.
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу - страница 9

Название:

Автор:

Издательство:

Жанр:

Серия:

isbn:

isbn:

СКАЧАТЬ demostraba el lagrimeo amenazante que insistía en dispararse al oír su voz. Cuando eres hijo de diplomático aprendes pronto que andas dejado de la mano de tus padres prácticamente desde que naces: el desapego se convierte en la forma habitual del trato con los tuyos, pero a cambio eres capaz de hacer nuevos amigos con facilidad, porque vas saltando de ciudad en ciudad casi constantemente. Así que yo ya sabía de qué iba aquello, lo único que necesitaba era que no me estuvieran recordando a cada rato que, al fin y al cabo, era la primera vez que me había separado de la familia.

      En Ladycross montaba a caballo, practicaba rugby —era el mejor ala del mundo— y, en general, destacaba en los deportes: fútbol, atletismo, críquet —el croquet no, que siempre fue de nenazas—. Recuerdo que en la final del campeonato de boxeo, yo, retaco español, me enfrentaría a un sajón largirucho al que sacudí en la nuez, con resultados definitivos que lo llevaron sangrando a la enfermería. Salvado el escollo del piano, prácticamente todo me gustaba. Me gustaba hasta rellenar ese calendario en el que según amaneciera el día teníamos que pintar una nube, unas gotas de lluvia, una lluvia torrencial o un sol entre brumas —rara vez un sol limpio— para consignar cumplidamente y con toda pulcritud el tiempo atmosférico de esa parte de las islas británicas en nuestros cuadernos. Sí, definitivamente, Ladycross era un buen sitio.

      Y eso que la disciplina era estricta. En el comedor, por ejemplo, un par de alumnos mayores —el colegio estaba dividido en dos edificios, uno para los benjamines y otro para los de más edad— se sentaban a nuestra mesa y vigilaban nuestros modales e incluso el ángulo en que colocábamos los codos: armados con una vara de bambú, no dudaban en utilizarla si los libros que nos habían metido bajo el brazo se deslizaban mientras comíamos y caían al suelo. Allí te corregían a palo limpio, no tenían demasiados escrúpulos al respecto; las travesuras se pagaban caras y lo más llamativo de todo era que tenías que darles parte de los dos chelines y seis peniques que te asignaban semanalmente para que te castigaran, una manera un tanto enrevesada de reconocer tu culpabilidad y el gran favor que te hacían aquellos imberbes desalmados sacudiéndote sin piedad.

      Para la tarea punitiva, el director, por su parte, utilizaba un hueso de ballena recubierto de cuero que habría hecho las delicias de sadomasos y que a nosotros nos dejaba las manos en carne viva si no habías tenido la precaución de untarte jabón en las palmas antes de acudir al despacho del headmaster. No me resisto a identificar al ángel benefactor que me aconsejó aquella protección tan útil, un amigo italiano, Vittorio Manunta, que tiempo después nos deleitaría con sus escarceos cinematográficos como protagonista de la película Peppino y Violeta, que narra la historia de un cristianísimo muchacho que acude con su burra enferma, Violeta, al Vaticano, para que el santo padre sane a la cuadrúpeda.

      Mi primera paliza llegó como resultado de mi afán experimentador; por aquellos días consumíamos con fruición un tipo de golosinas que se presentaban en forma de avión, de tren, de coche… No sé qué ingredientes misteriosos incorporarían en su composición, pero lo cierto es que pronto descubrimos las posibilidades de montar con aquellos caramelos un espectáculo pirotécnico en toda regla: cuando les acercabas una cerilla encendida, prendían que daba gusto y al cabo de unos segundos estallaban como pequeños petardos.

      En Ladycross tuvieron siempre clara la necesidad de evitar las peleas entre los alumnos más pequeños; quizá con tan sana intención nos entregaban unos muñecos de apariencia siniestra, que siempre tenían la piel oscura, los labios muy rojos y los ojos muy blancos, para que, organizando batallas campales entre ellos, diéramos rienda suelta a la agresividad y eludiéramos así él enfrentamiento entre nosotros. Sabia estrategia —de evidentes reminiscencias coloniales— que nos enseñó a descargar ya desde niños la adrenalina.

      En todo caso, yo asumí sin problemas la disciplina inglesa, a menudo porque me la saltaba, lo que se traducía, lógicamente, en castigos, y otras veces porque la aceptaba sin mayor cuestionamiento. En definitiva, no supuso ningún trauma para mí.

