Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Название: Trilogía de Candleford

Автор: Flora Thompson

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Sensibles a las Letras

isbn: 9788416537761

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СКАЧАТЬ apartar en esmeradas pilas las malas hierbas que infestaban los campos, que más tarde se quemaban impregnando el aire de esa neblina de color azul claro y ese olor imposible de olvidar en toda una vida. Entonces había que sembrar, los surcos se arreglaban a golpe de azada; llegado el momento se segaba, y todo el proceso comenzaba de nuevo.

      La maquinaria mecánica para trabajar la tierra empezaba a utilizarse por aquel entonces. Cada otoño aparecían un par de grandes tractores que, situados cada uno en un extremo del campo, arrastraban los arados de una punta a otra, sujetos con cables. Ambos funcionaban a vapor y recorrían el distrito trabajando en las diferentes granjas que los alquilaban. El equipo lo completaba una caravana, conocida como «la caja», donde vivían y dormían los dos conductores. En la década de los noventa, cuando ya habían decidido emigrar y deseaban aprender lo más posible sobre agricultura, los dos hermanos de Laura, de manera consecutiva, decidieron probar el arado de vapor, provocando el horror de los demás vecinos de la aldea, que veían a aquellos nómadas como parias sociales. Sus conocimientos no eran lo bastante amplios para abarcar materias como la mecánica, y solían encasillar a ese tipo de trabajadores en una categoría social inferior, junto con los deshollinadores, los chamarileros y otros cuyos trabajos les manchaban la cara y la ropa de negro. Por otra parte, a los oficinistas y vendedores de toda clase, cuya pulcra elegancia no tenía otro objeto que granjearse fácilmente el respecto ajeno, los miraban con desprecio como simples «dependientes». El mundo que conocían estaba poblado únicamente por hacendados, granjeros, taberneros y jornaleros, seguidos en orden de importancia por el carnicero, el panadero, el molinero y el tendero.

      La máquina que poseía el granjero era propulsada por la fuerza de los caballos y solo se utilizaba para realizar parte de la faena. En algunos campos se empleaba una sembradora tirada por caballos para esparcir las semillas en hileras a lo largo de los surcos, y en otros eran los hombres los que los recorrían de un extremo a otro las veces que fueran necesarias, con un cesto colgado del cuello para sembrar con ambas manos. En tiempo de cosecha, la segadora mecánica ya se había convertido en algo familiar, aunque solo hacía una pequeña parte del trabajo. Los hombres seguían segando a guadaña, y algunas mujeres, a golpe de hoz. Una trilladora alquilada recorría las granjas y su uso ya se había normalizado. En sus casas, sin embargo, los hombres continuaban trillando sus pequeñas parcelas y el fruto del esquileo de sus mujeres a golpe de mayal, y hacían la limpia aventando el cereal al viento de tamiz a tamiz.

      Los jornaleros trabajaban duro y trabajaban bien cuando consideraban que la situación lo requería y mantenían un buen ritmo en todo momento. Por supuesto, algunos eran mejores trabajadores que otros. Pero la mayoría de ellos se enorgullecían de su buen hacer y siempre estaban dispuestos a explicarle a algún forastero que el trabajo del campo no era en absoluto un oficio de idiotas como creía alguna gente de ciudad. Las cosas debían hacerse debidamente y en el momento justo, decían, y había aspectos del trabajo de un jornalero cuyo aprendizaje y dominio requería toda una vida. Algunos de los menos admirables solían alardear: «Ganamos diez chelines a la semana, y nos merecemos hasta el último penique. Pero nada de trabajar de más. Ya nos ocupamos nosotros de eso». Sin embargo, al menos a la hora de trabajar en equipo, incluso los más holgazanes mantenían el ritmo, que, aunque fuera lento, siempre era firme.

      Mientras los aradores dirigían sus yugadas, otros hombres se ocupaban, bien en solitario, bien en parejas o tríos, de sachar, gradar y extender estiércol en campos cercanos; otros desbrozaban zanjas y preparaban drenajes, cortaban madera y barcia o llevaban a cabo todo tipo de tareas en la casa de labranza. De cuando en cuando ponían a dos o tres hombres ya maduros y más hábiles a recortar setos y excavar zanjas, a esquilar ovejas, pastorear, retejar o segar, dependiendo de la estación. El carretero, el pastor, el vaquerizo y el herrero se centraban en su oficio. Eran hombres importantes, esos cuatro, con dos chelines extra a la semana y una casa libre de alquiler muy cerca de la alquería.

