La vida jugada. Jimmy Giménez-Arnau
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Название: La vida jugada

Автор: Jimmy Giménez-Arnau

Издательство: Bookwire

Жанр: Зарубежная психология

Серия: Arzalia Miscelánea

isbn: 9788417241612

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СКАЧАТЬ padres y a la Lala, que se incorpora al sarao sevillano en atención a la tensión padecida y a los servicios prestados, a no desbaratar sus planes y acudir a la Feria según lo previsto y sin mayor preocupación. Y así sucede.

      Tía Antonia y tía Pepa presentan una decidida inclinación al brebaje citado, pero es algo sabido por todos y bien tolerado en la familia, y Juan lleva al servicio de la abuela desde la noche de los tiempos. De modo que estoy en buenas manos. Cuando, tras la partida de los viajeros supero definitivamente la acetona y el doctor Enrique Jaso confirma el alta, para celebrarlo, les pido a las tías que me lleven al cine: hay una película de piratas malayos, aventura en estado puro, y yo, que llevo muchos días encamado y sometido a estricto régimen de pollo asado y agua de limón, me empeño en ir a verla. Y la vemos. Y volvemos a verla. La vemos varias veces en un mismo día. Las tías ya no saben qué hacer para convencerme de que hay que regresar. Cuando por fin lo consiguen, seguro que su síndrome de abstinencia ha alcanzado proporciones intolerables, así que me dejan en casa al cuidado del fiel Juan y vuelan a la suya sin perder un instante, con el firme propósito, imagino, de agarrarse una merecida cogorza, proporcional a la hartura lógica tras una jornada completa de piratas asesinos en los mares del Sur sin un mísero copazo de anís o chupito de orujo recio en su defecto.

      Entonces se dispara mi imaginación. Estoy solo, Hortaleza es la jungla y Juan un temible bucanero de ojos rasgados que ha sembrado el terror en Malasia entera. Ataviado con un pañuelo que rescato del armario de Lala, entro en la cocina y me hago con un cuchillo jamonero, aprovechando que el facineroso está vuelto de espaldas. No me engaña su canturreo; Juan, hábil impostor, exhibe feminidad, pluma y delicados ademanes, pero yo sé que en realidad es el más feroz de los filibusteros, el contrabandista más sanguinario de cuantos se hayan visto en los mares de Java y de la China. Doy un grito, el bandido se gira aterrado, lo he pillado por sorpresa y no tiene escapatoria. Lo sabe. Ya es mío.

      Durante los dos días siguientes tengo a Juan encerrado en la zona de servicio de la casa, con la llave echada. Nadie escucha sus gritos, nadie acudirá en su auxilio. Solo de vez en cuando entorno la puerta para lanzarle un mendrugo de pan y permitirle beber un poco de agua turbia. Pero soy un carcelero cuidadoso y mantengo siempre el cuchillo firme en mi mano. Sé que no debo confiarme. Mi reino es la casa inmensa de la Lala, que exploro en sucesivas expediciones llenas de peligro, no sin asegurarme antes de cada salida de que la llave de la prisión del pérfido corsario sigue echada. En la despensa de la cocina encuentro lo necesario para alimentarme y en el suelo de frías baldosas he improvisado un catre con mantas, en el que descabezo algún bostezo sin bajar jamás la guardia ni aflojar mi vigilancia sobre Juan el desalmado, convertido ahora en mi presa indefensa.

      No me cabe duda de que la borrachera de las tías contribuyó decisivamente a la barbarie; creo recordar que el teléfono, clavado a la pared del office, sonó alguna vez durante el cautiverio del infeliz, pero lo cierto es que nadie apareció por la casa hasta el regreso de la Lala y mis padres. El atuendo de sport y el aire desenfadado que exhibe la comitiva cuando, tras llamadas insistentes, abro la puerta, todavía con el pañuelo a la cabeza, cuchillo en mano y previsiblemente no muy aseado tras las incursiones selváticas de aquellos días, parecen esfumarse en cuestión de segundos, el tiempo que les lleva sospechar que algo no va bien en la zona de servicio de Hortaleza 104.

      —¿Dónde está Juan?

      —Aquí lo tengo…

      Me basta observar un instante sus caras. Enseguida empiezo a sospechar que quizá mis superiores no aprueben la acción que con tanto arrojo me ha permitido, en solitario, capturar al facineroso.

