello a nuestra enemistad, que yo me enamorase de la hermosa Leonida, hija de Parmindro, principal cabeza del bando contrario. Y fue mi amor tan de veras que, aunque procuré con infinitos medios quitarle de mis entrañas, el fin de todos venía a parar a quedar más vencido y subjeto. Poníaseme delante un monte de dificultades que conseguir el fin de mi deseo me estorbaban, como eran el mucho valor de Leonida, la endurecida enemistad de nuestros padres, las pocas coyunturas, o ninguna, que se me ofrecían para descubrirle mi pensamiento; y, con todo esto, cuando ponía los ojos de la imaginación en la singular belleza de Leonida, cualquiera dificultad se allanaba, de suerte que me parecía poco romper por entre agudas puntas de diamantes, para llegar al fin de mis amorosos y honestos pensamientos. Habiendo, pues, por muchos días combatido conmigo mesmo, por ver si podría apartar el alma de tan ardua empresa, y viendo ser imposible, recogí toda mi industria a considerar con cuál podría dar a entender a Leonida el secreto amor de mi pecho; y, como los principios en cualquier negocio sean siempre dificultosos, en los que tratan de amor son, por la mayor parte, dificultosísimos, hasta que el mesmo Amor, cuando se quiere mostrar favorable, abre las puertas del remedio donde parece que están más cerradas. Y así se pareció en mí, pues, guiado por su pensamiento el mío, vine a imaginar que ningún medio se ofrecía mejor a mi deseo que hacerme amigo de los padres de Silvia, una pastora que era en estremo amiga de Leonida, y muchas veces la una a la otra, en compañía de sus padres, en sus casas se visitaban. Tenía Silvia un pariente que se llamaba Carino, compañero familiar de Crisalbo, hermano de la hermosa Leonida, cuya bizarría y aspereza de costumbres le habían dado renombre de cruel; y así, de todos los que le conoscían, "el cruel Crisalbo" era llamado; y ni más ni menos a Carino, el pariente de Silvia y compañero de Crisalbo, por ser entremetido y agudo de ingenio, "el astuto Carino" le llamaban; del cual y de Silvia, por parecerme que me convenía, con el medio de muchos presentes y dádivas, forjé la amistad —al parecer— posible; a lo menos, de parte de Silvia fue más firme de lo que yo quisiera, pues los regalos y favores que ella con limpias entrañas me hacía, obligada de mis continuos servicios, tomó por instrumentos mi fortuna para ponerme en la desdicha en que agora me veo. »Era Silvia hermosa en estremo, y de tantas gracias adornada que la dureza del crudo corazón de Crisalbo se movió a amarla; y esto yo no lo supe sino con mi daño, y de allí a muchos días. Y, ya que con la larga experiencia estuve seguro de la voluntad de Silvia, un día, ofreciéndoseme comodidad, con las más tiernas palabras que pude, le descubrí la llaga de mi lastimado pecho, diciéndole que, aunque era tan profunda y peligrosa, no la sentía tanto, sólo por imaginar que en su solicitud estaba el remedio della; advirtiéndole ansimesmo el honesto fin a que mis pensamientos se encaminaban, que era a juntarme por legítimo matrimonio con la bella Leonida; y que, pues era causa tan justa y buena, no se había de desdeñar de tomarla a su cargo. »En fin, por no serte prolijo, el amor me ministró tales palabras que le dijese, que ella, vencida dellas, y más por la pena que ella, como discreta, por las señales de mi rostro conoció que en mi alma moraba, se determinó de tomar a su cargo mi remedio y decir a Leonida lo que yo por ella sentía, prometiendo de hacer por mí todo cuanto su fuerza e industria alcanzase, puesto que se le hacía dificultosa tal empresa, por la inimicicia grande que entre nuestros padres conocía, aunque, por otra parte, imaginaba poder dar principio al fin de sus discordias si Leonida conmigo se casase. Movida, pues, con esta buena intención, y enternecida de las lágrimas que yo derramaba —como ya he dicho—, se aventuró a ser intercesora de mi contento. Y, discurriendo consigo qué entrada tendría para con Leonida, me mandó que le escribiese una carta, la cual ella se ofrecía a darla cuando tiempo le pareciese. Parecióme a mí bien su parecer, y aquel mesmo día le envié una que, por haber sido principio del contento que por su respuesta sentí,
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