Grace y el duque. Sarah MacLean
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Название: Grace y el duque

Автор: Sarah MacLean

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Los bastardos Bareknuckle

isbn: 9788418883019

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СКАЧАТЬ ducado debería ser tuyo.

      —Las chicas no pueden ser duques. —Ella no pudo reprimir una risita exagerada.

      —Y, sin embargo, aquí estás: eres la heredera.

      Pero no lo era. No de verdad. Ella era el producto de una aventura extramatrimonial de su madre, una apuesta ideada para darle un heredero bastardo a un marido monstruoso, y manchar así para siempre su preciado linaje, que era lo único que realmente le importaba al duque. Pero, en lugar de un niño, la duquesa había dado a luz a una niña, por lo que no podía heredar. Era la sustituta. Una simple nota al pie en el ancestral ejemplar del Libro de la nobleza de Gran Bretaña e Irlanda. Y los cuatro lo sabían.

      —No importa —aseguró, ignorando sus palabras.

      Y no importaba. Ewan ganaría. Se convertiría en duque. Y lo cambiaría todo.

      Él la observó en silencio durante un rato.

      —Cuando sea duque… —fantaseó en un susurro, como si las palabras fueran a convertirse en realidad al pronunciarlas en voz alta—. Cuando sea duque, yo cuidaré de todos. De nosotros y de todo el Garden. Manejaré su dinero. Su poder. Su nombre. Y me alejaré de aquí y nunca miraré atrás. —Las palabras volaron alrededor de ellos, reverberando en los troncos de los árboles antes de que él se corrigiera—. Su nombre no —susurró—. El tuyo.

      Robert Matthew Carrick, conde de Sumner, heredero del ducado de Marwick.

      Ignoró el ramalazo de emoción que la recorrió y suavizó el tono.

      —Te quedará bien ese nombre. Es nuevo. Yo nunca lo he usado. —Había sido bautizada como el heredero, pero no podía hacer uso de su nombre.

      A lo largo de los años, siempre se habían dirigido a ella como «niña», «chica» o «señorita». Un día, cuando tenía ocho años, hubo una criada que la llamó «mi amor», y eso le gustó mucho. Pero la criada se había marchado al cabo de unos meses, y ella había vuelto a ser invisible.

      Hasta que más tarde llegaron tres chicos que sí la veían, y el que estaba con ella no solo parecía verla, sino también entenderla. Y la llamaron de mil maneras: «Liebre», por la forma en que atravesaba los campos a la carrera, «Fuego», por las llamas de su cabello pelirrojo y «Rebelde», por la manera en que se enfadaba con su padre. Y ella respondía a todos aquellos apodos, sabiendo que ninguno era su nombre, sin importarle demasiado, porque ellos estaban allí. Porque tal vez estar con ellos fuera suficiente.

      Porque para ellos era alguien importante.

      —Lo siento —susurró él. Y lo decía en serio.

      Para él, ella sí era alguien importante.

      Permanecieron así durante unos instantes, con las miradas entrelazadas mientras la verdad pesaba a su alrededor, hasta que él carraspeó y apartó los ojos, rompiendo así aquella conexión. Lo observó cuando giró su tronco para volver a prestar atención a las copas de los árboles.

      —De todos modos, mi madre decía que le encantaba la lluvia, porque era el único momento en que veía joyas en el barrio de Covent Garden.

      —Prométeme que me llevarás contigo cuando te vayas —susurró ella para romper el silencio.

      Los labios de Ewan se convirtieron en una línea firme, la promesa quedó escrita en las arrugas de su cara, más vieja de lo que debería ser. Más joven de lo que iba a necesitar que fuera.

      —Y tendrás muchas joyas. —Asintió con seguridad.

      Ella se giró, y sus faldas se desplegaron sobre la hierba.

      —Por supuesto —bromeó ella—. Y vestidos confeccionados con hilo de oro.

      —Vivirás entre bobinas de hilo oro.

      —Sí, por favor —dijo ella—, y una doncella que sepa hacerme preciosos peinados.

      —Para ser una chica de campo, eres muy exigente —se burló.

      —He tenido toda la vida para elaborar una lista con mis necesidades. —Le dirigió una sonrisa.

      —¿Crees que estás preparada para Londres, chica de campo?

      —Creo que se me dará bien, chico de ciudad. —La sonrisa se transformó en un ceño fruncido.

      Él se rio, y el preciado (por infrecuente) sonido de su risa llenó el espacio que los rodeaba, reconfortándola. En ese momento, sucedió algo. Algo extraño e inquietante, maravilloso e inaudito. Ese sonido, que no se parecía a ningún otro del vasto mundo, la liberó.

      De repente, lo sintió. No solo el calor de él a su lado, donde se tocaban de hombro a cadera. No solo el lugar donde su codo descansaba junto a su oreja. No solo el contacto de sus manos en los rizos cuando él extrajo una hoja de ellos. Sino en todas partes. En el ascenso y descenso uniforme de su respiración. En su segura quietud. Y esa risa…, en su risa.

      —Pase lo que pase, prométeme que no me olvidarás —le pidió en voz baja.

      —No podré. Estaremos juntos.

      —La gente se va.

      —Yo no. No me iré. —Frunció el ceño y negó con fuerza.

      —A veces no se elige. A veces, la gente, simplemente… —Asintió—. Pero aun así…

      Su mirada se suavizó al comprender que se refería a su madre. Rodó hacia ella y quedaron frente a frente, con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos, lo suficientemente cerca como para contarse mil secretos.

      —Ella se habría quedado de haber podido —dijo él con firmeza.

      —No lo sabes —susurró, y cuánto detestó el picor que le provocaban aquellas palabras en los ojos—. Nací y ella murió, y me dejó con un hombre que no era mi padre, que me dio un nombre que no es el mío, y nunca sabré qué habría pasado si ella hubiera vivido. Nunca sabré si… —Él esperó. Siempre paciente, como si fuera a aguardar toda la vida—. Nunca sabré si me habría querido.

      —Claro que sí. —La respuesta fue inmediata.

      —Ni siquiera me puso un nombre. —Sacudió la cabeza y cerró los ojos. Quería creerle.

      —Lo habría hecho. Te habría puesto un nombre, y habría sido precioso.

      La certeza de sus palabras hizo que ella buscara su mirada, segura e inflexible.

      —Entonces, ¿no me llamo Robert?

      —Ella te habría puesto un nombre digno de ti. El nombre que te mereces. Te habría dado el título. —No sonrió. No se rio. La comprendía y, luego, añadió—: Como voy a hacer yo.

      Todo se detuvo: el susurro de las hojas en el dosel de ramas; los gritos de sus hermanos en el arroyo, un poco más allá; el lento transcurrir de la tarde; y ella supo, en ese momento, que él estaba a punto de hacerle un regalo que nunca había imaginado recibir.

      —Dime… —Le sonrió, con el corazón palpitando en el pecho.

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