La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic
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Название: La música de la soledad

Автор: Ramón Díaz Eterovic

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9789560013248

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СКАЧАТЬ lo que es la cesantía.

      —La situación laboral está mala para los abogados.

      —Y para la mayoría de las personas que tienen la mala costumbre de comer al menos una vez al día.

      —Tiene una extraña manera de plantear ciertas ideas —acotó Sanhueza y esbozó algo que podía asemejarse a una sonrisa.

      —Supongo que Raquel le habrá dado mi nombre y mis señas.

      —Sé perfectamente quién es. Don Alfredo solía decir que usted era de confiar —dijo Sanhueza y dio unos pasos hasta quedar frente al escritorio.

      —¿Confiable? Supongo que depende de para qué o para quién.

      —Parece que tiene problemas con el computador. ¿Puedo ayudarle? —preguntó.

      —Mi amistad con la computación es reducida, por decir lo menos. A la hora de escribir prefiero mi lápiz de pasta y una libreta de hojas blancas.

      —Dígame lo que necesita y veré si puedo darle una mano.

      —Quiero encontrar las demandas que Alfredo escribió o estaba escribiendo antes de su muerte. Y revisar sus últimos correos electrónicos.

      —Será fácil encontrar lo que quiere. El señor Razetti era sumamente ordenado con los documentos y carpetas que mantenía en su computador. Les ponía fecha, los clasificaba por temas. Y con los correos hacia lo mismo. Ordenaba por fechas y remitentes los correos que se relacionaban con su trabajo.

      —Perfecto. A la hora de investigar no hay nada mejor que tener un cacho de suerte.

      —Y conocimientos o habilidades que ayuden a la suerte.

      —Eso sonó a reproche, ¿o me equivoco?

      —No es mi intención darle consejos, pero le vendría bien aprender a usar una computadora. Hoy en día, hasta en los círculos sociales de la tercera edad enseñan a utilizar un computador.

      —Seguiré su consejo cuando llegue a la tercera edad. Por ahora seguiré fiel al lápiz y el papel.

      —Tenía razón don Alfredo cuando me habló de usted y su carácter.

      —¿Y qué más te dijo de mí?

      —Habló de mujeres, copas y líos de pistolas.

      —A veces Alfredo hablaba más de la cuenta.

      —¿Le molesta que le recuerden esas cosas?

      —Mis historias son un asunto personal y de cierto sujeto que suele escribir novelas con las anécdotas que le cuento. Pero el tipo exagera.

      —¿Incluso con lo de las armas y los muertos?

      —Nunca he usado mi pistola sin una buena razón y las muertes que he causado no pesan en mi conciencia —dije, y luego de encender un cigarrillo, agregué—: Creo que llegó el momento de ver cuánto sabe de computadoras.

      Sanhueza se acomodó en una silla, frente al computador, y comenzó a trabajar con evidente pericia y conocimiento de lo que debía hacer. Media hora más tarde, imprimió medio centenar de hojas y las puso dentro de una carpeta.

      —Imprimí los textos y correos que don Alfredo redactó durante los dos últimos meses. Siéntese y léalos con calma —dijo al tiempo que me pasaba la carpeta.

      El primer documento era el esbozo de una querella contra un sacerdote y uno de sus amigos. Se conocieron cuando ambos entraron al seminario. Mariano, así se llamaba el compañero que al cabo de dos años abandonó sus estudios para casarse con una prima. Sin embargo, el matrimonio no modificó sus aficiones sexuales, y a los pocos meses volvió a contactarse con el cura, iniciándose entre ellos una relación que mantuvieron en secreto hasta que la esposa descubrió unas cartas comprometedoras. La mujer amenazó a su marido con denunciarlo y ese fue el comienzo de su fin. Mariano la eliminó con una sobredosis de tranquilizantes. Una hermana de la víctima había contactado a Razetti porque deseaba querellarse en contra del sacerdote y su amante. Pero la querella no prosperó. El cura asesinó a su amigo y se colgó de un árbol, en el patio de la iglesia donde ejercía de párroco. Antes de ello, escribió una carta en la que confesaba su relación con Mariano. La historia parecía sin cabos sueltos y no era para pensar que alguien hubiera querido vengarse de Razetti por elaborar una querella que no llegó a presentar.

      El segundo caso estaba relacionado con Octavio Manquilef, un joven mapuche asesinado a la salida del restaurante donde trabajaba. La policía declaró que se trataba de un asalto común y la Fiscalía no prestó mayor atención al asunto, hasta que Razetti, a solicitud del padre de la víctima, presentó una querella, aportando una serie de datos que parecían destinados a dar un giro diferente a la historia. Manquilef era oriundo de un pueblo próximo a Temuco y vivía desde hacía seis años en Santiago. Pertenecía a una comunidad mapuche que luchaba por recuperar sus tierras en el sur, ocupadas por empresarios madereros. Meses antes de su muerte, había realizado una denuncia a la policía por el seguimiento del que decía ser objeto de parte de hombres a los que podía identificar. Según unas notas que acompañaban la denuncia elaborada por Razetti, mi amigo había viajado a la comunidad donde vivían los padres de Manquilef. De ese viaje había regresado con la convicción de que los asesinos del mapuche eran los miembros de un grupo de guardias armados que trabajaba para los empresarios que deseaban mantener el usufructo de los bosques. Que este grupo extendiera sus tentáculos hasta Santiago era algo factible y por eso Razetti concluía su demanda solicitando pesquisas conducentes a revelar la identidad de los asesinos. Doblé el documento que acababa de leer y lo guardé en mi chaqueta.

      —¿Algo de interés? —preguntó Sanhueza.

      —¿Mencionó Alfredo que hubiera recibido amenazas por investigar la muerte de Octavio Manquilef?

      —Me habló de ese caso, pero no me dijo nada en especial, solo generalidades que no permitían formarse una opinión. Estaba interesado en el asunto, porque a su juicio existían antecedentes suficientes como para interponer una demanda.

      —¿Sabe qué resultado tuvo esa demanda?

      —Ni idea. Don Alfredo llevó las diligencias personalmente.

       ***

      Me despedí de Sanhueza pasada la medianoche, después de compartir unas cervezas en un pequeño bar ubicado cerca de la avenida Matta. Caminamos hasta la calle San Diego y ahí nos despedimos. Yo seguí mi marcha hacia la Alameda, con la compañía de un cigarrillo y la intención de seguir leyendo los documentos apenas llegara a mi departamento. Los escritos encontrados en el computador parecían la radiografía de la locura soterrada que se anidaba en distintos sectores del país. Una de las demandas que más me impactó era la vinculada a un juicio de cuidado personal interpuesto en un tribunal de familia por el padre de un menor llamado Esteban Urzúa. El niño, de apenas diez años, se había fugado de la casa en la que vivía con su madre, una mujer que al correr de la lectura de la demanda daba la impresión de ser incapaz de cuidar a su hijo, el que luego de tres semanas de ausencia del hogar había aparecido en una posta médica, intoxicado por el consumo de pasta base y con una grave herida cortopunzante en el vientre. Razetti, con la ayuda del padre del niño y de una asistente social, había averiguado que el niño estaba vinculado al tráfico y consumo de drogas entre los integrantes de las barras que concurrían al Estadio Monumental. La madre de Esteban se había enterado de lo sucedido a su hijo tres СКАЧАТЬ