Récord de permanencia. Gabriel Insausti Herrero-Velarde
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СКАЧАТЬ el corredor donde se alineaban diez o doce padres, esperando también la salida de su retoño. Y en estas, al regresar, he caído en la cuenta: ahí, en un retranqueado invisible desde mi asiento, estaba el Rincón de la Lectura. Así, con mayúsculas. En letras bien gordas.

      Me he temido, al principio, lo peor. ¿Rincón de la Lectura? ¿Aquí? Luego, sin embargo, imagino que impulsado por una tibia esperanza, he empezado a repasar algunos lomos, a hojear algunos volúmenes. Qué sorpresa, entonces: junto con los previsibles best-sellers, junto con los pequeños nicolases y los harripotters, había un Martin Amis. También un Juan Manuel de Prada. Y un Sandor Marai, un Stevenson. Incluso un Urrutia, un Kirmen Uribe, una edición de bolsillo de las Rimas y leyendas de Bécquer. Al final, apoyado contra la pared, como intentando pasar desapercibido, nada menos que El caballo griego de Altolaguirre.

      Casi he estado a punto de frotarme los ojos. Allí, entre los muros color crema y los consabidos paisajes alpinos, ese puñado de títulos. Ahí, como si esperasen la mano de nieve. Y no carecía de sentido la idea. Si la literatura puede ser una escuela de fortaleza, una experiencia vicaria, una indagación en nuestra alma, qué lugar más adecuado. Debería haber un Rincón de la Lectura en cada pasillo, en cada sala, en cada habitación, me he dicho. Uno saldría del hospital no ya sólo con el soma, sino con la psique totalmente renovada. Ahí, en el Rincón de la Lectura de los hospitales, se discerniría el auténtico canon —este me ha ayudado mucho, ¿ah sí?, pues a mí me terminó de curar aquel otro— y habría incluso una prescripción facultativa: para las neumonías, un Gogol; para las gripes severas, un Scott Fitzgerald…

      Y no sólo los pacientes, también sus familiares y amigos deberían echar mano de esa ayuda, ese consuelo y esa fuente de sabiduría. Cada dolencia tendría su remedio en la letra impresa. Ahí, en la antesala de Cirugía Infantil, en el último reducto donde están prohibidos móviles y tabletas, allí donde es preciso contemplar por fin la vida cara a cara, sólo ahí tendría alguna oportunidad la literatura.

      «Hay que tener una ilusión», afirman. Es curioso, me digo entonces: para que la ilusión sea eficaz, para que sirva de acicate, obviamente es preciso tomarla por real y no por ilusoria. Cómo es posible entonces que nos propongamos tener una ilusión, me pregunto. Y entonces recuerdo al Filósofo: quizá, más que saber, lo que por naturaleza desean los hombres es engañarse.

      Abres mucho los ojos: se diría que quieres deslumbrarte.

      Ha traído A. unas hortensias secas, las ha colocado en unos tiestos de cobre sobre la mesa de la sala. Hay una correspondencia entre el tono de esos tarros y el de esas flores decaídas: unos brillan con una pátina en la que todo se refleja, las otras parece que absorben la luz y la remansan en su ocre mortecino, pero es en ambos casos el mismo color.

      Se diría que tiestos y flores conversan en ese juego, en ese diálogo que mide el tiempo: un soplo y se desprenden tres o cuatro pétalos; una noche más y a la mañana siguiente encontramos al pie unas pocas hojas marchitas, como escamas que se han desprendido por fin y susurran una verdad. ¿Cuál? Que estamos muriendo siempre, sí, pero que puede haber belleza en esa muerte.

      No saber exactamente en qué consisten es precisamente la condición para hacer ciertas cosas.

      Un hombre miraba fijamente la pared en blanco, absorto en un extremo del transepto, ajeno a los turistas que circulaban a su espalda y fotografiaban cada detalle de la catedral. Uno de los guardas, intrigado, acudió a ver qué se hacía. «Es que cada vez que contemplo uno de los retablos de las capillas, o de las vidrieras, o de los frescos de los muros», explicó el hombre, «me duele no poder ver lo demás al mismo tiempo. Aquí, en cambio, encuentro el muro sin forma, sin límite, sin color… Puedo imaginar en él lo que quiera o no imaginar nada en absoluto. Puedo ver que todo es uno o que es nada. Puedo ver que no hay gran diferencia entre ambas cosas».

      Me pongo ante la muerte y todo se antoja tan pequeño… Le doy la espalda y todo se vuelve absurdo.

      He descubierto una grieta en el techo del cuarto. Nace de la esquina, cerca de la puerta, y traza una diagonal que se pierde por el patio de atrás.

      Todas las noches, como un preso en su celda, me acuesto en esta cama y me quedo mirándola un buen rato. Intento adivinar en su dibujo, en su lenta cicatriz, la cuenta exacta del tiempo que aún nos queda.

      Al fin y al cabo, doy en cavilar, una grieta preexiste en cierto modo a cualquier muro. Estaba ahí, se la supone siempre que alguien alza una casa, un templo, un orbe. O quizá todo espacio es una grieta que fingimos no ver, de puro obvia.

      Hay una grieta y yo la habito.

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