Un cambio imprevisto. Eugenia Casanova
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Название: Un cambio imprevisto

Автор: Eugenia Casanova

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: HQÑ

isbn: 9788413752983

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СКАЧАТЬ se había utilizado armas blancas. En España pocas casas disponían de armas de fuego, pero en ningún hogar faltaba un buen cuchillo de cocina. No obstante, él quería un escenario un poco más selecto, y visualizaba una mansión de principios del siglo veinte, cuyo dueño tendría una importante colección de armas blancas que habría comenzado años atrás, cuando compró en Roma un pugio, al que siguieron espadas, sables y dagas de todas las épocas y culturas. Una de estas aparecería clavada en la espalda de una hermosa mujer, desconocida para todos los de la casa, cuyo cadáver encontraron sobre la alfombra del suntuoso salón de estilo modernista. Desistió de encontrar un título para la novela. El argumento le resultaba bastante manido, pero comenzó a escribir, en otras ocasiones la chispa había surgido después, aunque eso conllevara tener que rehacer lo que ya estaba escrito. Nada. Cada palabra vacía se encadenaba a otra hueca. Aquello parecía una exhibición de notas mudas, ciegas y sordas que jamás compondrían una sinfonía por muy patética que resultase, él no tenía el genio de Tchaikovsky. «Vamos tú puedes», se animó con falsa positividad. «Está todo como al principio: un té, un paquete de cigarrillos rubios, otro de chicles, agua, Santana como música de fondo y el ordenador», intentó convencerse. Juzgó que el ordenador era el elemento discordante y sacó de su funda la vieja Lettera 35, la máquina en la que escribió sus primeros éxitos veinte años atrás intentando que el ritual le devolviese no solo la escena, sino también la inspiración de los primeros tiempos. «La cinta está seca», continuó con su monólogo interior, «mañana compraré una»; y al instante se reprendió: «Sí, hombre, sí, tú sigue procrastinando». Y sonrió. «Tiene gracia la palabreja, es fea de cojones y además difícil de pronunciar. Y pensar en eso te sirve de excusa para dejarlo, de nuevo, para mañana. Ese mañana que no sabes cuándo va a llegar. Mejor deja de pensar tonterías y ve a comprar la cinta, luego la cambias y empiezas a teclear. Haz caso de Picasso, hombre, ya sabes: que la inspiración te encuentre trabajando».

      Se tomó el té que ya estaba frío, se puso la chaqueta y salió a la calle. El ir y venir de personas y vehículos le enervó, todo eran prisas, ruido de motores, música electrónica o de reguetón a todo volumen que se escapaba por la ventanilla abierta de algún coche. Gente estresada que pasaba junto a otra gente estresada sin verse, con los ojos fijos en la pantalla del móvil, o en los escaparates, sin más contacto que algún tropezón seguido, en el mejor de los casos, de un «Perdón» y, en el peor, de un agresivo «¿Por qué no miras por dónde vas?». La ciudad se le estaba quedando grande. «Me estoy haciendo viejo», concluyó. Estaba muy decaído y por un momento albergó la idea de acercarse a casa de Martín, que siempre tenía alguna papelina, con medio gramo o incluso menos sería suficiente. Inspiró lo más profundo que pudo. No. Hasta ahí no. Se lo había prometido a sí mismo. Él no era un adicto, claro que estuvo tonteando con la coca, pero de eso hacía mucho tiempo, y solo en algunas fiestas, con algunos amigos, ya se sabe. Pero le puso fin cuando comprobó que cada vez le apetecía más y que se sentía sucio, muy sucio. Esa misma tarde se había gastado en coca el dinero con el que tenía que comprar zapatos para sus hijos. Tras la juerga, ya de madrugada bajo la ducha, mientras intentaba quitarse el olor a alcohol, a sudor agrio, a sexo y la sensación de sordidez, con una buena limpieza nasal y corporal tomó la decisión de dejarlo. Claro que entonces lo tenía todo: inspiración, fama y dinero; el mundo editorial a sus pies y un montón de amigos que le regalaban el oído. Sus pensamientos se interrumpieron al entrar en la papelería.

      —Buenas tardes, don Valentín —saludó el dependiente y admirador—. ¿En qué puedo servirle?

      —¿Tienes una de estas, o ya no las fabrican? —contestó el escritor poniendo sobre el mostrador la cinta de la máquina de escribir.

