¿Seguirá soñando?. Wan Suh Park
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Название: ¿Seguirá soñando?

Автор: Wan Suh Park

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección literatura coreana

isbn: 9786077640196

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СКАЧАТЬ y, como si fuese una virgen que aun a riesgo de su propia vida se empecina en guardar su pureza hasta la noche nupcial, se propuso rechazar los deseos del hombre, unas veces con la rigidez de una lámina de hierro, otras con tacto, pero siempre intentando hacerle comprender. Por su parte, sólo de esta manera estaba imponiéndose una mínima moralidad y una formalidad, tan importantes como el mismo matrimonio. Estas reflexiones jamás las había compartido con Jyok-Chu. Él no entendía el porqué de estos rechazos y con frecuencia terminaba por tomarlos a mal.

      “Acepte la realidad, se porta como si valiera oro”, le había dicho con sarcasmo en ocasiones.

      “Ni que fuera usted virgen…”, interpretaba ella. Eso la enfadaba, pero pese a ello lo pasaba por alto al pensar que si la paciencia de una divorciada de su edad no comprendía la insistencia de un viudo saludable, ¿quién podría hacerlo?

      Tanto se habían reprimido, que el día de su primera unión terminó en un desborde de pasiones. Al principio se incomodó un poco al percibir que él no se acostumbraba a su cama, pero pronto pensó que ésta era la felicidad soñada y terminó por dejarse arrastrar. Sin embargo, una vez consumado el acto, la sospecha de haber saciado vorazmente su apetito le produjo gran vergüenza. Y, por supuesto, quiso que el hombre consolase su turbación. Pero tras la unión no fueron esas las primeras palabras que salieron de su boca.

      “¿Es posible que haya una mujer tan insensible e insolente?”, gritó el hombre muy alterado, al parecer sorprendido por algo.

      Cuando miró hacia donde señalaba, Mun-Kyong vio colgado de la pared de la cabecera de la cama un pequeño crucifijo de madera. Era una reliquia de su madre, lo único que le habían dejado de la casa tras el reparto que llevaron a cabo sus cuñadas y hermanas mayores de todo lo que había de valor: sortijas de oro, una cadena de 18 quilates, un broche de amatista y una bufanda de visón, entre otras pertenencias. Más que dárselo, fue algo que recogió porque nadie se había interesado en él y se sintió obligada a colgarlo en lo más alto de la habitación porque, hasta el último momento, había sido objeto de veneración de su madre.

      Ella había cultivado a lo largo de toda la vida una gran fe en el catolicismo, sin embargo, nunca le exigió a ninguno de los hijos que se bautizara. Algunos la siguieron por su propia cuenta, y otros, como Myun-Kyong, hasta el final se desentendieron del asunto. No compartía la devoción de su madre, pero sentía en el fondo una jactancia pueril al demostrar cuán importante era aquel objeto santo que aun los mismos hijos creyentes habían rehusado conservar. Por eso le era del todo imposible comprender la razón de la animosidad en la mirada que Jyok-Chu dirigía al simbólico crucifijo.

      —¿Qué pasa?

      —¿Qué? ¿Que qué pasa, dices? ¿Si una mujer quiere atraer a la cama a un hombre no crees que debería esconder antes esas cosas?

      —¿Cómo? ¿Quién dice que atrajo a quién a la cama?

      —Ahora lo importante no es eso. No tengo fe, pero tengo la suficiente conciencia moral para sentir respeto hacia eso. No puedo ser tan insolente como tú para hacer el amor cuando nos está mirando desde arriba.

      Escuchar que la llamaba por segunda vez insolente la desanimó tanto que no pudo mover siquiera los labios. Lo único que se le ocurrió para defenderse fue aferrar con violencia el cuello de la piyama en desorden y esperar del hombre aunque fuera un ademán de disculpa o algún mimo antes de irse, pero él terminó por irse sin dejar de mostrar su ira.

      Sonó el teléfono.

      —Acabo de llegar a casa. Lamento lo ocurrido. ¡Sé generosa conmigo! Pero, ¿no crees que era una cuestión de sentido común? Pensándolo bien, parece una tontería, pero me sentí verdaderamente mal. Lo que más me enfadó fue que me gustó mucho y tenía que terminar fastidiándolo de esa manera. ¡Que duermas bien!

