La música de la soledad. Ramón Díaz Eterovic
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Название: La música de la soledad

Автор: Ramón Díaz Eterovic

Издательство: Bookwire

Жанр: Книги для детей: прочее

Серия:

isbn: 9789560013248

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СКАЧАТЬ la atención.

      —Mañana, hasta el mediodía, estaré en mi oficina. Ahí te puedo mostrar lo que tenemos.

      —Gracias, contaba con tu ayuda —dije y uní un gesto a mis palabras para darle a entender que no tenía nada más que decir sobre el asesinato de Razetti.

      —Me extraña que aún no hagas la pregunta que esperaba oírte, Heredia.

      —¿En qué estás pensando? —pregunté, cauteloso—. ¿Hay algo sobre el asesinato de Razetti que debería conocer?

      — Pensaba en la comisario Doris Fabra. Hace dos meses que no la llamas ni le escribes.

      —¿La has visto? Todavía le debo una respuesta a cierta pregunta que me hizo.

      —Concluyó el permiso que le dieron por unos meses. Mañana o pasado se reintegra a sus funciones.

      —¿Está bien?

      —Me ha preguntado por ti, y algo más.

      —¿Qué implica ese algo más?

      —Cuando se fue al sur me pidió que cuidara tus pasos.

      —¿Que me vigiles?

      —No, que de vez en cuando pregunte por ti a los que te conocen.

      —¿Y eso qué significa?

      —A tu edad y con tu experiencia en mujeres, ya deberías saberlo, Heredia.

      —Moriré sin saber nada de las mujeres.

      —Sigues siendo el exagerado de costumbre, Heredia.

      —Un día de estos le daré mi respuesta.

      —¿Será la respuesta que ella espera?

      —Después de tanto tiempo, no sé si siga esperando algo de mi parte.

      —Apostaría a que sus sentimientos no han cambiado.

      —Ya lo veremos cuando me llegue la hora de hablar.

       ***

      Nos despedimos frente a la Casa Central de la Universidad de Chile. Saludé en silencio a don Andrés Bello, que seguía en su silla, observando el paso alterado de los santiaguinos por la Alameda, y seguí en dirección al Paseo Ahumada, invadido por los cartoneros que recogían los desechos y la basura arrojada por las tiendas y los restaurantes. Triste tarea realizan hombres y mujeres que han salido temprano para aprender de los perros, murmuré recordando unos versos de Ennio Moltedo. El poema me hizo pensar en la suerte que corría la gente que veía en mis caminatas por el centro de la ciudad. Algún día tendrían otro oficio y un futuro; y mientras ese día llegaba, había que resistir, disfrutar de lo que nos hacía feliz y seguir creyendo en la posibilidad de vivir en un mundo mejor organizado.

      Camino a la plaza de Armas, pensé en lo que había dicho Chacón sobre Doris.

       4

      Al principio, un silbido pareció atravesar las ventanas. Luego surgió una luz opaca, acompañada por el ruido de los vehículos y la gran bulla colectiva, que fue creciendo hasta instalarse en mi habitación como una música que nadie se molestaría en acallar. Desperté con los ecos de esa música y me quedé quieto, arropado por las frazadas, sin ánimo de mover ni el más insignificante de mis músculos. Simenon dormía a mi lado, sobre la colcha, totalmente ajeno a mis pensamientos. Puse una de mis manos sobre su cabeza y jugué con sus orejas, hasta que despertó y movió la cabeza de un lado a otro, molesto.

      —Deja mis orejas en paz. Cuando necesite que me incordien te lo haré saber. Deberías respetar mi descanso.

      —Has dormido más de ocho horas.

      —¿Y cuál es el problema? A mi edad necesito descanso, la comprensión de quienes me rodean y una comida sana. Por ejemplo, un bife grueso y jugoso.

      —Tu obsesión por los bifes es malsana. ¿No tienes otra comida en qué pensar?

      —Un buen trozo de salmón me sentaría de maravillas.

      —¡Olvídalo por ahora! Tenemos que investigar la muerte de Razetti.

      —¿Tenemos? ¿No será mucha gente?

      —Llamaré a Raquel para decirle que iré a la oficina —dije y Simenon me observó con indiferencia.

       ***

      Usé las llaves que la esposa de Alfredo me había entregado. Di unos pasos por la habitación y una súbita sensación de abandono me hizo recordar la violenta muerte de mi amigo. No era fácil comenzar a buscar pistas mientras la tristeza seguía afectando mi ánimo. Dispuesto a dar el primer paso de la investigación, me propuse examinar lo que Alfredo hubiera escrito sobre los juicios que tramitaba en los últimos meses. Si existían esos textos, y si lograba ubicarlos, quizás podría encontrar un motivo para su asesinato y empezar a elaborar la lista de sospechosos.

      Comencé por revisar los cajones del escritorio, repletos de folletos, libretas de apuntes, lápices a medio usar, tarjetas de visitas y recortes de diarios referidos a los avances o resultados de juicios que habían tenido resonancia en la prensa. Junto a los recortes, encontré una cajetilla con tres cigarros y los fumé mientras hacía mi trabajo de fisgón. A poco de iniciar la búsqueda comprendí que no obtendría mucho hurgueteando en el escritorio ni entre los libros ordenados en las dos estanterías adosadas a una de las paredes de la oficina. Mi amigo leía textos legales y de viajes, biografías de políticos, novelas de José Saramago y Abelardo Castillo. Después de una hora, encendí el computador que estaba sobre el escritorio y quedé frente a una pantalla llena de íconos que observé un par de minutos sin atinar a conjeturar nada sobre la utilidad de cada uno de ellos.

      —Dudo que obtenga algo mirando este aparato —me dije mientras movía el mouse con cierta repugnancia—. Sería más fácil encontrar algo en una biblioteca medieval alumbrada con velas.

      Razetti habría reído a carcajadas si hubiera podido verme. Y quizás lo estaba haciendo, tendido sobre una nube esponjosa.

      —Es en este tipo de ocasiones cuando me dan ganas de jubilar

      —dije en voz alta—. Pero, sin ahorros ni muchos billetes en los bolsillos, tendría que asaltar un banco.

      —¿Problemas con el computador? —escuché que me preguntaban.

      Había un hombre delgado, moreno, y de unos cuarenta años junto a la puerta de la oficina. Vestía un terno negro y camisa blanca; y su rostro afilado recordaba a los personajes retratados por El Greco.

      —¿Quién es usted? —le pregunté con la simpatía de un doberman.

      —Héctor Sanhueza. Soy abogado y trabajaba con Alfredo Razetti. Me llamó la señora Raquel y me pidió que viniera a ver si usted necesitaba ayuda.

      —La última vez que visité a Alfredo no tenía ayudante. A lo más, compartía unos juicios con su amigo Nápoles.

      —Alcancé СКАЧАТЬ