Aullidos. Joaquín Vergara
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Название: Aullidos

Автор: Joaquín Vergara

Издательство: Bookwire

Жанр: Зарубежная психология

Серия:

isbn: 9788416110544

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СКАЧАТЬ me gusta hablar de sus defectos, pero he de reconocer que es bastante díscolo, maleducado, indómito…, y, en contadas ocasiones —si he de ser del todo sincero—, casi digno de un correccional. ¡Vamos, que siempre nos trae de cabeza el puñetero, cambiando las cosas de sitio! Le ha dado por ahí.

      Y lo más grande, lo más asombroso, es que, para colmo, ¡a mí me divierte…!

      Por supuesto, aunque nadie me crea, estoy convencido de su existencia. Y de su longevidad (porque hace mucho tiempo que los duendes, como nadie les presta atención, ni se molestan en nacer).

      Debe tener, por lo menos, tantos años como mi casa, y, sin duda, muchísimos más que yo…, que ya es decir.

      Cada dos por tres, cuando más tranquilos estamos, he aquí que se nos pierde algo: cualquier objeto, que estábamos seguros de haber dejado en un determinado sitio. Pues resulta que a la hora de ir a cogerlo no hay forma de encontrarlo, porque el Duende se lo ha llevado consigo para esconderlo —como tiene por costumbre—, trastocándolo todo. Y estas cosas, para un hombre como yo, de mi edad y mis canas, que pretende ser muy ordenado —aunque no siempre lo consiga—, son fastidiosas. Pero, una vez superadas, hasta me hacen gracia.

estrellas

      Nunca he sido riguroso, ni autoritario, ni de la dureza del pedernal con los míos. Ni con nadie. La severidad no va conmigo, aunque no me enorgullezco de ello. Pero no sería fiel a mí mismo si la pusiera en práctica.

      Soy permisivo por naturaleza. Nací con esa cualidad (o, quizás, llamémosle defecto). Dejo a cada cual que siga su camino, a su aire, sin interferir en su vida más de lo estrictamente necesario.

      Y, por lo tanto, ni siquiera con el duende puedo ser duro.

      Con él menos que con nadie. ¿Qué culpa tiene de no pertenecer al grupo de los seres vulgares y corrientes, o de llevar en su sangre, como algo congénito, esa afición por las travesuras?

      Dentro de mi casa, el único que conoce a ciencia cierta su existencia —e, incluso, lo menciona con frecuencia— soy yo: este hombre un poco extraño, que acostumbra a soñar despierto, dejando volar la imaginación en busca de mundos mejores. Y que, por imperativos de la vida —¡qué le vamos a hacer!—, pasa numerosas horas enfrentado a la soledad.

      Que, además, de cuando en cuando, desplegando sus alas invisibles, casi llega a levitar, subiendo hasta las nubes con el pensamiento —aunque luego no tenga más remedio que volver a posar los pies sobre la tierra.

      …Y que, aun siendo bastante mayor —y sintiéndose, con frecuencia, cansado—, todavía, puede creer en la existencia de semejantes seres.

      Tal vez nuestro perro, Polo —un labrador de pura raza, que era muy guapo en su niñez y juventud, y que ya está muy viejecito, aquejado de una aguda artrosis— también lo conozca, y hasta es posible que haya llegado a entablar lazos de amistad con él. Es un animal tan sensible que debe captar su presencia. Por eso, muchas veces, se pone a ladrar —al parecer, sin ton ni son— cuando el duende —en ese momento, invisible para los otros mortales— está cerca de él.

      Durante el invierno, mi duendecillo suele buscar nuestra compañía. Lo intuyo, porque durante ese tiempo se incrementa el número de sus travesuras. Sé que le encanta, además, acercarse al fuego de la chimenea y compartir la vida hogareña.

      Es entrañablemente familiar.

