La suerte de Omensetter. William H. Gass
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Название: La suerte de Omensetter

Автор: William H. Gass

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

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isbn: 9788412305975

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СКАЧАТЬ ventana, y contemplaría cómo purpurea el aire, los sombreros perezosos y los caballos, y recordaría… bueno, las épocas familiares, el recorrido de la sangre por la casa, igual que, ya sabes, me recorre a mí mientras estoy aquí de pie. Para eso no estoy demasiado viejo. Tal vez tendría que haber pedido disculpas por sus dientes. Las mangas de ese hombre eran demasiado largas, les hacía falta un elástico. Había días buenos no obstante, días en los que recordaba sobre todo las tiendas de comestibles. Una abeja voló junto a su rostro. Omensetter era un hombre ancho y feliz. Un hecho. Al menos eso lo tenía claro. Y por las mañanas Mat era como una campana. Pero al final Mat se había desvanecido igual que un sonido. Vale, vale, deja que… me calme… El sol le resbalaba por la espalda, y por un momento le pareció que nadaba, ese momento de fresco y verde descenso una vez has saltado. Cerró los ojos, pero los párpados le llamearon. Furber tampoco escuchaba nunca. Él declamaba. Tott suspiró. Uno perdía peso nadando. ¿Ese era el motivo por el cual le encantaba el olor de las tiendas de comestibles, y todos esos cajones? Era la suerte de Omensetter. Probablemente. Perder la pesadez de la vida. Ese tipo, Furber, por ejemplo, no era más que huesos, huesos que hasta se podrían haber envuelto en un pañuelo. ¡Y sin embargo pesaba una tonelada! ¿No era así, por todos los santos? ¡Una tonelada!

      Bien, amigos, aquí tenemos cuatro camas estupendas y las vamos a vender todas. Niños, no saltéis en las camas. Son unas camas estupendas y hasta los somieres y los colchones vienen incluidos. Se nota el buen estado en el que están. De primera categoría. He aquí vuestra oportunidad de haceros con una cama buena de verdad. A ver, ¿todo el mundo me oye? Hay demasiada cháchara, señoras, por favor. Muy bien, estupendo. Igual podríamos empezar por aquí mismo e ir siguiendo la fila. Esta de aquí es de cerezo macizo, ¡y anda que no es una preciosidad! Tened, palpad el colchón. Está como nueva. Pero tiene muchísimo uso. Claro, que si no queréis usar ni el somier y ni el colchón que incluye, no tenéis por qué. Le podéis poner encima lo que queráis. Fijaos qué madera. Bien, qué me decís de empezar con este armazón de cama de cerezo y este estupendo somier con su buen colchón. ¿He oído veinticinco?

      El regocijo era continuo.

      No hables con viejos verdes.

      Henry Pimber había yacido en aquella cama con el tétanos, y el reverendo Jethro Furber había plantado suplicantes en torno a ella igual que un seto, y más tarde Israbestis lo siguió hasta el piso de abajo, el pastor maldecía la naturaleza, al hombre y a Dios en cada peldaño.

      Israbestis movió los pies con esfuerzo. Estaba cansado y agarrotado. Se abrió camino despacio hacia la parte trasera de la casa por entre la multitud ahora deshecha como una camisa raída y ahuecó la mano para beber agua de un grifo exterior, enjuagándose el polvo de la boca. Escupió y observó la bola de su escupitajo sobre el polvo bajo las caléndulas agostadas. En la deshilachada linde de la multitud el alguacil hacía gestos a un hombre que Israbestis no conocía. El alguacil mostró su placa. El hombre se estiró para ver a Sam Peach. El alguacil le tocó el brazo al hombre. El hombre se apartó, volviendo la cara, estirándose para ver a Sam Peach. La placa del alguacil brilló. Israbestis contó bolas de escupitajo y sumó, con dificultad, tres. Ahora su habitación oscura parecía fresca y sosegadamente limitante. Podías imaginar mapas en el empapelado. Las rosas se habían descolorido hasta formar difusas conchas rosadas. Solo unas pocas líneas plateadas a lo largo de los tallos desvaídos y los nervios de las hojas, parches indistintos del verde más pálido, permanecían, la vaga sugerencia de una misteriosa geografía. Un manchón de grasa era un marjal, una montaña o un tesoro. Los días fríos Israbestis descendía en bote por una grieta, bajo las ramas de los árboles, agachando la cabeza. Pescaba en un pegote de yeso. Las percas ascendían hasta el cebo y eran doradas en las aguas al sol. Las motitas representaban ciudades; las marcas de lápiz eran puentes; las manchas y los patrones de la persiana trazaban campos de trigo y avena y maíz. En la penumbra de un rincón la grieta fluía hacia un gran mar. En el papel había un rasgón que era exactamente igual que la vía del tren y otro que indicaba un grupo de colinas. Varias gotas diminutas de tinta formaban una cadena de lagos. En el borde del techo una cenefa más oscura de frontones griegos y hiedra entrelazada impedía la invasión de las tribus de Gog y Magog. En una ocasión la traspasó y se internó en el techo pero se sintió mareado y atemorizado. Las sombras hacían movimientos quijotescos a lo largo de toda la pared, generalmente de izquierda a derecha en bandas altas y delgadas, y se hundían tras un buró o debajo de la cama o desaparecían de repente en un rincón.

