Название: La flecha plateada
Автор: Lev Grossman
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
Серия: Ficción juvenil
isbn: 9786075572956
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Lo que sucedió después fue un poco decepcionante, en realidad, desde el punto de vista de Kate. Estar en la cabina de una locomotora de vapor no se parece en nada a sentarse en el lugar del chofer en un auto, un camión o la cabina de un avión. Por un lado, no hay vidrio ni ventana frontal, pues se interpone el gigantesco cilindro de la caldera, de manera que no es posible mirar hacia delante. Hay dos pequeñas ventanas en cada lado, pero no sirven de mucho. Es más como una diminuta habitación, tal vez como el cuarto de máquinas de un barco, pero uno verdaderamente antiguo, sin computadoras ni radar ni algo parecido.
Tubos de bronce y acero corrían por todas partes como enredaderas que hubieran invadido paredes y techo, y de ellos brotaban palancas de válvulas, botones, manivelas, perillas y agujas indicadoras en sus pequeños relojes vidriados. Ninguno tenía letreros o etiquetas. La cabina olía a aceite rancio, como un taller mecánico. Era real, sin lugar a dudas, pero también totalmente incomprensible.
Había dos asientos plegables. Kate y Tom los bajaron para sentarse.
—Ahora entiendo por qué los maquinistas de los trenes siempre se asoman por la ventana —dijo Tom—. Es la única manera de ver adónde van.
—Ajá. Lástima que nosotros no vayamos a ninguna parte.
Kate se inclinó por la ventana.
—¡Hey, tío Herbert! ¡Qué raro es todo aquí dentro!
—No sabemos qué hacer —dijo Tom—. ¡Ni siquiera hay un volante para manejar!
—¡No hace falta conducir un tren! —contestó el tío Herbert, mirándolos con los ojos entrecerrados por la luz—. Tan sólo vas adonde te lleven las vías.
—Ah, claro.
Tampoco había freno o pedal de acelerador, o al menos Kate no los veía.
—¿Y hay silbato? —preguntó.
—Sí —dijo el tío Herbert—. Funciona con el vapor de la caldera. No sonará si la caldera está dormida.
—Ah.
Kate y Tom hicieron girar ruedecitas y tiraron de palancas y movieron todo lo que podía moverse. Nada de eso tuvo efecto alguno. Todo parecía perfecto para jugar, pero ellos no sabían bien cómo aprovecharlo. Abrieron una especie de estufa empotrada en una mampara. Estaba repleta de hollín.
Tom jugó a que estaban en un tanque, se paró sobre su asiento y ametralló a un ejército de nazis invisibles, pero se notaba que no estaba poniendo su corazón en el juego.
Bajaron del tren. Todo el asunto era un poco decepcionante.
—¿Sabes qué deberíamos hacer? —preguntó Kate cuando estuvieron fuera de la locomotora—. Deberíamos conectar este tramo de carril con las viejas vías que están en el bosque.
Un tramo de rieles viejos y oxidados, sepultados bajo las hojas caídas y el barro, que habían encontrado un día cuando exploraban el bosque.
—¿Esos vejestorios? —dijo su padre—. Hace mucho tiempo que no pasa un tren por esos rieles.
—¡Muy bien, atención todos! —su mamá batió palmas para llamar su atención—. Hoy es el cumpleaños de Kate, ¿cierto? ¿Y quién recuerda cuándo es mi cumpleaños?
—La semana próxima —contestó Kate.
—Exactamente. Dentro de ocho días. Ése es el tiempo que podrás quedarte con el tren. Y entonces, tu regalo de cumpleaños para mí, Herbert, es deshacerte de él.
—¿Qué? —exclamó Kate.
—Pero ¿y si ya tengo otro regalo para ti? —preguntó el tío Herbert con una vocecita tímida.
—¿Me conseguiste otro camión para llevarte un maldito tren de vapor? —la madre de Kate descansó las manos en sus caderas—. ¿Ése es mi regalo de cumpleaños?
—No.
—Entonces, devuelve lo que sea que hayas conseguido. Para mi cumpleaños, vas a sacar esta cosa de aquí.
—¡No! —Kate gritó antes de entender lo que hacía—. ¡No puedes hacerlo! ¡Ese tren es mío!
Kate también dijo
otras muchas cosas
Kate les dijo a sus padres que los odiaba, y que eran lo peor de lo peor en el mundo. Dijo que a ella nunca le sucedía nada especial ni bueno y que, si le llegaba a pasar, ellos lo echaban a perder. Dijo que no la querían, y que lo único que les importaba en la vida eran sus malditos teléfonos.
Quisiera decirte que todo eso lo dijo con un tono de voz calmado y razonable, pero no. Gritó tan alto como pudo.
Y después, dijo que era el peor cumpleaños de toda su vida, y su madre la envió a su habitación, y ella dijo “Bien, eso haré”, y se encerró dando un portazo, a pesar de que en ese preciso momento su madre le advertía a gritos que no se atreviera a azotar la puerta. Kate permaneció en su cuarto el resto de la tarde.
Ninguna de las cosas que Kate dijo eran estrictamente ciertas, a excepción, tal vez, eso de que era su peor cumpleaños, aunque cuando cumplió los dos había tenido fiebre y se había pasado el día entero vomitando, así que se trataba de una resolución difícil.
En el fondo de su corazón, Kate lo sabía. Sabía que sus problemas no eran verdaderos problemas, al menos no cuando se comparaban con los problemas de los niños que salían en los libros. Nadie la golpeaba, ni la mataba de hambre, ni le prohibía asistir al baile real, ni la enviaba al bosque con un pariente malvado para dejarla allí a que la devoraran los lobos. ¡Ni siquiera era huérfana! Aunque parezca extraño, a veces Kate se descubría deseando tener un problema de ésos… un apocalipsis zombi, o un antiguo maleficio, o una invasión extraterrestre, cualquier cosa, en realidad, que le permitiera hacer de heroína y sobrevivir y salir triunfante, en contra de todas las adversidades, salvando a todos a su paso.
Claro, sabía que eso estaba mal. Tan sólo quería sentirse especial. Quería sentir que alguien la necesitaba. Obviamente, tener una locomotora de vapor no iba a hacerla especial. Evidentemente. Pero se había sentido especial por un rato. Y ahora su madre iba a devolver la locomotora adonde sea que se guarden las locomotoras.
Lo peor de todo, pensó, tendida en su cama con los ojos húmedos de tanto llorar, mirando desanimada por la ventana, mientras la tarde se iba transformando en noche, lo peor era que podía entender que su madre tenía razón, en parte, al menos. Kate detestaba tener que admitirlo, incluso para sus adentros, pero aun cuando el tren fuera real y fabuloso, también era desmedidamente grande y un poco absurdo y, en el fondo, no hacía nada de nada. Para los incalculables millones que el tío Herbert había gastado en el tren, mejor hubiera podido comprar, no sé, un minisubmarino, un cohete o una supercomputadora.
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