      —Cada vez se venden menos, la verdad, pero todavía traemos alguna. Siempre hay algún… —El muchacho iba a decir «viejo», pero rectificó a tiempo— romántico que prefiere el clap-clap de la máquina de escribir. ¿En qué lío se va a meter Odón Castro esta vez?

      —Si te lo digo vas a saber tanto como yo. Ya lo leerás.

      —Eso espero.

      Se despidió y volvió a su casa. Odón Castro era su personaje estrella, una combinación de Hércules Poirot, del inspector Maigret y de Pepe Carvalho; el superinspector inteligente, intuitivo, observador, el que oye lo que nadie más oye y parece que ve a través de las paredes, y homenaje a los personajes con cuyos libros se inició él mismo en su adolescencia, un tiempo ya muy lejano. Se preparó otro té, cambió la cinta de la máquina y descubrió que no le quedaban folios. Dio un resoplido, no tenía ganas de volver a salir. «Definitivamente, empezaré mañana», decidió. Pidió una pizza y buscó en Internet El sueño eterno, una película en la que Humphrey Bogart encarnaba a Philip Marlowe, para él, actor y personaje en combinación perfecta. Luego, desvelado, estuvo haciendo solitarios en el ordenador, que apagó ya de madrugada cuando le escocían los ojos, pero sin asomo de sueño todavía; sacó uno de los somníferos que le había recetado Javi, su médico y mejor amigo. Una hora más tarde, cansado de dar vueltas en la cama, se tomó dos más y poco después entró en un sueño pesado.

      —¡Despierta, Valen, despierta! ¡Vamos, Valen, arriba!

      A duras penas consiguió abrir los ojos lo suficiente para comprobar que no estaba soñando y que era Javi quien se esforzaba en despertarle.

      —¿Qué pasa? —consiguió articular con voz pastosa cerrando de nuevo los ojos, que no conseguía mantener abiertos.

      —Celeste, tu asistenta, me ha llamado. Ya es mediodía y como no te despertabas temía que te hubiese sucedido algo.

      —¿Que me hubiese muerto? ¡Qué bien! —contestó abrazándose a la almohada.

      —¡Vamos! ¡A la ducha! —Javi retiró las sábanas, ayudó a su amigo a ponerse en pie y le acompañó hasta el baño—. No puedes seguir así, Valen.

      —¿Se te ocurre algo mejor? Admito sugerencias.

      —Te estás destrozando.

      —¿Yoo? —ironizó Valentín mientras esperaba que saliera el agua caliente—. Claro, estoy así porque me da la gana, ¿verdad? Por si no te has dado cuenta, mi vida es una mierda.

      —Pues cámbiala.

      —Dijo el sano al enfermo. —Valentín se espabiló y sintiéndose atacado se encaró a su amigo—: ¿Se puede saber cómo? No estoy así porque quiero, ¿sabes? Parece que todos os habéis confabulado para presionarme, sobre todo mi editor: «Hace casi dos años que no nos traes nada; estás faltando al contrato» —dijo impostando la voz—. Le he hecho ganar millones y parece que no tiene bastante. Ha de exprimirme, estrujarme y exigirme otra gran novela, pero que sea un éxito seguro y que se vendan miles de ejemplares, no como las dos últimas, una que esté a la altura del protagonista. Le importa más Odón Castro que yo. Olga se ha marchado y lo único que me ha dejado es una cantidad indecente de deudas, un pleito por el chalet de la playa y una denuncia por maltrato. Tengo una hija de diecinueve años que no quiere saber nada de mí…

      —Si dejas de autocompadecerte y asumes la responsabilidad que tienes en todo eso, quizá haya alguna esperanza —le interrumpió su amigo—. Métete en la ducha.

      —A veces te odio, Javi —siguió protestando mientras el agua caía sobre él—. Tú eres don Perfecto, todo te ha salido bien —concluyó saliendo de la ducha y comenzando a secarse—. Tienes siempre la consulta llena, vives como un rey, no tienes exesposa porque nunca te has casado, ni hijos que te amarguen la vida. Y tus amantes te han sido fieles.

      —Y jamás he sido famoso, ni he despilfarrado una fortuna en juergas, ni me he liado con mujeres con más tetas que cerebro, ni me he acostado con la novia de mi hijo. Pero de todo eso hablaremos en otra ocasión.

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