      Echado allí contemplando la pared en la penumbra parcial hora tras hora, el dolor surgiendo con la periodicidad de la marea alta y dejando solo un ligero reflujo de alivio al retirarse, Israbestis lamentaba amargamente su falta de formación. Se enviaba a sí mismo de viaje con tal esfuerzo que el sudor le brotaba en la frente y le humedecía las palmas de las manos y el dorso de las orejas. Subía al barco que bajaba las difusas grietas fluviales. Atajaba por las tortuosas junglas mate que designaban las hojas pálidas. A duras penas recorría vastos blancos de desierto y sediento bebía de hoyos embarrados. Los días que pasaba en la pared se consideraba ante todo marino. Conjuraba brillantes imágenes de veleros, verdes marejadas en los confines del océano, los bloques marrones en las embocaduras de ríos y el asombroso oleaje azul y el rastro de espuma de las aguas revueltas. Trepando los obenques, el somier de muelles crujiendo como una cubierta y un casco oscilantes y, como el cordaje en las poleas, avistaba una nube oscura que resoplaba desde el horizonte. Formando un embudo la nube arremetía contra el barco e Israbestis se agarraba un codo, agitando el otro brazo para zafarlo de las ropas, y gritaba, «Atención, se está acercando, atención, atención», pues no conocía los términos náuticos ni ninguno de los procederes del buen navegante. El dolor la emprendía contra sus ojos. El sudor le goteaba de la nariz. «Es un turbión, mi capitán, sí, es un tifón, mi capitán», exclamaba Israbestis. «El peor que he visto por estos mares». El siseo de sus palabras era como la espuma en la proa. Israbestis chillaba a fin de que le oyeran por encima del viento en las jarcias, que aullaba en las poleas y a través de los ojos de buey de la embarcación. Luego todo se esfumaba de repente. Observaba cómo la nube ahora más tenue y las aguas picadas desaparecían antes de quedar, por un momento, dormido.

      De este modo visitaba los puertos del mundo. Era chino, hindú, un jeque; en la India montaba caballos asiáticos salvajes y a lomos de elefantes, y en camellos cruzaba los páramos africanos; pero cuanto más lejos viajaba, más estrambóticas y notorias eran sus aventuras, y menos satisfactoria su vida en la pared. Cada vez más su inventiva tenía que suministrarle objetos a su visión, tenía que inventarse incluso el curso y el color del sol, el tacto del suelo, tan distinto por todas partes, y por encima de todo, los olores que habitaban los confines de la tierra. Era consciente, siempre, de lo inadecuado de sus detalles, de la vaguedad de sus imágenes, de la falsedad de todos sus etcéteras implícitos, porque no sabía nada, no había estudiado nada, no había viajado a ninguna parte. En consecuencia jamás se hallaba del todo en la pared, estaba en parte asido a las sábanas, arañándose la piel de las piernas y mordiéndose los brazos. Solo en parte se encorvaba ante la lluvia, la arena o la cellisca, se encogía ante el ataque de leones o de tribus salvajes, nadando por su vida. Entonces el dolor golpeaba sin obstrucción, y como una araña Israbestis se cerraba sobre él.

      Los mejores días abandonaba la pared aunque siempre comenzaba en ella. Cerrando con suavidad los párpados para que entrara una pestaña de luz, zarpaba de la orilla y costeaba las colinas hendidas, impulsándose con una pértiga por la mancha de grasa que era el marjal, y para cuando había encarnado su anzuelo y largado el sedal en el pegote de yeso se encontraba ya en la historia de su vida, fuera de la pared, en el lento y viejo mundo. Se sentaba junto al fogón de Lloyd Cate o se recostaba en un banco en el porche de Lloyd Cate con un tiempo estupendo. Daba su paseo matutino por el pueblo, el yunque tañendo, e iba tres veces al día a la terminal a por el correo. Paraba por casa Mossteller para charlar o por la panadería, pasando el tiempo del modo más placentero con las noticias de la gente, el estado de las tierras o de las cosechas, el parte meteorológico. Todos sus amigos aparecían con claridad en sus figuraciones. Los conocía por sus ropas, por sus maneras de caminar, por el modo característico en que se inclinaban y gesticulaban. Sus СКАЧАТЬ