Название: Alfonso XIII y la crisis de la Restauración
Автор: Carlos Seco Serrano
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia y Biografías
isbn: 9788432154157
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Cánovas llamaba la atención sobre el éxito obtenido en recientes elecciones al Reichstag por el socialismo alemán, y añadía: «Ningún pensador de aquel país puede ya dudar que si allá no se apela a violencias o falsificaciones, que reduzcan el sufragio a la simple apariencia que en Francia fue durante el Imperio napoleónico, llegará día en que con plena conciencia el socialismo alemán de su poder político, y gracias a la organización perfeccionada que va adquiriendo, perturbe profundamente, cuando menos, el ejercicio del gobierno...».
Porque tenía una noción exacta de las realidades sociales sobre las que había de asentarse su obra, Cánovas completó el texto constitucional con una ley electoral marginal a aquel —de carácter censitario, como la isabelina, pero mucho más abierta que esta—. Cuando se habla de la «farsa canovista» no debiera olvidarse que Cánovas pretendía, con su sufragio restringido, hacer más auténtica la realidad de este, poniéndolo en manos de los verdaderamente capacitados —capacitados tanto por su nivel intelectual como por su independencia efectiva—. Cierto que esto patentiza la urgencia de modificar las estructuras culturales y económicas, de «promocionar a las masas», lo que hubiera permitido ensanchar progresivamente las bases del cuerpo electoral. Y en efecto, la ley censitaria de Cánovas refleja, exactamente, los límites sociales de su construcción política; pero no cierra el camino a una futura y posible modificación que amplíe el sufragio. Modificación que llevaría a la práctica el jefe de la «izquierda dinástica». Sagasta, sin hacerla preceder de una «revolución estructural» en la que, desde luego, él no pensaba. De aquí que el sistema degenerase en ficción desde el primer momento; y de aquí también que resulte más adecuado hablar de «farsa sagastina» que de «farsa canovista».
Todavía conviene añadir algo más. El doctrinarismo de Cánovas, su ley censitaria no se encaminaban exactamente a cerrar el paso al socialismo; no podían hacerlo puesto que el socialismo democrático no existía en España en 1876. El obrerismo se repartía entonces entre el internacionalismo ácrata, de una parte[6], y el republicanismo pimargalliano. Respecto a los internacionalistas no había cuestión: el anarquismo se enfrentaba con toda ley política, y por tanto, no pasaba en la práctica de un «problema de orden público» —como dijo, con expresión más realista que cínica, Sagasta—. El republicanismo pimargalliano había abocado al caos en 1873, al ponerse de relieve las contradicciones entre los teóricos derechos democráticos y la falta de preparación del pueblo para ejercerlos: la incomprensión de la «revolución desde arriba» por parte de las grandes masas a las que había de beneficiar, es la gran tragedia del federalista español, encerrado siempre en un plano abstracto. En cuanto al socialismo marxista, su núcleo primitivo —no organizado aún como partido— era una minoritaria disidencia en el frente bakuninista ibérico: la Nueva Federación madrileña fundada por Pablo Iglesias. Cuando este incipiente núcleo fue aniñado, con las otras federaciones de la Internacional, en 1874, solo quedó en pie —como semillero de lo que luego sería el Partido Socialista Obrero— la Asociación del Arte de Imprimir, respetada precisamente por su carácter marginal a la organización internacionalista (y conviene no olvidar el trato de favor que ya por entonces dispensaron los artífices de la Restauración a la asociación obrera: Ducazcal, alcalde de Madrid, y, a través de este, el ministro de la Gobernación Romero Robledo). La fundación del Partido Socialista Obrero Español data de 1879 —y en cuanto a su proyección sindical (la U.G.T.) de 1888[7]—. Por entonces, sus seguidores eran tan escasos que, con una u otra ley electoral, tenían muy pocas posibilidades de acceso a las Cortes.
LA DEMOCRATIZACIÓN DEL RÉGIMEN CANOVISTA: SUS FRONTERAS SOCIALES
El año 1890 marca una inflexión decisiva en la Restauración. En este año registra Sagasta su momento político culminante, al conseguir la aprobación de la Ley de Sufragio Universal.
