Récord de permanencia. Gabriel Insausti Herrero-Velarde
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СКАЧАТЬ todavía, tus palabras.

      Un abrazo,

      Gabriel

      Pamplona, diciembre de 2018

      UNO

      A VECES ME ASOMO AL BALCÓN y veo, casi alcanzo a rozar, las flores del castaño en primavera, o las hojas ocres y amarillas en otoño. Miro cómo se extienden por esas ramas que se retuercen sobre la muralla, buscando la luz. Miro cómo se alzan con el sol o van cayendo según menguan los días, midiendo el tiempo. Entonces, cuando alrededor todos continúan camino de su casa, o acuden a sus compras, o pasan en sus coches hacia otra parte, me pregunto: ¿seré yo el único que distingue esa hermosura? Y pienso si no fue así como un hombre creó el arte y la poesía: para testimoniar, antes de que se haya ido, que todo esto existe.

      Acompañar al río un rato me recuerda lo que soy.

      Saber que antes de que llegase yo estaba todo ahí —la muralla, los castaños, la curva del río, la ladera del monte— me pone ante los siglos. Saber que cuando yo me haya ido todo seguirá ahí me pone ante lo eterno.

      Recuerdo del Camino, antes que la erudición de los nombres y las fechas, los palacios y las catedrales, los reyes y los santos, aquella enseñanza viva: que es posible habitarlo de algún modo. El Camino cuenta con sus propios horarios y sus propios hábitos, con sus costumbres y sus sobreentendidos, y constituye un hogar que se desplaza con uno mismo.

      Qué feliz casualidad que haya terminado viviendo ahí precisamente, al borde del Camino, en su entrada a la ciudad: un portón medieval, un puente levadizo, la muralla que se extiende hacia ambos lados… y mi casa. Desde ella veo llegar los peregrinos, a veces de uno en uno, otras en grupos más numerosos, y oigo las mil lenguas en que relatan las incidencias del día, cuando se detienen a descansar bajo el castaño. Y me doy cuenta entonces de que habito una paradoja: una casa en el Camino, esto es, el intento de levantar lo permanente sobre lo pasajero. Homo viator, “peregrino”, dicen que es el hombre desde que sembraron en él esa sed que lo mueve a caminar. Sed de qué, es la pregunta.

      Me lo recuerda el paso de tanto peregrino: el camino y la aventura empiezan a la puerta de mi casa.

      Qué osadía en esa rama del castaño: pretendía, sin mí, ser real.

      Hay un lirón en la muralla, frente a mi balcón. Lo oigo en la noche —ñac ñac— morder una raíz, mientras escribo. Lo oigo, igual que yo, roer el tiempo.

      Ser ese que mira. Ser sólo una mirada, alguien que ve pasar las cosas, que se reduce tanto a ese ejercicio que él mismo se vuelve invisible para todos. Situarse en un rincón y cortar el nudo que lo uniría con lo que fluye alrededor. Casi un modo de creer que él mismo no pasa con las cosas.

      Tengo un balcón y en él está el mundo de visita.

      Miras a tu alrededor y vuelves a preguntarte por ese misterio: cómo lo que está ahí afuera —la muralla, los castaños, el río con su vega, los montes al fondo— puede vivir, de algún modo, aquí dentro; cómo lo que miramos nos hace ser lo que somos. Y recuerdas entonces aquella frase que nos dejó un sabio, noli foras ire: era preciso desconfiar de todo lo exterior, sólo dentro de cada uno habitaría la verdad. Lo cual haría del mundo un lugar de hostilidad —de apariencia hueca, de frivolidad, de espectáculo— en el que no sería posible encontrar nada afín al espíritu del hombre.

      Y, sin embargo, te resistes. Casi, contra ese acento en la búsqueda de lo que habita el interior, apuestas más bien por una adhesión a las cosas. En esa actitud habría una forma de olvido de sí. Lo has escrito en un poemilla, muy breve:

      Nunca ha sido más claro

      que ahora, cuando llega

      abril de rama en rama

      igual que una promesa

      que se ha cumplido; miras

      un brote, una flor nueva,

      la lumbre que devuelve

      el álamo a su idea

      y es cierto: la sustancia

      real de que está hecha

      tu alma, lo más tuyo…

      hay que buscarlo afuera.

      Que la verdad, o la realidad, esté “ahí afuera” y que al mismo tiempo que la habitamos seamos capaces de traerla “aquí dentro” casi sugiere que en nuestra vida habría una tentativa de rescatar las cosas, de eternizarlas de algún modo. El empeño —¿inútil?— de otorgarles otra vida y transfigurarlas. Una forma de resistirse a la cascada en la que se precipita la corriente del tiempo, de salvar un puñado de imágenes, de rostros, de objetos amistosos.

      Qué otra cosa es la memoria. Pero para tenerla, para recordar las cosas, es preciso haberlas vivido como si fueran parte de uno mismo.

      Desde mi balcón no poseo nada y soy dueño de todo.

      Cómo lo mirabas todo, con qué extraña mezcla de avidez y reticencia, como si en tus ojos hubiese dos pozos muy profundos y temieses verter en ellos según qué. Tan profundos eran que una vez en su fondo, eso temías, nada podría salir de ellos. ¿Cuál era tu fe, sin saberlo? Que un hombre se va convirtiendo en lo que mira.

      No sabría cómo definirlo. De las nueve acepciones que recoge el diccionario, “sitio o paraje” es la que más se acerca a mi idea. Poco añade, no obstante, una expresión tan vaga: definir, o sea, poner límites a la idea de lugar, es difícil porque a menudo es difícil poner límites a un lugar. ¿Dónde termina, dónde acaba? Lo único que puedo evocar es esa intuición que se produce por la relación entre los objetos, las escalas, la orientación frente al entorno, la posición respecto del sol…

      Lo he reconocido mil veces, en un rincón junto al mar, o en una plazuela a desmano, o sobre un banco junto a un lago, o bajo un frondoso castaño, o entre las rocas de un collado… El lugar supone un espacio en particular, nada que ver con la mera extensión: un cierto carácter, que otorga al hecho de estar ahí esa condición única. También una idea de permanencia, de que se puede regresar a él.

      Habito un puñado de lugares porque he hecho de ellos un hábito. Acudo de vez en cuando, y no hago nada. Estoy, simplemente. No debo regar, ni arar, ni cosechar, ni podar, ni dar de comer a unos animales, ni cercar una pieza. Tampoco se trata de tener: no poseo nada de cuanto hay allí, sólo espero mirar las cosas como quien pasa revista al mundo y tomar nota de algunas incidencias: un camino que la maleza ha devorado, el nido que vuelven a ocupar unas malvices, una casona que perdió la techumbre y que es cada vez más una ruina… Y si tardo, siento estúpidamente como que tuviera a ese lugar desatendido. Que acaso alguien me echa en falta.

      Regreso a algunos lugares como a algunas personas. Y lo que encuentro es siempre más que lo que dejé.

      Tengo agua, comida y un techo. También, tras la ventana, la cinta de plata del río, el perfil de un monte, la vidriera azul del cielo. Sólo me falta la pureza necesaria para verlo.

      Un lugar significa, sólo es preciso leer en él. Diría incluso que empecé a intuir tal cosa mucho antes de tener conciencia alguna. Cuando de niños íbamos a una isla y jugábamos a piratas, o visitábamos un castillo y nos fingíamos guerreros, ¿qué hacíamos sino dejarnos sugestionar por el lugar? ¿Qué sino sospechar СКАЧАТЬ