Название: La vida jugada
Автор: Jimmy Giménez-Arnau
Издательство: Bookwire
Жанр: Зарубежная психология
Серия: Arzalia Miscelánea
isbn: 9788417241612
isbn:
A diferencia de lo que ocurría en el colegio de Inglaterra, donde había un cura para todos, en los Rosales la especie se da bien y los ministros de Dios, frailes dominicos de blanco y negro, brotan como hongos, proliferan aquí y allá, y ya se sabe los riesgos que eso puede conllevar. Aunque debo decir que aquello no supuso para mí ningún problema: siempre esquivé a los que querían meterme mano y no fui nunca presa fácil —tampoco de algunos compañeros, blandos de cadera, empeñados en que, para saber cómo besar a las chicas, lo mejor era besarte primero con los chicos—. Creo habérselo dejado claro desde el principio al fraile lila que me confesaba:
—¿Tú te haces tocamientos, hijo?
—¿Tocamientos? No, padre, yo me hago pajas.
—¿Hasta el final? —tiembla la voz del dominico a la espera de respuesta.
—Hasta que se me saltan las lágrimas, padre.
Los Rosales será mi colegio hasta que acceda a la universidad, aunque al cumplir los trece mi régimen académico va a resultar un tanto particular, porque dividiré el curso en dos partes y, tras el semestre madrileño, cursaré otro cada año en el British School de Montevideo, ciudad donde mi padre había sido de nuevo destinado en 1956. Resumiendo: desde los trece a los quince pasé tres años sin vacaciones. Dato que aporto para los que dicen que no he trabajado nunca. Así que, a partir de ese momento, cada mes de enero regreso a Madrid con el color tostado del verano austral. El sistema en el British School del barrio de Carrasco es semejante a Ladycross, el deporte y la actividad al aire libre son prioritarios, así que no me molesta en absoluto esta sobreabundancia académica. Tanto en la capital uruguaya como en Madrid, siempre tuve buenos amigos; estoy convencido de que a uno y otro lado del océano mi vida es una suerte.
Si el domicilio familiar, concluida mi estancia en Inglaterra, me aguardaba en la calle Lagasca, donde mis padres se habían establecido al abandonar Uruguay, con su regreso a Montevideo seré devuelto otra vez a Hortaleza —yo era el niño ping-pong que saltaba de nido en nido—, mi auténtico hogar, donde mi abuela me trae cada sábado cuando me recoge del colegio. Afortunadamente, acabo en mi sitio favorito. Allí sitúo lo mejor de mi memoria de aquellos días. Setecientos metros para que la imaginación corra a través de pasillos interminables, techos altísimos y habitaciones inmensas donde he vivido y seguiré viviendo todo tipo de aventuras. Hoy no soy capaz de recordar la casa paterna, solo sé que Hortaleza —además del cuarto que comparto durante la semana en un torreón del internado con el duque de Feria y Juan Carlos Villalta— es, más que cualquier otro, mi lugar. Siempre lo ha sido y lo será por completo una vez que mis padres vuelvan a Montevideo y ya solo pase con ellos la mitad del año.
Y es que en mis días infantiles y mientras intuyo la llegada de la adolescencia, aquel caserón no solo es escenario de mis juegos, es también donde descubro el cariño, este sí de verdad, el que me da mi abuela materna, que entre sus nietos me ha escogido como su predilecto. La abuela Lala, por dulce, era un ser excepcional. Como también lo era, por estricta, mi abuela paterna, doña Carmen Arnau. Aún conservo los refranes manuscritos en perfecto castellano que me regaló, tal cual deben escribirse. El día en que falleció me llevaron a su casa. Nada más entrar, algún pariente me cogió del brazo y me condujo ante su cuerpo sin vida para que me despidiera de ella. Fue mi primer y último cadáver. Nunca más he querido ver otro muerto y tengo la intención de mantenerme fiel a este propósito. Pequeña, rígida, delgada, aterradora…, su rostro acartonado ha sido desde entonces la imagen de la muerte para mí. Mis abuelas, tanto la suave como la recia, fueron dignas hijas de Aragón. Y siempre las tengo en mente.