Si la acentuación del confesionalismo católico aportó desde la derecha —ya a finales del reinado de Alfonso XII— el apoyo de los «ultras» de Alejandro Pidal a la Restauración canovista, el programa democrático que a esta impuso, en el primer lustro de la Regencia, el liberal Sagasta, significaba su máxima apertura asimiladora hacia la izquierda; apertura a la que respondió, exactamente, el posibilismo de Castelar. En esta década, pues, entre 1880 y 1890, se produce la definitiva configuración de sus bases políticas y sociales. También, por consiguiente, la fijación de sus fronteras —desde «fuera»—. En efecto, aunque en el Congreso de Bilbao —de ese mismo año— el Partido Socialista decidiese ya entrar en la liza electoral, las declaraciones de Pablo Iglesias —con ocasión de la Fiesta del Trabajo, el 1 de mayo de 1891— no dejaban lugar a posibles equívocos: «Debo decirlo muy alto: si la burguesía transige y nos concede las ocho horas, la revolución social, que ha de venir de todos modos, será suave y contemporizadora en sus procedimientos. De otra suerte, revestiría los caracteres más sangrientos y rudos que puede imaginar la fantasía de los hombres». La manifestación obrera que, organizada por el partido, se desarrolló en Barcelona y otras ciudades en ese día fue como una afirmación de solidaridad proletaria —y de insolaridad con el mundo burgués—. Quedaba definida, en la actitud de Pablo Iglesias, la rigidez «guesdista» del socialismo español, que le haría inasimilable por la monarquía restaurada.
Al hablar de las fronteras de la Restauración conviene no olvidar este hecho. El sistema Cánovas-Sagasta supuso la creación de una plataforma política, condicionada por la distinción entre partidos dinásticos y antidinásticos, y, más tajantemente, entre partidos legales e ilegales; pero ese condicionamiento tenía un carácter puramente provisional; y cabía su flexión en torno a la fórmula de la indiferencia respecto a las formas de gobierno (el posibilismo castelarino fue, desde la extrema izquierda burguesa, un paso en este sentido). Se mantenían, simplemente, ciertas reglas de juego basadas en una evolución orgánica y progresiva, evitando la convulsión revolucionaria, pero sin exigir tampoco la desnaturalización de las fuerzas integradas en el sistema: tal fue el caso de Abárzuza, a la izquierda, pero también el de Pidal, a la derecha. Ya en 1904, a comienzos del reinado personal de Alfonso XIII, declararía Maura en el Parlamento, terminantemente:
La tesis genérica de los partidos legales e ilegales está fuera de todo debate. Yo no sé cuántas veces lo he dicho; pero aunque no lo hubiera dicho nadie, la realidad nos lo enseña. ¿No están existiendo los partidos todos? ¿No actúan? ¿Se ha hecho algo que denote la convicción contraria a las palabras con que hemos proclamado solemnísimamente que, en efecto, no hay, por razón de las ideas, por la confección doctrinal de sus programas, por la definición de sus aspiraciones y de sus ideales, nada que sea ilegal en España, por el derecho constituido? Únicamente los actos están sometidos al código[8].
Y pasados los años, el propio La Cierva, respondiendo a una consulta del rey, le confirmaría que, tanto con la Constitución proyectada por Primo de Rivera, como con la canovista de 1876, era perfectamente posible otorgar el poder al Partido Socialista... siempre que tuviese mayoría en las Cortes[9]. Ahora bien, el socialismo español, al negarse a aceptar esas reglas de juego, es decir, a adoptar el principio de la indiferencia en cuanto al régimen —que se haría tan común, ya en pleno siglo XX, entre los partidos socialistas de otros países europeos, cuya obra política se ha desarrollado tanto bajo la monarquía como bajo la república—, renunció, desde el primer momento, a la posibilidad de poner en marcha una evolución estructural «desde dentro», dada su debilidad, puesto que solo en alianza con otras fuerzas políticas podía alcanzar el poder. Su llegada a las Cortes, en 1910, iba a poner de relieve esta incapacidad de diálogo, frente a los esfuerzos incansables y llenos de buena voluntad del entonces jefe del Gobierno, Canalejas[10]. El discurso pronunciado por Pablo Iglesias en el Congreso el día 7 de julio de aquel año nos da la pauta invariable de una actitud monolítica: aspiración a suprimir la Iglesia, el ejército y «otras instituciones necesarias para este régimen de insolidaridad» (velada alusión al trono). «El Partido Socialista viene a buscar aquí lo que de utilidad puede hallar, pero la totalidad de su ideal no está aquí, la totalidad se entiende que ha СКАЧАТЬ