Название: Matar y guardar la ropa
Автор: Carlos Salem
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Nitro Noir
isbn: 9786078256907
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No dejaré que lo hagan.
Y menos el Número Trece, esa mala bestia.
Fumar. Pensar. Mirarlo todo tapándome un ojo mientras huelo el mar.
¿Ya habrá llegado Leticia con su misterioso novio? Seguro. Siempre le gustó conducir rápido.
¿Será una trampa para mí? Al fin y al cabo, Leticia, pese a sus modales de clase alta, no es nadie. Nadie que alguien quiera matar. Nadie que no sea yo. Parece imposible que no sepan quién es. Salvo que todo sea una trampa preparada para cazarme y que incluya a toda mi familia.
Imposible. No es el estilo de la Empresa. Y yo no he cometido ningún error en los años que llevo matando para ellos. Sean quienes sean. Lo más sensato sería escapar ahora, poner a salvo a los niños y esperar. Pero entonces no sabré si todo es un monumental error o una burla grotesca. Y siempre pueden hallarme. Al menos conmigo los niños estarán seguros.
Duermen con una paz que no se finge, es el momento en el que cada uno es como es, sin máscaras. Leti estirada, avasallando con piernas y brazos a su hermano que se encoge, tratando de molestar lo menos posible.
El pobre Antoñito ignora todavía que eso no impide que otros consideren que sí molestas. Y decidan borrarte con un gesto. Hay gente que mata sin tocar, porque la muerte es una mercancía cotizada pero sucia. Y acuden a los especialistas como yo.
Amanece.
Está decidido. Me quedaré a enfrentar lo que sea.
Y por deformación profesional, me sorprendo preguntándome cómo ocultaré la pistola mientras paseo por la playa en pelota picada.
Me parece oír a lo lejos la risa borracha del viejo Número Tres.
Pero es sólo el canto desafinado de un pájaro de mal agüero.
Todo en orden. En el camping nos esperaban. Reservas y pago por Internet a mi nombre. Hasta tenían la matrícula de mi coche y los nombres de los niños. Eso me molesta, pero no puedo hacer nada, no todavía. Por otra parte, me tranquiliza. Si tuvieran intención de hacerme participar en una entrega, hubieran usado cualquiera de las personalidades a prueba de policías desconfiados que he utilizado decenas de veces. Pregunto por Leticia pero en el ordenador no consta ninguna reserva con sus datos. Cruzo los dedos mentalmente: que sea un error, que por una puta vez la máquina del Número Dos se haya atascado. Estoy a punto de preguntar por la matrícula de su coche pero no me parece prudente.
Los niños están eufóricos, pero aún adormilados. Llegamos hasta la parcela y Leti toma posesión, señalando dónde irá mi tienda y dónde la suya. Exige distancia, por si te encontramos novia.
No parece asombrada de las pocas personas que caminan hacia los servicios con toallas en las manos y completamente desnudas. Antoñito duda un momento y después se quita la ropa.
—No seas bobo, nene —decreta Leti—. Todavía no, ¿no ves que tenemos que ir a desayunar y en el comedor sí que hay que ir vestidos?
Ya se ha aprendido las reglas básicas del camping, enumeradas en los folletos que me dieron en administración. Vamos hacia el comedor y en el camino nos cruzamos con una pareja de rubias madrugadoras que van hacia la playa. Desnudas. Saludo muy formal y una de ellas se quita la gorra y me desea buenos días en alemán. Se ríe de mi cara, supongo. O de la erección instantánea que he tenido al verlas venir y que abulta mi pantalón corto de padre de familia en vacaciones.
—¿Qué ha dicho? —pregunta Antoñito.
—No sé, hablaba en francés, creo —comento.
—Eso no es francés, papi. Y nos habrá saludado —dictamina Leti.
Ellos no saben que hablo cuatro idiomas además de inglés y español. Es parte de mi vida secreta, de todo lo aprendido mientras me creían vendiendo papel higiénico y compresas en hospitales de media Europa.
Porque, oficialmente, estoy empleado en la misma empresa para la que trabajaba Tony. No elegí esa tapadera, cuando me la proporcionaron hace ocho años. Pero me pareció justo. De alguna manera, por culpa de esa empresa me convertí en asesino a sueldo de la Empresa. En realidad, no sé para quién trabajo. Me pagan un buen sueldo, el que corresponde a un supervisor ejecutivo de primera clase. Todo legal, ningún problema con Hacienda. De hecho, hasta tengo un despacho en la empresa, pero no suelo ir más de un par de veces por semana. Mis salidas al extranjero para entregar pedidos coinciden con viajes verdaderos para visitar grandes hospitales, aunque casi siempre consta que me acompaña un ayudante, que es el que hace el trabajo burocrático y al que no conozco.
Supongo que la empresa forma parte del entramado de la organización, sea la organización que sea. Una multinacional con departamento de ejecuciones, o un gobierno. Tal vez el nuestro. O uno extranjero. Da igual, pagan puntualmente y tengo un seguro de vida cojonudo, que garantizará el bienestar y los estudios de los niños si algo me pasa. Y todos los meses, en un banco de Suiza, alguien deposita en una cuenta cifrada el triple de mi sueldo oficial y una suculenta prima por cada pedido entregado con éxito, que en mi caso suman trece.
Catorce, contando el hombre de ayer en el ascensor.
En realidad, son quince, pero jamás computé al viejo Número Tres.
Y en cuanto al prestamista de El Retiro, no cuenta. Al menos para mi historial profesional. Eso lo hice por un amigo. Y lo hice mal.
Leticia nunca se asombró de que un fracasado como yo pudiera ganar tan buen dinero. Antes de dejarme, solía decir que hubiera preferido que fuera un triunfador sin un duro. Sólo que un apóstol de la medicina rural o un santón voluntario no podría pagar el gimnasio, la ropa de marca y los colegios privados de los niños. Ni la casa que volvió a ocupar un par de meses después de marcharse, cuando compré mi apartamento, ni la pensión mensual, ni, por supuesto, el coche cuya matrícula temo ver entrar al camping desde la ventana del comedor.
Una mirada azul me distrae. Es una chica de unos veintisiete años, rubia, de sonrisa franca y ojos de gata. Nos miraba. En realidad, miraba a los niños, pero de pronto me ha mirado y de nuevo siento ese calor bajar desde mi ombligo. Sonrío también. No hay coquetería en su manera de mirar. Al menos no coquetería barata. Pero intuyo que se pregunta si la madre de los niños sigue durmiendo en la tienda, o si no hay madre. Al fin y al cabo, es un camping de gente progre, naturista y de clase media alta. Es decir, mucho divorciado y mucho europeo rubio y rojizo.
—Me parece que a papi ya le ha salido novia —murmura Leti, entre divertida e indignada.
Me alarmo, porque temo haber dejado salir al Número Tres y por eso la mirada interesada de la chica. A Juanito Pérez Pérez no lo miraría así. Pero el cristal de la ventana y los reflejos adquiridos, la costumbre de llevar a Juanito como un jersey deformado, me dicen que no me he descuidado. Vuelvo a mirar y ella sostiene, simpática, el gesto. Lleva unos pantalones cortos y una camiseta fucsia, y aunque en cualquier momento nos cruzaremos desnudos por la playa o en la pista de tenis, se me antoja tremendamente erótica esa imagen casi inocente con el pelo recogido en una cola y las formas empujando debajo de la ropa. Antoñito quiere más mantequilla pero no puedo levantarme a buscarla o se notará la erección. Ahora sí que СКАЧАТЬ