La quimera. Emilia Pardo Bazán
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La quimera - Emilia Pardo Bazán страница 8

Название: La quimera

Автор: Emilia Pardo Bazán

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Trilogía triunfo, amor y muerte

isbn: 9788412124804

isbn:

СКАЧАТЬ si hubiese sardinas del pilo… Es loco por ellas. Traerás un neto de vino tinto de lo mejor, ¿eh, mujer?

      Serían las once cuando María Pepa dispuso la pitanza en la mesa de la cocina. Al ver sobre el mantel gordo y rugoso la fuente de barro llena de sardinas asadas, plateadas y negruzcas, Silvio sintió que se le henchía de saliva la boca. Su estómago flojo, estropeado por privaciones y miserias en la primera edad, tenía súbitos antojos de golosina, como los niños y los enfermos, y le encaprichaban especialmente los platos ordinarios, los sencillos condumios regionales. Se arrojó a las sardinas; ayudadas por la torta caliente, sabíanle a pura gloria. El vinillo del país, acidulado, hacía un maridaje delicioso con la carne blanca, salada a granel, de los peces. María Pepa, lisonjeada, se reía de ver al primo devorar.

      —Coma, coma, que le preste, ya que le gusta… ¡Mire qué afición le llevan, Jesús!

      —Dile a tu mujer que me hable de tú, y que se siente a almorzar con nosotros —suplicó Silvio.

      —Tiene cortedá —Rio Sendo—. Como es la primera vez que te ve, hombre… Ya almorzará ella luego, ende acabando de servirnos…

      —Pero yo no me conformo. Es un favor que te pido. Que se siente. Anda, María Pepa; cuéntame de tus chiquillos. ¿Los crías tú?

      —¿Y luego? ¿Quién me los ha criar? —exclamó la frescachona.

      —Uno por año, ¿eh? ¿Como la tierra?

      —Cuasimente, sí señor; uno cada año… no siendo el año que estuvo mi esposo muy malísimo de calenturas.

      —¿Y trabajas siempre, aunque sea embarazada o criando? —preguntó Silvio escanciando un vaso lleno a María Pepa.

      —¡Ay! ¡Qué remedio! Señorito… Los pobres…

      —¿Señorito? Me llamo Silvio. Me has dado unas sardinas, María Pepa, que no las trocaría yo por ningún guiso de cocinero francés. Sendo, tu mujer vale mucho. Me parece que sois felices y que os lleváis como ángeles; ¿no es cierto?

      —¡Ay! Eso sí, alabado Dios —respondió Sendo por su mujer, la cual, avergonzada se sofocó más—. Riñas no hay aquí. ¡Siquiera tiempo a reñir tenemos! Como nunca falta qué hacer… Pero, y entonces tú —porfió suavemente, con la insidiosa blandura del país—, ¿no traes de allá para vivir descuidado? Si yo me fuese allá a amasar pan, algo traería; puesto ya un hombre a pasar el charco, ¡caraina!

      —Ya te dije que no iba en busca de cuartos —replicó Silvio, engolfado en una escudilla de caldo de berzas y patatas con espeso de harina de maíz—. ¡Vaya un caldito! ¡Qué antojo tenía de él, así como lo hace María Pepa!

      Sendo miraba a su primo, no atreviéndose a preguntarle por qué se embarca un hombre cuando no va en busca de cuartos.

      —Algún día —sonrió Silvio, a quien la beatitud del estómago alegraba el pensamiento— puede ser que tenga cuartos de sobra, aunque no los busque. Entonces os pido a mi ahijado, ¿eh?, y me lo dais, y lo educo y hago de él una persona.

      —¿Y tus hijos? Te casarás —objetó Sendo prudentemente.

      —No me casaré. Solo me casaría con una como María Pepa, lo mismito. Una que sepa hacer estos caldos —añadió.

      —¡No se burle! —arrulló cantando María Pepa. Oyose el llanto de una criatura; corrió la madre al dormitorio, y un segundo después se desabrochaba el justillo y acercaba al mamón a un seno gordo, tenso, de venas azuladas. Silvio, ahíto, dilatado de bienestar, contemplaba el cuadro: la mujer, morena, sana y dorada como el pan, lactando a un chicazo que pegaba manotadas a la teta y se volvía curioso, con la boca untada de leche.