      En verano, se vuelve más descastado e independiente. El calor le puede, le irrita, le enerva, ¡pobrecillo…!, por lo que se pasa la mayor parte del día —y, por supuesto, toda la noche— dormitando, mientras sueña miles de locuras, cobijado en la minúscula vivienda que posee en las cámaras de mi casa, entre baúles viejos y trastos de antaño.

      (Porque un moderno apartamento, de estilo minimalista y dotado de los últimos adelantos de la técnica no hubiera sido el escenario más adecuado para él.)

      Los demás, mis hijos en este caso, prefieren ignorarlo. Y, a veces, hasta me parece que no les gusta demasiado que lo mencione.

      ¿Creerán que el duende soy yo mismo, que no me acuerdo dónde he puesto las cosas?

      Llevo tiempo sospechándolo.

estrellas

      En esta época, agitada y convulsa —aunque de casi todos los tiempos se ha dicho, más o menos, algo similar—, que va transformándolo todo a un ritmo vertiginoso, los seres mágicos, capaces de transportarnos a un universo distinto, el de la fantasía, no gustan ya. No gozan de prestigio en la actualidad.

      No venden.

      Nuestro mundo ha ido sustituyendo la atracción que suscitaban en épocas pasadas por la de, por ejemplo —aparte de la descontrolada difusión de noticias lacrimógenas y esperpénticas, que, por supuesto, deben encantar a alguna gente—, conocer mil y un detalles de la vida de vulgares sujetos de carne y hueso, carentes del menor interés, de los que, cada día, se cruzan con nosotros por docenas.

      Además, un exagerado sentido práctico lo domina todo. No interesa más que lo concerniente a la realidad. Por eso —al estar tan adormecida, tan aletargada, la imaginación— casi todas las historias que se cuentan ahora están basadas en hechos reales.

      Pero, con este cambio radical hacia el realismo puro y duro, creo que hemos perdido una multitud de valores, que, de verdad, merecían la pena…

      De niños —aparte de la maravilla, el portentoso milagro, que supone despertar a la vida— contábamos con infinitos alicientes para aprender a soñar: seres fantásticos de toda índole acompañaban nuestra infancia a través de los cuentos. O, también, de los mágicos relatos de nuestros mayores: brujas, ogros, sirenas, magos, hadas, alfombras mágicas, lobos feroces, dragones, árboles de tronco hueco —habitados por viejísimos gnomos barbudos—, antiguas buhardillas —para albergar las viviendas de los duendes, como el mío—, babuchas mágicas —que andaban solas, haciendo su santa voluntad—, doncellas encantadas, paladines, divertidos bufones —con sus atuendos de color rojo escarlata, y sus gorros puntiagudos, adornados de cascabeles—, gentiles pajes, caballos voladores…

      Y esas fantasías nos remontaban, sin duda, a un mundo hermosísimo.

      Luego, tuvimos que crecer…

      Es un poco triste —aunque inevitable— que, por el hecho de llegar a ser adultos, vayamos dejando tantas cosas mágicas en el camino, renunciando a nuestros antiguos sueños.

      Es como una dolorosa, aunque necesaria, mutilación.

      Sí, resulta frustrante, en cierto modo, que ese cúmulo de tesoros, acumulados día a día, que constituyeron la urdimbre de nuestros primeros años, los vayamos cambiando, poco a poco, por la vulgaridad, la sensatez, la cotidianeidad, el gesto serio, la obligación de hacer un tremendo esfuerzo…, para terminar siendo casi un calco de los demás.

      Por supuesto, no vamos a estar toda nuestra vida anclados en la niñez, ni intentando vivir eternamente en un Cuento de Hadas, porque seríamos enfermos psíquicos. Pero, ¿por qué muchos de nosotros nos consideramos obligados a ser tan aburridos, tan graves, tan monótonos, tan repetidos y tan carentes de originalidad, solo por el hecho de hacernos mayores?

      Es cierto que, al crecer, un mundo nuevo se abre ante nosotros, lleno de СКАЧАТЬ