Название: Imitación del hombre
Автор: Ferran Toutain
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Ensayo
isbn: 9788418236228
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Dependiendo de la importancia que conceda cada uno a la profesión que le ha tocado ejercer, las posturas gremiales diluyen a veces la vanidad de los individuos y a veces la enmarcan pomposamente. Apenas iniciada la década de los noventa tuve ocasión de contemplar, en una facultad de Periodismo, la marcha triunfal de un profesor que se dirigía a su aula con un abrigo tirado como una capa sobre los hombros y un largo habano entre los dedos. No recuerdo si en aquellos años aún era posible fumar en las clases, pero estoy seguro de que, por mucho que no estuviese permitido, a nadie le habría pasado por la cabeza el atrevimiento de llamarle la atención. Marchaba con la cabeza alta y el cuello tenso, como si se hubiera puesto un contrafuerte en el cogote, y tenía la estatura suficiente y la caída de ojos necesaria para mirar a los estudiantes y a los otros profesores que hallaba a su paso con una majestuosa distancia. El pensador y humorista Francesc Pujols —maestro, en ciertos aspectos, de la manera de discurrir de Dalí— cuenta en el libro de Artur Bladé Desumvila Francesc Pujols per ell mateix que al pintor Isidre Nonell no le bastaba su plena dedicación a la pintura; necesitaba además que la condición de artista se le viera inequívocamente reflejada en la cara. «No debe preocuparse por eso —le decía Pujols—, porque aunque no pintase, todo el mundo adivinaría, al verle, que es usted pintor.»23 Todo el mundo adivinaba, al verle, que aquel señor profesor era un gran periodista.
La imitación de prototipos corporativos halló, en la radio y la televisión, las condiciones ideales para desplegar todo su potencial de asimilación caracterológica y convirtió la copia de personalidades en un requisito profesional de rango casi superior al interés y el rigor de los contenidos. Pero más allá de la muy curiosa y cada vez más depurada producción de replicantes —el corresponsal en el extranjero, con sus tonos de ritmo sincopado directamente trasplantados del inglés de Estados Unidos; la locutora de temas artísticos y culturales, con sus melifluas cadencias de registro edificante, etc.—, los medios de comunicación modernos se han revelado, desde sus inicios, como una prótesis mental de extraordinaria eficacia para amplificar la innata disposición de la especie al automatismo, no solamente en los aspectos formales de la gesticulación y la expresión, sino también, y de modo muy privilegiado, en lo que se refiere a las ideas de origen imitativo, tradicionalmente llamadas prejuicios y lugares comunes.
El ensayista y periodista francés Jean-François Revel se refiere en sus memorias a los programas nocturnos de la radio francesa en los que los oyentes dialogan con el locutor acerca de sus más íntimas miserias y, no dudando en calificarlos como la más alta manifestación de la estupidez mediática, se muestra especialmente turbado por la empalagosa simpatía de los locutores, la cual ve como un envilecimiento radiofónico de la amistad; el intercambio de tópicos, el narcisismo de las confidencias, la pretenciosa administración de consejos y la degradación de la lengua oral, atributos adquiridos todos ellos por el más puro y transparente de los mimetismos. «Un consuelo para los franceses —añade Revel al final de su comentario—: la palma de la tontería y la vulgaridad de ese palabrerío se la llevan las radios españolas.»24 Me viene a la memoria, en este punto, un programa nocturno de la radio catalana que estuvo en antena hace ya algunos años y que, a partir de un momento, empecé a escuchar con un interés creciente. Todas las noches se formulaba una pregunta a la audiencia, del tipo de si hay que reconocer derechos a los animales o si las mujeres poseen más sensibilidad que los hombres. Los intereses principales del programa se repartían habitualmente entre el animalismo y el feminismo y, como se podía prever, el resultado de la encuesta siempre era favorable a las expectativas de esas dos corrientes. Una noche —probablemente estimulada por una de las tendencias más espectaculares del feminismo salvaje, consistente en plantear la hipótesis según la cual Homero, Shakespeare y otros personajes de la historia cultural de Occidente fueron mujeres que se vieron obligadas a ocultar su identidad—, a la presentadora del programa (o a sus guionistas) se le ocurrió preguntar a los oyentes si juzgaban posible que Dios, aun cuando siempre se ha representado por un patriarca de largas barbas blancas, fuese en realidad una mujer. Dos mimetismos de primer orden entraban en conflicto con esa pregunta: el de la sensibilidad religiosa y el de la sensibilidad femenina.
