Cuando florece el alforfón. Hyo-Seok Lee
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Название: Cuando florece el alforfón

Автор: Hyo-Seok Lee

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección literatura coreana

isbn: 9786077640189

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СКАЧАТЬ ya estaba bajo.

      Al otro lado del campo de manzanos, el techo del edificio público de estilo occidental lanzaba destellos azulados reflejando los rayos difusos del atardecer. En las inmediaciones de la entrada a la construcción amurallada vacilaban las sombras de los mercaderes yendo y viniendo. Salió un autobús del interior de las murallas y se acercó con estrépito por la carretera. Desde que había perdido a Buni, Shigui solía mirar con detenimiento el interior de los autobuses en marcha. Decían que en la ciudad había habido un examen para elegir conductores, ¿no habrá pasado quizás el examen y entrado a trabajar allí? Imaginando el camino que habría tomado Buni, escrutaba los autobuses.

      “¿Y si doy una vuelta por el mercado?” Ató a la cerda en un hueco de las piedras de la puerta del norte y se dirigió hacia la calle de la puerta del sur. Ahora que no estaba Buni, ya no tenía que esconderse de los mercaderes para comprar polvos para la cara en tiendas retiradas con actitud cohibida. Después de comprar un bote de gasolina y unos cuantos pescados secos, caminó por el mercado de abajo para arriba. Como no encontró ni la sombra de algún conocido, salió de la fortificación y se dirigió al pueblo.

      Los pasos vacilantes de la cerda no eran ligeros como a la ida, pero ya no se sentía con valor para pegarle.

      Fue siguiendo las vías del tren, pasó por enfrente de la estación y, al llegar a la ancha calle que iba al puerto de Ochonpo, vio las sombras de unas cuantas personas que volvían del mercado. Las estribaciones montañosas frenaban el viento marino y la confortante luz del atardecer cubría el camino. Se veían los cables de alta tensión sobre la lejana cima de la montaña y una corriente de agua bajaba y daba vueltas a sus pies. La ancha calle que iba a las termas corría paralela a las vías y se extendía hacia el sur sin fin. Las dos líneas de caminos que se prolongaban a lo lejos, en medio del atardecer de la naturaleza, conmovieron el corazón de Shigui como nunca.

      Shigui escuchó a sus espaldas el sonido distante del tren que se acercaba rodeando un lado de la montaña. De repente se le ocurrió un extraño pensamiento: “¿Y si me marcho a cualquier parte?”

      Si vendo la cerda en el mercado, tendré dinero para el viaje. Y si voy tan lejos como me alcance el dinero, ¿no estará allí Buni? Quién sabe dónde lo habría escuchado, pero el mayor deseo de Buni era entrar a trabajar en una fábrica. Y si encuentro a Buni y me convierto en obrero como ella, la pasaríamos muy bien juntos. Todos los meses le enviaríamos dinero a su padre para que no tuviera que trabajar. Y yo no tendría que criar cerdos en mi cuarto ni preocuparme de que me quiten el sustento los empleados de la oficina de distrito por no pagar los impuestos. ¿Qué oficio puede ser más pobre que el de campesino? Por más duro que trabajan, todos viven de mal en peor… ¿Dónde estará Buni? ¿Cuánto me darán por la cerda? El cerdo… la cerda… la pareja de cerdos…

      —¡Cuidado!

      Despertó de su ensimismamiento al oír el agudo grito. Un fuerte viento frío le pasó rozando y sintió como si de pronto su cuerpo se elevara a otro mundo. No vio ni escuchó nada más… Por unos instantes se le endureció el cuerpo y dejó de sentir. Al aclarársele poco a poco la visión, empezó a ver que algo se movía, y al destapársele los oídos escuchó un estruendo estrepitoso que parecía capaz de borrarlo de cuerpo entero… El sonido del trueno… El fragor del mar… El ruido de las ruedas… De repente se le aclaró la vista y vio la última rueda del tren que se alejaba rauda como una flecha.

      “¡El tren!”

