Eso mismo, parece, vienen a decirnos ahora las noticias: lejos de su condición permanente de antaño, los lugares de hoy son efímeros, mudables. Irreales, incluso: contra la idea heraclitiana de que un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río, se nos invita a pensar que hasta en ese primer baño hay algo ilusorio. Un hombre no puede siquiera bañarse una vez en el mismo río porque no existe tal río, es decir, una sustancia continua e idéntica. Existe únicamente una sucesión de innumerables gotas de agua, distintas a cada instante. La desolación marina que anuncian esas imágenes casi arroja los paisajes que conocimos a una inexistencia turbia, oscura. Nos obliga a sospechar que no estuvimos nunca en ellos.
DOS
UN DÍA UN AMIGO, RECIÉN REGRESADO de un viaje, trajo por casa un fragmento de vidrio. «Es el azul de Chartres», dijo, dejándolo sobre la mesa, «fijaos, qué hermoso». En aquel poliedro irregular, mellado por varias partes como en una talla torpe y fallida, parecía que hubiese cuajado el cielo o se hubiese resumido el mar. Sobre el mantel de hule, entre platos, botellas y cubiertos, aquella esquirla celeste, birlada en un descuido por unas manos jóvenes.
Pasó de mano en mano. Luego, mientras los demás admirábamos aquel brillo mate, él fue refiriendo su historia: al parecer, se trataba de un resto de los miles de probaturas que los maestros vidrieros habían hecho, durante la construcción del templo; luego, junto con parte del material desechado, ese cristal se había reutilizado en los vanos de la sala noble, en un castillo de la región; por fin, tras dormir durante siglos en la cripta del edificio, lo había rescatado de la sombra un estudioso al que mi amigo había asistido en unas prácticas, durante las vacaciones de verano. Ocho siglos resumidos en esa claridad indiferente.
A través de qué manos, sobreviviendo a qué azares había llegado hasta nuestra mesa aquel vidrio, daba casi lo mismo. Como una piedra desgajada de un aerolito, o traída de otro planeta, proyectaba su luz sobre el hule, pregonando su naturaleza insólita: arena sometida a calor y presión, hasta lograr esa transparencia.
¿Por qué el azul de Chartres? ¿Qué cifraba, en la mente de sus constructores, aquel extraño color? Yo, mientras avanzaba la cena y la conversación discurría hacia otros derroteros, quise recordar la catedral, sus torres asimétricas, su alta bóveda, su laberinto: allí, en ese gran joyero, los artesanos quisieron representarse a sí mismos junto a las escenas del Evangelio y del Antiguo Testamento. Entre Elías y el Árbol de Jesé, entre David y los obsequios de los Magos, el visitante puede distinguir los albañiles, los escultores, los herreros, los abaceros… Todos los gremios que contribuyeron a levantar aquel códice en piedra, porque en él habría un anticipo del Cielo. De algún modo, sí, figurar allí era otorgar una imagen al deseo, y por eso el fondo de esas escenas de labor es siempre azul. ¿Soberbia? Toda tarea llevaría al hombre a lo alto a condición de que hubiese amor en ese oficio, sería la idea. Contarse entre el azul de Chartres equivaldría a flotar entre el azul del Cielo.
Dicen que, en varias ocasiones, cuando ha habido que reparar algún destrozo, los maestros vidrieros se han afanado en dar con el equivalente de aquel primer azul. La técnica moderna se ha empleado a fondo, y con ella los cientos de posibilidades, de aproximaciones, en una cercanía infinitesimal a aquel prodigio gótico. Ha sido siempre en vano: como una ciencia secreta, celosamente guardada por sus dueños, la fórmula de ese vidrio original se ha perdido en el tiempo. Se ha extraviado la llave, se ha borrado el camino. Eso decía, mudo sobre la mesa, aquel trozo de cristal traído de un viaje. Para llegar al Cielo, cada cual habrá de improvisar su propio azul.