      Efectivamente, han soltado a Juan, algo incomprensible, porque puede que los demás se dejen embaucar por la voz meliflua del filibustero disfrazado de criado, pero a mí no me engaña:

      —¡Yo creía que me moría, señora!

      —Si le he dado pan y agua —respondo, sin terminar de entender a qué viene tanta queja.

      —Este niño es un salvaje, hay que ponerle freno y mandarlo a algún sitio para que lo eduquen.

      El diagnóstico de mi madre tras el episodio de los mares del Sur ha resultado lapidario. Apenas un mes después estamos en un avión los dos, acompañados de mi prima María del Carmen —ella sí sabe inglés perfectamente—, camino de un colegio católico de Inglaterra, Ladycross. Mi padre me ha dicho que me llevan a un sitio donde se hace mucho deporte y voy a aprender otro idioma. Está seguro de que me va a gustar mucho. Y yo lo acepto, con una serenidad impropia de mis años, o más bien con total indiferencia. El plan es quedarme interno durante todo ese verano, regresar luego a casa en Navidad y retornar para concluir en Inglaterra los siguientes semestres. Pero yo desconozco ese plan.

      La primera etapa del viaje es Londres, atrapada en niebla, y a continuación vamos en tren hacia Seaford. Una parada intermedia me ofrece el desayuno más delicioso que he probado hasta entonces, unas tostadas con mantequilla que, definitivamente, me han ganado para la causa británica de por vida. A nuestra llegada nos reciben los directores, Mr. y Mrs. Ropper, con sus perros. Es mi prima la que actúa de interlocutora, mi madre, desde luego, habría sido incapaz. Ella apenas conoce tres palabras que absurdamente me ha hecho aprender antes de llegar: vaca —cow—, rojo —red— y enfermo —ill—.

      Miss Elsey aparece en el vestíbulo, me toma de la mano y me dice que me despida de mi madre. Le doy un beso sin demasiado entusiasmo —no tengo conciencia de que voy a permanecer mucho tiempo allí— y abandono la escena. Yo hubiese preferido llegar a Ladycross acompañado de mi padre, aunque, por lo demás, he aceptado la situación con normalidad, sin rebeldía. Pero esa misma noche, cuando miss Elsey me mete en la cama, me pongo a llorar. Y entonces ella me advierte con esa frase que cualquier varón de mi edad ha oído en la fría Inglaterra: «Boys do not cry» (‘los niños no lloran’). Primero en inglés y luego en román paladino para que no haya posibilidad de error. Y reprimo el llanto al instante. Setenta años después, sigo conteniéndolo. Miss Elsey logra vacunarme contra el derrame de lágrimas con un último aviso:

      —No quiero que llores nunca más aquí, Jonathan.

      No sé muy bien a qué viene aquel nombre, porque Joaquín existe en el santoral inglés, pero enseguida, a la mañana siguiente, seré bautizado como James. James Arnau —pronúnciese Ooorno, con la r muy suave—, y a partir de ahí, salvo para mis compañeros españoles de Ladycross, para quienes seguiré siendo Joaquín, para mis amigos de mi futuro colegio en España, los Rosales, seré Jimmy, diminutivo de James. Recuerdo que esa primera noche Jonathan, Joaquín, James o como quieran llamarle, se siente solo, en un dormitorio inmenso con multitud de camas de hierro cubiertas por sábanas blancas y mantas rojas —los colores de Ladycross—, cada una ocupada por un niño como él.

      Pero ese atisbo de indefensión me duró poco, en buena parte gracias a la ayuda de otros compañeros españoles, Alfonso y Nicolás Gereda de Borbón, algo mayores, que estaban ya en el colegio y, al corriente de mi arribada, se preocuparon de recibirme con cariño. También lo hicieron unos gemelos franceses de los que guardo un buen recuerdo porque se mostraron solidarios con el recién llegado. Estamos todos en esa fotografía de julio de 1952.

      Al mes de estar en Ladycross recibí la primera llamada de mi padre. Fue también la última. Le pedí dos cosas: la primera, por consejo de los amigos españoles, que me sacara de las clases de piano y me inscribiera en equitación, disciplina incuestionablemente más placentera y en la que pronto destaqué —tan harto estaba ya de los golpes de regla que me atizaba aquella energúmena con gafas de culo de botella que pretendía enseñarnos música, que, para no equivocarme, una hora antes del inicio de la clase yo colocaba números sobre las teclas del piano para saber el orden que debían seguir mis dedos—; la segunda petición que le dirigí fue que no volviera a СКАЧАТЬ