      A las siete de la mañana nos levantaban y media hora más tarde debíamos estar aseados y vestidos frente a nuestras camas, perfectamente hechas, cuadrados como pequeños cadetes dispuestos para la batalla y ataviados con el uniforme del colegio, gorra incluida. Recuerdo que, cuando en las vacaciones navideñas regresé a Madrid, la primera mañana después de mi llegada fue así como me encontró mi abuela cuando entró en mi cuarto; tieso, limpio, las sábanas perfectamente estiradas y la gorra calada. «Good morning, grand mother», le dije. «¿Pero qué te han hecho, criatura…?», preguntó a sus dioses lívida.

      Después del desayuno, en fila y tras ingerir una cucharada de sirope, todos los niños de Ladycross acudíamos a los cuartos de baño comunitarios y en orden prusiano, uno por uno, con puntualidad extraordinaria y provisto cada cual de su número, nos dirigíamos al retrete que estuviera libre en ese momento y vaciábamos el vientre. La precisión para según qué funciones fisiológicas es una conducta que se aprende. Doy fe. Mis intestinos fueron educados al británico modo. Hoy continúo deponiendo nada más desayunar.

      Cumplida la evacuación, pasábamos a las aulas. Las clases solían durar una media hora, nunca más de cuarenta y cinco minutos. Y un dato curioso que siempre me pareció una aberración: en los exámenes no era necesaria vigilancia por parte del profesor porque, si a alguien se le ocurría copiar, siempre había algún chivato que después se lo contaba. A media mañana, hacia las diez y media, nos daban un tentempié, un botellín de leche con nata y una tostada untada con una especie de grasa de beicon o de salchichas —dripping se llamaba— que quizá no fuera lo más recomendable para nuestro colesterol, pero, ¡qué carajo!, estaba deliciosa; a continuación, algo de deporte y más clases —ciencias, letras—, y a comer, alrededor de las doce y media. Todavía hoy, al recordar los días de colegio, soy capaz de hacer una encendida defensa de la cocina británica, y eso que soy consciente de la escasa valoración que le concede en general el respetable: el porridge, que tomábamos con leche y azúcar moreno, me parecía un manjar; los arenques ahumados, una maravilla; el rice pudding con ruibarbo, hasta las humildes sausages with mashed potatoes… Por las tardes, hasta la hora de la cena, siempre ligera tras el preceptivo tentempié, ya todo era deporte. Y al final del día, un cacao caliente.

      Una vez a la semana, cada domingo, nos daban dos chelines de nuestro sueldo —supongo que el dinero que nos mandaban de casa— para gastar en caramelos y chocolates, que eran deliciosos. Tú elegías los que querías comprar y abandonabas aquel mercadillo infantil de dulce con tu botín y salivando de felicidad ante el manjar que te esperaba. Y a las cinco de la tarde ya no te quedaba nada, te lo habías comido todo. Al domingo siguiente habías aprendido un poco la lección y empezabas a racionar los caramelos para que te duraran algo más; y así sucesivamente, hasta que conseguías estar toda la semana comiendo caramelos. Ese espíritu británico, tan racional, tan disciplinado…

      Mi régimen era un tanto especial en Ladycross. Las vacaciones de verano y las de Semana Santa, cuando todos se habían ido con sus familias, yo las pasaba en el colegio. Tenía la oportunidad de inspeccionar en los armarios de mis compañeros. Puedo decir que conocía el alma de todos. ¿Nació entonces, tal vez, mi vena indiscreta? Como no había nada especial en qué ocupar el tiempo, me iba a cuidar la huerta y la granja, siguiendo los consejos que me daba el encargado, un antiguo capitán mutilado de la RAF que, cuando yo hacía bien las cosas, me enseñaba una foto de la Segunda Guerra Mundial, cada vez una diferente, y me relataba una historia de aviones, tanques, espías… Nunca me contó nada en que apareciera la muerte. Íbamos a recoger los huevos que ponían las gallinas o a sacar a pastar a los animales. Hice nuevos amigos entre los chicos del pueblo, y es posible que fuera también entonces cuando tuve mis primeros amoríos infantiles: hablo de un hada pelirroja con la que a veces he vuelto a soñar.

      Todas las noches, miss Elsey, que seguía cuidando de mí, se sentaba en mi cama y me decía lo que íbamos a hacer a la mañana siguiente: plantar rábanos, escribir a mis padres, visitar una exposición canina, ir a una feria de ganado o lanzar una СКАЧАТЬ