Hay cierta justicia en el hecho de que las afirmaciones absolutas acerca de este mundo —finito, mudable y relativo— no se puedan enunciar nunca en forma negativa. Por ejemplo, no cabe pronunciar frases como «Nada es verdad» sin incurrir en una contradicción en los términos: si nada es verdad hay algo que sí lo es, a saber, la afirmación de que nada es verdad. Y eso supone más que una mera aporía de la lógica formal. Supone una instancia más allá del mundo.
Fue un intento moderno, casi el reverso de la moción inicial de la modernidad: Everything that lives is holy, escribió Blake, como para llevar la contraria a aquel siglo XVIII que lo allanaba todo, que reducía la naturaleza un mecanismo inerte, que arrasaba los templos, que concebía al hombre mismo como un conjunto de sistemas. Puestos a abolir la distinción entre lo sagrado y lo profano, era más o menos el argumento del poeta, ¿por qué no hacer que el peso de las cosas recayese sobre el primer término, y no el segundo? ¿Por qué, frente a quienes lo sumían todo en ese mar de indiferencia, no subrayar el carácter único, real, singular, de cada cosa? ¿Por qué no adivinar en ella el rastro de su Creador?
Por supuesto, el argumento de Blake contenía una contradicción interna: lo sagrado es por definición lo que no es lo profano, sólo puede darse dentro de esa oposición, luego suya es la idea de límite, de excepcionalidad, de diferencia: no puede ser el “todo” o “lo uno”, es inevitablemente lo otro. Y, por supuesto también, el argumento de Blake no ha triunfado, pero por razones muy distintas: hoy, se supone, lo sagrado no existe, ha quedado abolido. Lo cual es un modo de decir que en todo caso es sagrado cuanto nos permita olvidar lo sagrado, distraernos de su llamada. La lógica del remedo, del sucedáneo. Y el precio empieza a ser tan alto que ni siquiera alcanzamos a verlo.
Lo supo adelantar Nietzsche, a la vista del cientificismo decimonónico: «En el supuesto de que se haya averiguado ya todo, hay que preguntarse si la Ciencia es capaz de proponer nuevos fines a la existencia». Profético, ¿verdad? Sólo que lo que algunos llaman hoy Ciencia, más que enunciar nuevos fines o bien pretende anular toda finalidad o bien convertir la propia existencia en un fin.
La mano de Yahvé que anima el cuerpo exangüe de Adán, en la Capilla Sixtina. La mano del director de orquesta, que parece que otorga la existencia a un instrumento mudo, al darle entrada. La mano del ciego que, cuando lee un rostro, se diría que lo esculpe en el aire. La mano del pescador de caña que gesticula durante su relato y casi nos hace ver el pez.
Es inevitable la duda. Nos sale al paso a cada instante. Lo que tiene gracia es proponerse la duda como programa. O sea, como una forma de certeza.
Qué ironía en la historia de aquel profesor: durante años perteneció a esa élite de intelectuales sofisticados que miraba por encima del hombro a los ingenuos que aún creían en el significado; al cabo de un tiempo vio cómo esa perspectiva abría la puerta al relativismo —un relativismo, paradójicamente, absoluto— en el que no cabía privilegiar unas interpretaciones sobre otras, ni unos textos sobre otros; finalmente se dio cuenta de que había perdido cualquier autoridad ante sus alumnos. ¿Por qué leer Shakespeare y no el último pelagatos?, objetaban los estudiantes, inducidos precisamente por la escuela de pensamiento que había impulsado aquel anciano.
La pendiente del “todo vale” desembocaba así en la anulación de la tarea educativa: el profesor no tenía nada que proponer a aquellos jóvenes; le faltaban la tradición y la autoridad, pero no podía invocarlas porque él mismo las había derribado. «Ni siquiera puedo hablarles», lamentaba, «ya no compartimos un lenguaje». Quizá porque su crítica del significado debería volver sobre sus propias huellas, como los niños que intentan despistar a su perseguidor en la nieve, y advertir que significar equivale a trascender: ese límite —pero esa advertencia de que hay algo tras el límite— en el que la palabra apunta hacia mas allá de sí misma, hacia aquello que no puede apresar.
Mañana en el hospital. Las batas. Las enfermeras. Los celadores. La espera en el antequirófano. Los nervios de I. —no te preocupes, no será nada, СКАЧАТЬ