Gastaban muy poco en semillas, pues el dinero no sobraba, por lo que dependían principalmente de las semillas que conservaban del año anterior. Algunas veces, para asegurarse de sacar provecho a la tierra fresca, intercambiaban una bolsa de patatas de siembra con amigos que vivían lejos de la aldea y, de cuando en cuando, el jardinero de alguna mansión de los alrededores le regalaba a un vecino varios tubérculos de una nueva variedad. Estos se plantaban y eran atendidos con sumo cuidado, y cuando llegaba el momento de la recogida, los nuevos especímenes eran exhibidos ante los demás vecinos.
La mayoría de los hombres cantaban o silbaban mientras cavaban y sachaban. En aquellos tiempos era frecuente cantar al aire libre. Los trabajadores cantaban durante su faena; los carreteros cantaban por los caminos con la única compañía de sus caballos; el panadero, el molinero y el pescadero ambulante cantaban mientras repartían su mercancía de puerta en puerta; incluso el médico y el párroco musitaban alguna tonadilla entre dientes durante sus rondas de visitas. La gente era más pobre entonces y carecía de las comodidades, las diversiones y los conocimientos que tenemos hoy día; y a pesar de todo, eran más felices. Lo que parece sugerir que la felicidad depende en mayor medida del estado de la mente —y quizá del cuerpo— que de las circunstancias y eventos que nos rodean.
IV
En el Carros y Caballos
Fordlow podía alardear de su iglesia, de su escuela, de su concierto anual y de sus sesiones trimestrales de lectura por un penique, pero la aldea no les envidiaba ninguno de esos entretenimientos ni lugares, pues contaba con su propio centro social, más cálido, más humano y mucho mejor en todos los sentidos, en la taberna Carros y Caballos.
Allí se reunía cada noche la población masculina y adulta de la aldea a beber medias pintas de cerveza —sorbito a sorbito para que duraran lo más posible—, a discutir sobre sucesos locales, política o métodos de cultivo y a cantar algunas canciones «para celebrar».
Eran reuniones inocentes. Nadie se emborrachaba, pues no tenían dinero suficiente ni para cerveza, y era buena cerveza, a dos peniques la pinta. Aun así, el párroco cargaba desde el púlpito contra aquel lugar, llegando en una ocasión a tacharlo de antro de perdición. «Es una verdadera pena que no pueda venir en persona a ver cómo es», dijo en una ocasión uno de los hombres de más edad, de camino a casa al salir de la iglesia. «La pena es que no se meta en sus propios asuntos», replicó uno de los jóvenes. A lo que otro de los ancianos respondió pacíficamente: «Bueno, si lo piensas bien, es lo suyo. Al hombre le pagan por predicar, de modo que tendrá que predicar contra algo. Tiene sentido».
Solo media docena de hombres se mantenían al margen de estas sesiones. Y de esos, algunos eran conocidos por «ser piadosos» o por depender sus ingresos de la iglesia.
Los demás iban a diario y tenían su propio asiento reservado en bancos o taburetes. En cierto modo, aquel lugar era su hogar casi en igual medida que sus propias casas, y desde luego bastante más acogedor que muchas de ellas, con su crepitante fuego, sus cortinas rojas en las ventanas y sus jarras de estaño siempre bien limpias.
La costumbre de acudir allí a diario al anochecer, según ellos mismos decían, era una manera de ahorrar, pues, al no haber ningún hombre en casa, podían dejar que el fuego se apagara y el resto de la familia ya estaba durmiendo o acostándose cuando el cuarto empezaba a enfriarse. De modo que los hombres podían gastar un chelín a la semana, siete peniques para la media pinta de cada noche y el resto para otras necesidades. Además, sus mujeres solían comprar para ellos una onza de tabaco de la marca Nigger Head junto con el resto de las provisiones.
Era una reunión exclusivamente masculina. Las mujeres nunca acompañaban a sus hombres, aunque a veces alguna de ellas, con los hijos ya fuera de casa y medio penique disponible para gastar en sí misma, llamaba a la puerta trasera con una botella o una jarra y quizá aprovechaba para quedarse un ratito a escuchar lo que sucedía allí dentro, sin que nadie la viera. También los chiquillos golpeaban la puerta trasera para comprar velas, melaza o queso, pues el tabernero regentaba además una pequeña tienda en la parte de atrás de su local, y también ellos querían saber qué hacían allí los adultos. Dentro, los hijos del tabernero se levantaban sigilosamente de la cama y se sentaban en las escaleras vestidos con sus camisones. La escalera subía desde la taberna, lo único que mediaba entre ambas zonas era un banco de madera, y una noche los hombres se sobresaltaron al ver lo que en un primer momento les pareció un pájaro blanco que descendía aleteando hacia ellos. Era la pequeña Florrie, que, después de quedarse dormida en las escaleras, se había caído. La sentaron en sus rodillas, acercaron sus pies al fuego y sus lágrimas enseguida se secaron, pues no se había hecho daño, tan solo estaba asustada.
Los niños no escuchaban lenguajes inapropiados, salvo alguna que otra maldición, pues su madre era una mujer muy respetada y el menor indicio de algo más fuerte era acallado con un codazo en las costillas y susurros de «No te olvides de la patrona» o «¡Cuidaado que hay mujeres delante!». Tampoco se repetían aquí las historias de los campos ni había canciones picantes, pues cada cosa tenía su momento y su lugar.
La política era uno de los temas preferidos, ya que con la reciente ampliación del derecho al voto todo padre de familia podía acudir a las urnas y se tomaban muy en serio su nueva responsabilidad. Un moderado liberalismo prevalecía entre los presentes, un liberalismo que hoy día sería considerado como velado conservadurismo, aunque entonces resultaba bastante atrevido. Un hombre que había estado trabajando en Northampton se declaraba a sí mismo un radical, pero enseguida era apaciguado por el tabernero, que se consideraba un ferviente conservador. Con este vaivén entre izquierda y derecha, salían a relucir los temas más candentes, que por lo general se solventaban para satisfacción de la mayoría.
Se hablaba sin ambages sobre los «Tres acres y una vaca», «El voto secreto», «La Comisión Parnel y el crimen» o «La separación Iglesia-Estado». A veces se leía en voz alta del periódico un discurso de Gladstone o de algún otro líder, salpicado por las fervientes exhortaciones del grupo: «¡Escuchad, escuchad!». O Sam, un hombre de opiniones modernas, relataba con orgullo su último encuentro, apretón de manos incluido, con Joseph Arch, el paladín de los jornaleros. «¡Joseph Arch! —gritaba—. ¡Joseph Arch es el hombre que necesitan los trabajadores de las granjas!», y daba un puñetazo en la mesa al tiempo que levantaba su jarra, con mucho cuidado de no derramar nada, eso sí, pues cada gota de cerveza era un don precioso.
Entonces el tabernero, sentado a horcajadas en su silla de espaldas a la chimenea, decía con la autoridad de quien se sabe en su propia casa: «No os servirá de nada ir en contra de los burgueses. Ellos tienen la tierra y el dinero, y así seguirá siendo. ¿Dónde estaríais de no ser por ellos, que os dan trabajo y os pagan por él? Me gustaría saberlo». Y esa pregunta, aún sin respuesta, lograba que todos se quedaran callados, sin saber qué decir, hasta que alguien del grupo rompía el silencio СКАЧАТЬ