      —¿Quién sabe si esta es la felicidad? —pensaba—. Al menos, es la ley de naturaleza.

      Así que su crío se puso que no le cabía gota más, la madre, engreída por la expresión de simpatía de los ojos de Silvio, le llegó el pequeño a la cara mendigando la alabanza y el beso. El pequeño olía a descuido y a lo que huelen los nidos de paloma. Silvio, perturbado en su digestión y en su refinamiento, se hizo atrás. Instantáneamente se le desvaneció la ilusión idílica, ese sueño que es el reverso de la megalomanía; soñar con ser menos, recordando la aspiración, espejismo de luchadores fatigados.

      —¿Sabrá aquí algún chiquillo el camino de Alborada, para que me guíe? —articuló con sequedad impaciente.

      —El nuestro, el mayor, puede ir —ofreció Sendo.

      —No, no; prefiero otro. No va a volverse solo el niño.

      —Deja pasar la fuerza del sol, hombre. A tal hora, en Alborada estarán almorzando.

      A una revuelta de la carretera empezó a emerger, de la ramazón tupida del castañal, el alminar de las torres de Alborada. Poco a poco, la mole del edificio entero: parecía ascender, todo blanco, de piedra granítica; al mismo tiempo olores finos, azucarosos, de flores cultivadas, avisaron a los sentidos de Silvio. Llamó a la campana de la verja y esperó, bañándose en un ambiente saturado de esencia de magnolia. Tardaron bastante en abrirle: los perros, a distancia, presos, ladraban tenazmente.

      Cuando entregó, para solicitar una entrevista con «la señora», la carta de presentación del doctor Moragas, notó despechado un encogimiento que le enfriaba las manos y le enronquecía la voz. Con lúcida fidelidad recordaba que en Marineda, antes de pensar en emigrar a la Argentina, todavía adolescente, entre colegiales, había dibujado una caricatura insultante de aquella mujer, en quien deseaba ahora encontrar eficaz auxilio. Angustiado, volvió a ver el mugriento pupitre del colegio, los trazos de lápiz sobre el papel; oyó las risas… ¿Dónde pararía la caricatura? ¿Tendría noticia de ella la célebre compositora? ¿Si le recibiría con desdén o con repulsa severísima?

      La aprensión de Silvio creció al dejarle solo el criado en una sala baja, amueblada de caoba y cretona, cubiertas las paredes de retratos viejos, bituminosos. En un ángulo aparecía el piano, resguardado de la humedad por una manta de seda rameada y entretelada. Los objetos ejercían sobre Silvio sugestión profunda; la sencilla sala, el instrumento confidente de la inspiración artística, le impresionaron. Prestó oído: creía escuchar pasos, taconeo, roce de faldas, y repitió en sus adentros: «Este es un momento muy solemne… Tal vez decide mi porvenir… Entran». Entraba, sí, un singularísimo perrillo, ladrando aguda y hostilmente; su extrañeza atrajo a Silvio, le distrajo. El chucho parecía uno de esos asiáticos monstruos de bronce que guardan las puertas de los santuarios japoneses. La idea de tomar un apunte se apoderó de Silvio; y ya buscaba su lápiz y su diminuto álbum, cuando, al volverse, vio a una dama que le saludaba y le ofrecía asiento.

      La reconoció. Apenas cambiada por los años transcurridos, era la baronesa de Dumbría, madre de la compositora.

      —Tal vez sea difícil, al menos en algún tiempo, que pueda usted retratar a mi hija —declaró, leída la carta que servía de presentación a Silvio—. Minia anda siempre escasísima de tiempo, y… además… La verdad: tantos retratos la han hecho, y tan medianos todos… que siente aversión hacia los retratos. En fin, vamos a ver… La diré… Aguarde usted aquí.

      Se alejó la baronesa. Silvio, entre tanto, descorazonado, apuntó en dos de sus actitudes extrañas al asiático monstruo. Al cuarto de hora, otra vez pasos, y la baronesa expansiva, triunfante.

      —Minia dice que aquí dispone СКАЧАТЬ