—Tu nombre, por favor…
—Remedios
—Tienes una voz muy bonita, Remedios.
—¡Uy, qué va, cariño, la tuya sí que es bonita! Te escucho cada noche y quisiera felicitarte por el programa.
—Muchas gracias, Remedios. Y dime, ¿qué piensas tú de la pregunta de hoy?
—Ay, cariño, me la tendrías que repetir, porque hoy he puesto la radio un poco tarde y no sé cuál es la pregunta.
—¿Tú crees que Dios podría ser mujer?
—¿Cómo? ¿Dios, una mujer? Pues la verdad es que eso es la primera vez que lo oigo.
—Mira, Remedios, si hemos de creer que Dios es nuestro creador, ¿a ti no te parece que la mujer, que también es creadora de vida, pues es ella la que trae a las niñas y a los niños a este mundo, tiene mucho más derecho que el hombre a representar la figura del Creador, que en este caso debería llamarse la Creadora? Si lo piensas bien, es lógico…
—Ay, pues no sé… Yo no quiero decir que una mujer no pueda hacer las cosas tan bien como un hombre, pero… ay, ya no sé lo que digo. No sé, la verdad, no sé.
IMITACIÓN DE BOUVARD Y PÉCUCHET. Dice Josep Carner en «El húmedo callejón» («L’humit carreró», Les planetes del verdum, 1918):
Dos ventajas sobre todo (y por cierto cada vez más codiciadas por el autor de estas líneas) traería una lluvia fina y tranquila, guiada por vientos inteligentes. Una sería que nuestra gente, tras agotar las distracciones caseras del dominó, la calcomanía, el vaciar cajones para volverlos a ordenar, la merienda, la siesta y la nona, no tendría más remedio que ponerse a leer. Esas chicas que ponen cara de pánfila empezarían a alcanzar algún interés fisonómico; el espíritu se movería dentro de sus pupilas, ahora acostumbradas únicamente a una monotonía de trasieguitos materiales. Aquellas damas de una vasta blandicia, que parece no haber sido nunca sacudida por un escalofrío de emoción artística, se remontarían hasta quién sabe dónde, abandonando su actual categoría de fardos que se desploman en los tranvías, en las chocolaterías de la calle de Petritxol** y en los cinematógrafos.25
Bueno es reconocer que, en nuestra época, todo eso ha progresado de manera espectacular. Puede que ya no se vacíen tantos cajones como antaño; pero, además del fútbol, la televisión, los grandes bestsellers de temporada, los chats, Facebook, Instagram, Twitter, y todo cuanto procuran las llamadas redes sociales, en los últimos tiempos también hemos tenido talleres y cursillos.
—Quería apuntarme a taichí, pero ya no quedaban plazas y me he apuntado a corte y confección —dice una chica a su amiga.
—Pues yo en octubre empiezo restauración de muebles —contesta la otra.
Escuché este diálogo en el metro de Barcelona hará ya más de una década. Mi impresión es que poco después, tal vez por efecto de la crisis, la fiebre de los cursillos decreció apreciablemente, pero por aquellos años era un puro desasosiego y parece que en nuestros días ha vuelto a elevarse. La disparidad de las materias que ofrecen los organizadores de dichos cursos, en los que nunca СКАЧАТЬ