Название: Grace y el duque
Автор: Sarah MacLean
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Los bastardos Bareknuckle
isbn: 9788418883019
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—Pero podemos permitírnosla un tiempo más, ¿no?
—Tiene demasiado talento para nosotros.
—Eres tú la que es demasiado bondadosa. —Fue la réplica.
—… La explosión… —Dahlia se detuvo al oír el fragmento de una conversación cercana y su mirada se encontró con la de una sirvienta que llevaba una bandeja de champán al grupo de chismosos. Un asentimiento apenas perceptible le indicó que la otra mujer también estaba escuchando. Le pagaban, y bien.
Sin embargo, Dahlia se demoró.
—He oído que son dos —añadió una mujer que desprendía escandalizado deleite. Dahlia resistió el impulso de fruncir el ceño—. Y que han diezmado los muelles.
—Sí, e imagínate, solo dos muertos.
—Un milagro. —La mujer susurraba las palabras como si de verdad lo creyera—. ¿Hubo algún herido?
—El periódico dice que cinco.
«Seis», pensó, y apretó los dientes mientras se le aceleraba el corazón.
—Estás mirando —dijo Zeva en voz baja, y aquellas palabras apartaron a Dahlia de la conversación. ¿Qué más había que saber? Ella estuvo allí apenas unos minutos después de la explosión. Conocía el recuento de heridos.
Pasó la mirada por encima de Zeva y de la multitud hasta llegar a una pequeña puerta, que estaba camuflada en el otro extremo de la sala, cuyos laterales quedaban ocultos por los profundos revestimientos color zafiro de las paredes, atravesados en plata. Incluso los miembros que habían visto al personal utilizarla se olvidaban de aquella modesta abertura antes de que se cerrara, y creían que lo que había detrás era mucho menos interesante que lo que tenían delante.
Pero Zeva sabía la verdad. Aquella puerta se abría a una escalera trasera que subía a las habitaciones privadas y bajaba a los túneles subterráneos del club. Era una de la media docena instalada en torno al número 72 de la calle Shelton, pero la única que conducía a un pasillo privado de la cuarta planta, oculto tras una pared falsa. Solo tres miembros del personal sabían de su existencia.
—Es importante que sepamos lo que se comenta en la ciudad sobre la explosión. —Dahlia ignoró el ansia por desaparecer a través de la ranura.
—Creen que los Bastardos Bareknuckle perdieron dos cargueros, una bodega llena de carga y un barco. Y que la dama de tu hermano estuvo a punto de morir. —Hizo una pausa. A continuación, añadió con tono mordaz—: Y tienen razón. —Dahlia ignoró las palabras. Zeva sabía cuándo no iba a ganar la batalla—. ¿Qué les digo?
—¿A quiénes? —Dahlia la miró.
—A tus hermanos. ¿Qué quieres que les diga? —La mujer levantó la barbilla en dirección al laberinto de habitaciones por el que habían llegado.
Dahlia maldijo en voz baja y echó un vistazo a la multitud que aguardaba en la oscuridad. Junto a la entrada de la sala, una distinguida condesa terminaba de contar un chiste verde para un puñado de admiradores.
—¡Es más estimulante por la puerta de atrás, querida!
Se oyeron carcajadas y Dahlia se volvió hacia Zeva.
—Dios, no estarán aquí, ¿verdad?
—No, pero no podemos mantenerlos alejados para siempre.
—Podemos intentarlo.
—Tienen que saber…
—Deja que yo me encargue de ellos —la interrumpió Dahlia, con una mirada dura y una respuesta aún más dura.
—¿Y qué hay de eso? —Zeva levantó la barbilla hacia la puerta oculta y las escaleras que se extendían más allá. A Dahlia la invadió una sensación de calor, algo que habría sido un rubor si fuera el tipo de mujer que se ruboriza. Lo ignoró, así como los latidos de su corazón.
—Deja que yo también me encargue de eso.
—Te tomo la palabra. —Zeva arqueó una ceja para dar a entender que tenía mucho más que decir. En cambio, se limitó a asentir. Se dio la vuelta y se abrió paso entre la multitud, dejando a Dahlia a solas.
Sola para presionar el panel oculto de la puerta, activar el pestillo y cerrarlo con fuerza a su espalda para dejar atrás la cacofonía de sonidos.
Sola para subir las estrechas escaleras a un ritmo tranquilo y constante, un ritmo que no se acompasaba con el de su corazón, que aumentó al llegar al segundo piso. Y al tercero.
Sola para contar las puertas del pasillo del cuarto piso.
«Una. Dos. Tres».
Sola para abrir la cuarta puerta a la izquierda y cerrarla tras de sí, quedando envuelta en una oscuridad lo bastante densa como para olvidar la fiesta alocada que se desarrollaba unas plantas más abajo. El mundo entero se había concentrado en esa habitación —que estaba dotada de la única ventana que daba a los tejados de Covent Garden— y en su escaso mobiliario: una mesita, una silla y una cama individual.
Sola en esa habitación.
Sola con el hombre que yacía inconsciente en la cama.
Capítulo 3
Los ángeles lo habían rescatado.
La explosión hizo que volara por los aires hasta hacerlo caer en la parte más oscura de los muelles. Dio varias vueltas de campana en el aire, pero en el aterrizaje se había dislocado el hombro y no podía mover el brazo izquierdo. Se decía que la dislocación era uno de los peores dolores que podía soportar un cuerpo, y esa era la segunda vez para el duque de Marwick. Las dos veces se había puesto en pie tambaleándose, con la mente en blanco. Las dos veces se había esforzado para soportar el dolor. Las dos veces había buscado un lugar donde esconderse de su enemigo.
Las dos veces los ángeles lo habían rescatado.
La primera vez, el ángel tenía un rostro radiante y amable, con un alboroto de rizos rojos, mil pecas en la nariz y las mejillas, y los ojos castaños más grandes que él hubiera visto nunca. Ella lo había encontrado en el armario donde se escondía, se había llevado un dedo a los labios y le había sujetado la mano buena mientras con la otra —más grande y fuerte— le recolocaba la articulación. Se había desmayado por el dolor y, cuando despertó, ella estaba allí como la luz del sol, esperándolo con una suave caricia y una voz melodiosa aún más amable.
Y se había enamorado de ella.
La segunda vez, los ángeles que lo rescataron no habían sido amables ni habían cantado. Habían ido a por él con fuerza y sin miramientos, encapuchados para ocultar el rostro en la sombra, con abrigos ondeando como alas mientras se acercaban y las botas resonando sobre los adoquines. Iban armados como soldados del cielo, flanqueados por espadas, que se convertían en dagas de fuego a la luz del barco que ardía en los muelles, destruido por la orden que él había dado, y que casi había acabado también con la vida de la mujer a la que su hermano amaba.
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