La bondad de Lala reunía en torno a ella a la familia y a algún otro conocido que acudía a los almuerzos dominicales que se prolongaban en sobremesas aptas para niños y mayores. Recuerdo una anécdota que reveló en una de esas comidas su fiel acompañante y amiga María Teresa, esposa del teniente de alcalde de Madrid, que muestra lo maravillosamente pirada que estaba mi abuela materna. Ambas solían acudir juntas al teatro, disfrutaban con la zarzuela y la revista, y en cierta ocasión, al contemplar a las cupletistas en escena, Lala comentó al oído de María Teresa: «¿Ves por qué no encontramos servicio? Están todas aquí…». Clasista e ingenua, así era mi Lala.
En Hortaleza vivió también mi tío José Vicente, hermano de mi madre y buen amigo de mi padre antes de emparentar como cuñados, a quien mi memoria dispersa atribuye un cruel e irónico intercambio de pareceres nada más y nada menos que con don Jacinto Benavente, a quien en un rifirrafe habría calificado de homosexual —así lo expreso, por no usar esa ruda palabra a la que se recurría entonces—. Frente a la protesta del Nobel señalando lo innecesario del insulto, mi tío respondió sincero: «No se trata de un insulto; es un diagnóstico». Siempre me hizo gracia el cinismo de quienes disfrutaban de la pluma en todos los sentidos. José Vicente siempre fue generoso conmigo: «Joaquinito, decía, no te olvides de mirar en mi mesilla». Y Joaquinito abría el cajón y encontraba un fajo de billetes, dos o tres mil pesetas de aquel entonces que hacían mis delicias y me convertían en el rey de cualquier fiesta.
En una de aquellas comidas de domingo en Hortaleza, mi tío se presentó recién aterrizado de Estados Unidos con un disco bajo el brazo; era de Elvis Presley, un auténtico desconocido en España entonces. Lo escuchamos y, en general, no puede decirse que mi familia estuviera muy dispuesta a convertirse en público de El Rey. Salvo Lala, que quedó entusiasmada y sostuvo con firmeza que aquel muchacho tenía una voz prodigiosa. «¡Si es muy animado…!», decía mi abuela encantada. Y así se convirtió en rockera.
Habitual de aquellos encuentros era igualmente el hermano menor de mi madre, tío Leandro, maestro en todo tipo de juegos —¡cuántas partidas de futbolín les ganó en Hortaleza a Alfredo Di Stéfano, mi segundo padre además de gran ídolo deportivo, o a Héctor Rial!—. Maestro igual de proporcional con el tortazo que me arreó como castigo a la imprudencia que me había llevado a esconderme entre las chapas exteriores del trasatlántico en el que viajábamos rumbo a las Américas en cierta ocasión. Al divisarme encaramado al mismísimo vacío y casi vencido sobre el agua de altamar, atrajo mi atención hasta que estuve a salvo, y a continuación me propinó un sonoro tortazo para que no volviera a repetir tal insensatez. Tío Leandro me salvó la vida. Más de un bofetón llevaba yo ya encima por entonces.
Todo eso es Hortaleza: el cariño de mi abuela, el recuerdo de mis tíos, mi imaginación libre volando por los pasillos y evitando las esquinas. La calle de mi niñez ha experimentado multitud de cambios. No se ven traperos con sus carros de mulas al amanecer ni se oye el silbido de los afiladores. Hoy no hay grises corriendo a las putas por Hortaleza. Hoy ya no se te cuelgan del brazo suplicándote para evitar ser detenidas: «¡Chato, di que soy tu prima y que vas conmigo!». Madrid se ha civilizado. Esa calle ahora está empedrada con gais, sinónimo de libertad.
6
Segunda estancia en Uruguay
Así que vuelvo a Montevideo por segunda vez con trece años. Los mismos que tengo cuando dejo de ser virgen, y es que allí tiene lugar, al poco de regresar a una de las ciudades de mi primera niñez, el suceso que, si literariamente da juego, no puede decirse que dejara agradable regusto en mi memoria ni en mi carne. Entre Montevideo y el Madrid de aquellos tiempos, las ciudades entre las que cabalgo cada año, hay una diferencia notable en materia de costumbres; en España las chicas son estrechas y los chicos unos obsesos. España es pura represión, casi todo es aún pecado. Montevideo es mucho más libre.
Recuerden: trece años. La invitación corre СКАЧАТЬ