      Había pasado el tren y Shigui estaba aturdido y le temblaba el cuerpo. Más que sudar frío, se le había puesto la piel de gallina. Se sintió liviano como si su cuerpo se hubiera vaciado de pronto. En efecto, estaba vacío. No se veía por ninguna parte el bote de gasolina ni los pescados que traía en una mano. Tampoco había rastros de la cerda que llevaba en la mano derecha.

      —¡Mi cerda!

      —¡Déjate de cerdos! ¡Estás loco para cruzar así la vía del tren!

      Cuando alzó la vista al recibir la sonora cachetada, vio al encargado de las vías que lo miraba fijo y con expresión furiosa.

      —¿Qué pasó con mi cerda?

      —Debes haber tenido un sueño afortunado anoche. Es un milagro que no te haya atropellado a ti.

      —¿Quiere decir que atropelló a mi cerda?

      —¡La próxima vez ten más cuidado!

      Después de lanzarle este último dardo, aferró con fuerza el brazo de Shigui y lo alejó de las vías.

      —¡Atropelló a la cerda! A mi cerdita que llevé dos veces a que la montaran en el criadero… Mi cerda… Mis cerdos… —exclamó sin darse cuenta, pero aunque miró por todas partes, no encontró una sola gota de sangre. Ni una sola huella… Pensó que el tren se la habría llevado en volandas y miró a lo lejos sobre la vía, pero ya no quedaba ni la sombra del tren—. Mi cerda… que la crié en mi cuarto y le di agua en mi propio cuenco… Pobre, mi cerdita…

      Shigui se sentía tan aturdido y desolado que le parecía que en cualquier momento se caería redondo en ese lugar.

      hacerlo, su cuerpo había vibrado como ante un trueno.

      ¿Ésta era la cara del sufrimiento? ¿La cara del dolor? Tenía los ojos dados vuelta, las mejillas retorcidas, las cejas arqueadas y le batían los dientes… ¿Ésta era la expresión extrema del dolor?

      —¡Sí, es esto! —exclamó Ma Ran como despertando de un sueño y lanzando un profundo suspiro.

      Era un descubrimiento nuevo y grandioso. La primera gran experiencia y emoción recibida en toda su existencia.

      —¡Es precisamente esto!

      Fue como un grito de victoria, semejante a la emoción que debió sentir Julio César cuando exclamó “Vine, vi y vencí” después de conquistar Egipto. El susto se había convertido de pronto en alegría y satisfacción.

      —En la mitad de un día encontré lo que busqué durante toda la vida. Por fin encontré mi arte. Pintemos esto. Pintemos esta cara.

      Como si la fuente de inspiración hubiera fluido del cielo directamente a su cuerpo, sus ojos brillaban fulgurantes y sus cabellos se habían erizado. Le temblaba el cuerpo de la excitación y sus hombros se agitaban tanto que le resultaba difícil mantener el equilibrio. Parecía que había comenzado a bajarle el espíritu. Había encontrado en la cara del cazador de serpientes la inspiración del dolor que no había hallado en su cara por mucho que la había contraído delante del espejo. Por fin había topado con el impulso preciso para mover su pincel. Se dispersaron de su cara la ansiedad y el sufrimiento, y la satisfacción y el éxtasis ocuparon su lugar.

      —Hoy voy a pintar la mejor ilustración de este mundo, la obra maestra de mi vida. Voy a hacer un arte superior a la estatua de Laoconte. Derrotaré con mi pintura el apremio del ayudante impertinente. Le cerraré la boca al soberbio jefe de redacción.

      De pronto sus manos estaban sosteniendo el cuaderno de bosquejos y en una hoja nueva fueron surgiendo, trazo tras trazo, los rasgos del vendedor de serpientes. Laoconte de Troya había sido atacado por las serpientes por haber adivinado el engaño de los enemigos, y el vendedor de culebras había sido mordido por ellas por querer venderlas. ¿Quién hubiera sabido que el sufrimiento de hace milenios resucitaría hoy para ayudar al arte de Ma Ran? ¿Quién diría que la pintura de Ma Ran sería menos que el grupo escultórico de Laoconte?

      —Por СКАЧАТЬ