Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano
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СКАЧАТЬ que encarnara la Unión Liberal, y el otro del progresismo democrático triunfante en las Constituyentes de 1869. Cánovas había logrado superar la guerra civil con una fórmula de convivencia, y los obstáculos tradicionales con un supremo arbitraje en el disfrute del poder por los «partidos dinásticos».

      Sino que esta revolución liberal que ahora se remansaba en el triunfo había sido una revolución de minorías: su nervio sustentador, el elemento burgués, no constituía más que una leve película —reforzada por una mesocracia de funcionarios y hombres de «profesiones liberales»— en los estratos sociales de la España decimonónica; y si en algún momento pudo tomar apariencias de «revolución popular» o revolución de masas, ello se debió a dos razones: de una parte, la apelación demagógica del progresismo; de otra, el hecho de que ese progresismo solo se pusiera a prueba —y de modo precario— en el paréntesis de dos años que siguió a la vicalvarada, durante el cuarto de siglo de reinado personal de Isabel II.

      Sería, sin embargo, inexacto e injusto resumir la obra de Cánovas, como tantas veces se ha hecho desde el campo de las extremas izquierdas, con el simple calificativo de «reaccionaria», puesto que distó mucho de una simple vuelta al punto de partida —el monopolio del poder por el moderantismo isabelino—; se esforzó, por el contrario, en arbitrar una fórmula abierta a derecha e izquierda, en consolidar, en torno al trono y a la legalidad constitucional, el equilibrio entre las fuerzas políticas separadas por el 68. Precisamente por la amplitud o la flexibilidad que la caracterizaron ha habido en nuestros días quien ha atacado la obra de Cánovas; me parece evidente que si la «apertura» hacia la herencia del 68 terminó a la larga arruinando la Restauración al cabo de medio siglo, de seguro su duración hubiera sido mucho más corta —no habría rebasado, probablemente, los primeros días de la Regencia—, de reducirse, una vez más, a ser instrumento de un solo partido. Muy por el contrario, el fracaso de la obra de Cánovas radica en los límites de su «apertura»; en su incapacidad para asimilar, o para captar, las bases sociales de la nueva revolución alumbrada por la Internacional. Y a medida que avance el tiempo, en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado de Alfonso XIII—, se hará más evidente que la suerte del Régimen depende de sus posibilidades de captación de la nueva izquierda: la que había sido marginada en los días de Cánovas y Sagasta.

      Pero sería gravísimo error confundir la visión social de Cánovas con su posición manifiesta en aquel debate «en caliente». La talla de estadista la da en el gran malagueño su capacidad para modificar criterios, para corregir planteamientos, para llevar al máximo la flexión de una línea ideológica perfectamente coherente sin embargo. Como él mismo dijo en alguna ocasión: «No existe la posibilidad de gobierno sin transacciones lícitas, justas, hornadas e inteligentes». Pocos años antes de su muerte pondría de relieve una comprensión cada vez más abierta hacia el problema social en sus dimensiones auténticas: «No hay que hacerse ilusiones; el sentimiento de la caridad cristiana y sus similares no son suficientes, por sí solos, para atender las exigencias del día. Necesítase, por lo menos, una organización supletoria de la iniciativa individual, que emane de los grandes poderes sociales... Por mi parte, opino que será más ventajoso a la larga el concierto entre patronos y obreros, con o sin intervención del Estado...». Y Cánovas —el partido conservador, en la persona de Eduardo Dato—, había de ser, ya a comienzos de siglo, el portaestandarte de una «legislación social» que al final de la segunda década del siglo se alinearía en avanzada respecto a los otros países de Europa. Pero, entretanto, el planteamiento del problema era inequívoco: una democracia como la intentada en 1868 había de partir, para ser auténtica, de una previa labor de reorganización social y económica; invertir los términos —es decir, llevar al extremo los derechos políticos sin respaldarlos con un programa de soluciones sociales— abocaba a una alternativa: o el falseamiento del sufragio, o, en plazo más o menos largo, la revolución comunista desde arriba. También esto lo señaló Cánovas en 1890:

      No es, en suma, el socialismo utopista, comunista-colectivista, revolucionario, que intenta destruir de arriba abajo el estado social para construir uno quimérico, el que más solicita la atención ahora. Tales propósitos, por su manifiesta imposibilidad y su brutal violencia, excluyen otra resolución del Estado que no sea la de combatirlos a todo trance, empleando en ello cuantos medios depositan en sus manos las naciones. Lo СКАЧАТЬ