      El tono de voz de Jyok-Chu, notablemente relajado y suave, le había parecido a él suficiente para la reconciliación, pero para ella el asunto no era tan insignificante como quería hacerle creer. Podía pasar por alto sus acres palabras. Lo esencial no estaba en eso. Antes de unir sus cuerpos no se había dado cuenta de que el crucifijo miraba hacia abajo, pero aun sabiéndolo, no lo habría escondido. No temía su mirada porque creía que lo que había hecho tenía la bendición divina. Por eso, tener a Dios como testigo de su amor no le molestaba en absoluto, y la reacción de Jyok-Chu era completamente opuesta. Enfadarse y reñirle por no haberlo guardado no era un asunto fácil de olvidar. Por supuesto, debía sufrir algún sentimiento inconsciente de culpa.

      Y eso la hizo estremecer. Pasó buena parte de la noche sin pegar ojo hasta que, por fin, no se contuvo y empezó a llorar, a gemir, como si se tratara de una mujer violada.

      Le dio rabia que aquella felicidad tan esperada, a veces tan soñada, se estuviera convirtiendo en un sentimiento tan indignante, y al mismo tiempo sintió miedo de la magnitud de su desacuerdo.

      De pronto se quedó dulce y profundamente dormida. Fue un dormir sin sueños. Más que ninguna otra cosa, lo bueno de ella era su buen dormir aun cuando estuviera amenazada por las mayores angustias. Luego, desperezándose lentamente, aprovechó el placer de un despertar satisfecho para relamer y saborear el descanso. Era como si cada parte de su cuerpo, que ella había sentido marchitarse, recobrase la plenitud con el feliz recuerdo de la noche compartida con Jyok-Chu. Ya nunca más volvería a sentirse sola ni ansiosa de deseos. A partir de ahora le esperaba la dicha de una vida acogedora y cómoda. El presentimiento de la felicidad la inundaba como en la época despreocupada de su niñez, tanto que se levantó de una vez y dio dos o tres saltos en la cama.

      Reparó por un instante en el crucifijo que seguía colgado sobre la cabecera. Entonces se le vino encima toda esa amargura que la noche anterior le había producido el desacuerdo, lo mismo que el desconsuelo por la humillación. Aunque ahora no le pareció tan grave ni tan desesperante como ayer. Era soportable, como un dolor mullido y tierno recién salido de una anestesia. Antes de intentar aclarar y resolver esta contrariedad, ya se estaba preparando para comprender a Jyok-Chu y aprender a pasar por alto estos asuntos.

      Como ella, Jyok-Chu tampoco tenía religión, así que no valía la pena darle más importancia al crucifijo. De todas maneras, todo el mundo, hasta los ateos, tienen sus dudas respecto de la existencia de Dios, de alguna otra divinidad, poder sobrenatural o al menos de una mirada severa que juzga. Era probable que su reacción, al toparse de repente con aquel objeto, hubiera sido un reflejo inconsciente de miedo y respeto. Eso era lo de menos; anoche había cedido hasta aquí. Lo que realmente le había molestado había venido después.

      ¿Cómo había podido este hombre sentir culpa de compartir un acto de amor cuando ella no se avergonzaba ante Dios ni ante ninguna divinidad o moralidad absoluta? Además, no sólo se había conformado con sentirse pecador, sino que la había despreciado al tacharla de inmoral por no haberse sentido como él.

      “¡Ay!, ¡basta!, ¡basta!” Se dominó de inmediato al ver que los recuerdos de aquella primera disputa se precipitaban en su mente. No quería estropear de esta forma la felicidad y la saciedad por tanto tiempo anheladas.

      A lo mejor no había sido nada importante. Al parecer, sentir vergüenza después de un acto sexual era algo instintivo en el ser humano e independiente de cualquier moral. Se había obstinado en que éticamente no había sucedido nada reprochable, pero no le había pasado por la cabeza que quizá la seguridad de sus actos le habría dado al hombre la sensación de que era ella una mujer demasiado insolente. Desanimada trató de mitigar la seriedad del desacuerdo al imaginar que él era normal y que ella estaba un tanto perturbada.

      Era una estupenda mañana dominical. La ociosa libertad de los domingos le sabía a pura miel a esta maestra de economía doméstica.

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