Compadre Lobo. [Gustavo Sainz
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Название: Compadre Lobo

Автор: [Gustavo Sainz

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Biblioteca Gustavo Sainz

isbn: 9786077640141

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СКАЧАТЬ pisadas sobre el cemento, miradas hoscas… Era nuestro frenesí que triunfaba sin grandes frases sobre los obstáculos que se oponían. Era el demonio desenfrenado del juego que se agitaba en los conductos de nuestra sangre, incansable y pícaro… Y era un secreto entre pocos, un escondite donde el Flaco Anemia —capítulo veintiuno—, escondía el sello de Netzahualcóyotl en la vagina de una princesita oaxaqueña…

      Los jueves teníamos visita. Mi tía me llevaba revistas y la mamá de Lobo se quedaba parada en la puerta.

      —Oye —rogaba—, grítale al cuatrocientos veinte…

      Lo voceábamos por todos los patios.

      —El cuatrocientos veinte… El cuatrocientos veinte…

      De un momento a otro el internado retumbaba con ese número y Lobo estaba tirado allá lejos, muy lejos, en el pasto. La soledad lo preparaba para meditar…

      —¡El cuatrocientos veinte!

      Tirado en el pasto, viendo al universo expandirse, sintiéndolo comprimirse enloquecido en un solo pensamiento. Cada uno de sus ensueños, los escolares tanto como los interplanetarios, los del bosque y los del ring o el campo de fut, se fijaban allí enseguida, en una nube, en la hebilla de su cinturón…

      Sus pensamientos fermentaban en esa soledad.

      —¡El cuatrocientos veinte!

      En la giba de una nube deshilachada ordenaba su vida de crápula. Allí estaban los hermanos que lo recibían con quiúbo, pinche interno, cómo está el cuartel. O pásale, pinche sardo… Creíamos que estaba dormido y fantaseaba… Él me enseñó que la nube más anodina, fielmente contemplada, nos enfrenta a nuestros más secretos fantasmas… Llegado a este punto, o a uno semejante, interrumpía el castigo a su mamá e iba a su encuentro.

      —Ay, hijito, cómo estás, cómo te va…

      —Muy a todo dar —buscando en el tono tremenda trascendencia.

      —Te veo muy flaco…

      Cuando él se observaba, él era otro.

      —¿Cómo vas en la escuela? —le preguntaban a ese otro.

      Recibía un peso y una bolsa de fruta, generalmente de plátanos verdes para darles tiempo a que maduraran. Lobito sentía que lo comprometían demasiado y decidía recomenzar, rectificar, componer. Caminaba hasta la cooperativa y cambiaba el peso por moneditas de cinco centavos y solemnemente, en un rito que tenía el poder de animar la noche, una por una, las arrojaba al fondo de la alberca. Nunca gastaba ni un centavo de lo que le daba su madre. Cada moneda que arrojaba trastornaba su ser íntimo, lo restablecía.

      Después del timbre de silencio, a las nueve de la noche, cuando se animaban las dudas de nuestras almas nocturnas y crecían los atractivos cósmicos de la noche, Lobito y yo descendíamos de las camas. Esperábamos hasta que el último castigado terminaba con su sesión de sentadillas o lagartijas, y nos escabullíamos del dormitorio, bárbaros y subrepticios. Luego nos escondíamos nada más de los veladores, los únicos despiertos además de nosotros. ¿De dónde sacábamos fuerzas para atravesar la noche? Llegábamos a una fuente que había en el jardín frente al salón de actos, y penetrábamos en el agua fría. Había llegado el tiempo de ser duros: era preciso transformarnos en hombres, fortalecernos para resistir el tiempo de la desdicha, para hacer frente, inconmovibles, a eventualidades catastróficas. Y para eso, abismarnos en nosotros mismos, ser blindados… ¿Respondería otra cosa a nuestro vértigo? Eran las doce de la noche o la una, nunca podíamos comprobarlo, y el agua estaba helada, era cruel e inhumana.

      —Órale, pinche compadre, métete…

      Lo hacíamos todas las noches y regresábamos casi desnudos, en ropa interior. Una vez nos sorprendió un velador iluminándonos de pronto…

      —Quiúbo, cabrones, ¿quién vive?

      —Córrele, compadre…

      Corrimos con tal ruidero que despertamos al director. Los prefectos salieron armados con palos de escoba o cuchillos cebolleros, pero nunca supieron quién había sido.

      —Que andaban unos rateros ayer —susurraban en el dormitorio.

      —Se querían meter en la casa del director…

      —Les tiraron de balazos.

      —¡No la chinguen!

      Nuestras aventuras se definían por el secreto. No podían ser públicas…

      Una vez nos castigaron porque rompimos una botella de ácido con la que limpiábamos alguna cosa en la Dirección. Construían unos cuartos al final de la escuela y nos mandaron a trabajar con los albañiles. Acarreábamos tabiques y alineábamos el yeso. Usábamos gorros del papel como navíos capaces de capear los más insólitos peligros, y no descansamos hasta que se terminó de construir una barda enorme.

      Amparo Carmen Teresa Yolanda propuso:

      —Vamos a escalarla ¿no?

      La cabalgamos de inmediato, a horcajadas, una, dos, una, dos, empezamos a balancearnos y a gozar el ligero vaivén de la barda que estaba fresca, apenas armada.

      —Qué brutal se siente…

      —Como pescaditos ¿no?

      Cada vez más fuerte, hasta provocar un estrepitoso derrumbe.

      —¿Qué nos irán a hacer?

      Habíamos creado la noche entre nubes de polvo, estruendo y escalofrío…

      —Ahora sí nos van a fusilar —previno Amparo Carmen Teresa Yolanda con voz alarmada y conmovida.

      Los fines de semana siempre estábamos castigados.

      —El cuatrocientos veinte, castigado.

      —El cuatrocientos veintiuno, castigado.

      Teníamos tarjetas rojas. Las ponían después de no recuerdo qué número de castigos o qué faltas. Tarjetas que señalaban que no podíamos salir nunca, iguales a las de los muchachos que no tenían padres o cuyos padres no los querían, como era el caso de Amparo Carmen Teresa Yolanda… Cada sábado arrinconados, sitiados, abandonados… Pero Lobo no se amilanaba y recorría el patio.

      —Prefecto Pelagallo, estoy castigado…

      —Ya sé que estás castigado, siempre estás castigado…

      Iba a su oficina y sacaba nuestros expedientes. Ni mi tía ni la madre de Lobo lo supieron nunca. Salíamos vestidos de gala.

      —Vámonos a casa —decían, buscando ansiosamente nuestras miradas bajo las gorras.

      —¿Y qué les enseñaron, hijos? —como pidiendo ansiosamente noticias de un planeta desconocido.

      —Pues muchas cosas de la guerra —afirmaba Lobo y desataba innumerables mentiras.

      —¿Y qué más hacen?

      —Pues marchamos…

      —¿A СКАЧАТЬ