      Cuando los jornaleros que se ocupaban de los arados se gritaban unos a otros de surco a surco, no se llamaban «Miller», «Gaskins» o «Tuffrey», ni siquiera «Bill», «Tom» o «Dick», pues todos tenían sus apodos y respondían más rápidamente a «Perro», «Calabaza» o «Coloso». El origen de muchos de esos nombres había caído en el olvido, y ni siquiera los que los llevaban recordaban ya por qué se los habían puesto. En algunos casos, sin embargo, resultaba evidente que se debían a ciertas peculiaridades personales. «Cockie» o «Cock-eye» era ligeramente bizco, y el «Viejo Stut» tartamudeaba, mientras que a «Refrigerio» lo llamaban así porque cuando se comía un tentempié entre comidas solía decir: «No soy capaz de seguir sin mi refrigerio», una palabra más antigua para referirse a «tentempié», que rápidamente se modernizó hasta convertirse en «almuerzo» o simplemente «comida».

      Años más tarde Edmund trabajó una temporada en los campos. En cierta ocasión, el carretero le hizo una pregunta y tan sorprendido se quedó ante lo atinado de su respuesta que exclamó: «¡Pero, bueno, muchacho, si nos has salido tan listo como Salomón! ¡Pues Salomón te llamaré, entonces!». Y fue Salomón hasta que abandonó la aldea. A un hermano pequeño lo llamaban «Pescador», aunque el porqué de ese nombre era un misterio. Su madre, que tenía predilección por los niños antes que las niñas, solía llamarlo «mi pequeño martín pescador».

      A veces, durante la faena en los campos, en lugar de amigables gritos, un discreto rumor, parecido a un siseo o un silbido, se extendía entre los surcos. Era una señal de advertencia de que alguien había visto a «Viejo Lunes», el capataz de la granja. Aparecía cabalgando entre los surcos, a lomos de su pequeño poni gris de larga cola —tan alto era él y tan diminuta su montura que sus pies casi tocaban el suelo—, sacudiendo en el aire su vara de fresno y gritando: «¡Vamos! ¡Venga, hombres! ¿Qué creéis que estáis haciendo?».

      El apodo de «Viejo Lunes» o «Viejo Lunes por la Mañana» se lo habían puesto años atrás cuando, después de algún incidente, él había gritado: «¡El lunes por la mañana a las diez en punto! ¡Hoy es lunes, mañana martes y pasado miércoles…, media semana y no habéis hecho nada!». Este nombre, ni que decir tiene, lo reservaban para cuando él no estaba. Cuando lo tenían delante, todo era «Sí, capataz Morris» y «No, capataz Morris» y «Veré qué puedo hacer, capataz Morris». Algunos de los más dóciles incluso lo llamaban «señor». Y entonces, en cuanto les daba la espalda, algún bromista lo señalaba con una mano mientras con la otra se daba una palmada en la nalga diciendo, en voz baja, «¡Vete al cuerno, viejo demonio!».

      Cuando llegaban las doce, según el sol o alguno de esos viejos relojes de bolsillo que se heredaban de padres a hijos, los equipos de trabajo hacían una pausa para comer. Desuncían los caballos, los llevaban a la sombra junto a los arbustos o a un almiar y les ponían el morral, y los hombres y los muchachos se tumbaban a su lado en sacos extendidos en el suelo, abrían botellas de té frío y sacaban la comida que llevaban envuelta en paños rojos. Los más afortunados tenían pan y tocino frío. A veces un pedazo de hogaza sobre el cual se colocaba el tocino, con una rebanada más fina encima —a la que llamaban la del pulgar— para poder cogerlo con la mano sin tocar la carne, en una posición que permitiera al mismo tiempo usar la navaja. La comida se consumía con pulcritud y esmero, y la pequeña porción de pan con tocino se cortaba y se engullía con un solo movimiento. Los menos venturosos masticaban su pan con manteca de cerdo o con un pedacito de queso, y los más jóvenes daban cuenta de la última ración de pudin frío del día anterior, mientras los otros se burlaban de ellos advirtiéndoles «que no abusaran de la melaza».

      La comida desaparecía enseguida, los hombres sacudían las migas de sus pañuelos para los pájaros y encendían sus pipas, y los muchachos se alejaban para merodear entre los arbustos armados con sus tirachinas. A menudo los mayores pasaban el descanso discutiendo sobre política, la noticia del último asesinato en la ciudad o asuntos locales. Sin embargo, otras veces, sobre todo cuando estaba presente un tipo especialmente dotado para esas lides, mataban el tiempo contando lo que las mujeres solían catalogar, avergonzadas, como «historias de hombres».

      Estas historias, que se reservaban estrictamente СКАЧАТЬ