Название: Matar y guardar la ropa
Автор: Carlos Salem
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
Серия: Nitro Noir
isbn: 9786078256907
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Está hablando para mí, pero más para los niños, informándolos de actividades previstas para esa semana. Deduzco que trabaja aquí, como animadora o algo así. Intento volver a su conversación pero es tarde y ella me perdona otra vez con la mirada.
Por lo general, me molesta que la gente me perdone.
Pero ella perdona mi distracción y también el bulto en mi pantalón corto, que ha evaluado con un ojo fugaz. Mi concentración nunca fue tan baja, ni mi orgullo viril tan alto. Por suerte dice algo que me suena a ya nos veremos, o lo dicen sus ojos, y se marcha.
Antoñito quiere más mermelada y Leti afirma que soy muy lento, que así nunca me van a conseguir novia.
Levantar las tiendas, mecánica simple pero sedante, casi llego a creer que en realidad soy sólo un padre divorciado de vacaciones con sus hijos. Esto es enorme y en cuanto pueda me escaparé a buscar el coche de Leticia. El camping duerme todavía, o despierta a los retozos de la vida silvestre. En esa tienda grande y vecina, por ejemplo: una pareja seguramente joven y sin niños ríe el amor madrugador con la picardía del sexo nuevo. Cuchicheos, risas, gemidos apagados, sacudidas imperceptibles de la estructura colorida, que Antoñito no percibe. Leti no sé, porque la sorprendo mirando de reojo y asintiendo apenas, como si estuviera encajando un conocimiento teórico en su correspondiente casillero de la realidad. Como su madre, mi hija será mujer de casilleros.
Los signos de la pasión de los vecinos me incomodan un poco, por la presencia de los niños. Leti suspira y parece decir con su barbilla que ella se encarga. Toma a Antoñito de la mano y lo somete a una tortura familiar por decidir a quién corresponde cada parcela de la tienda.
Aprovecho para realizar una incursión al maletero de mi coche. Nadie a la vista y el muestrario revela su surtido de aparatos para matar. Aparto una navaja de resorte disimulada en el armazón de un teléfono móvil, que además sirve para comunicarse. Ya no saben qué inventar. Sólo la he usado una vez y es bastante sólida. Lo único que tengo que hacer es colocarle la tarjeta de mi móvil y podré al mismo tiempo mantener una conversación a distancia y asesinar de cerca.
La discusión de los chicos sube de tono y puede que esté sobrestimando la intuición de Leti al pensar que lo hace para distraer a su hermano y a mí de los ruidos amatorios de los vecinos. O acaso he subestimado a mi hijo, que se niega en redondo a doblegarse a las imposiciones de su hermana. Bien por Antoñito, sigue así y puede que en el futuro no tengas que vivir dos vidas paralelas sabiendo que las dos son una mentira.
Alerta. ¿Qué me ocurre, desde cuándo pienso así, desde qué momento comencé a preguntarme y responderme con amargura?
Nunca me gustó matar.
Ni me disgustó.
Era mi trabajo, es mi trabajo.
Y ahora, como nunca, debo estar atento, porque más que el éxito de un contrato, lo que está en juego es la vida de Leticia, la mía propia tal vez, o las de mis hijos.
Eso me decide y saco del muestrario la «calculadora». La llamo así porque dentro de su estuche plano parece una agenda electrónica, aunque sea una pistola de aire cargada con dardos mortales y minúsculos. No hace saltar ninguna alarma en los aeropuertos, ignoro de qué material está hecha. Eso también es raro: antes lo hubiera averiguado todo sobre esa arma, lo más selecto de la Empresa, y reservada sólo a los primeros números. Dudo que el Trece, esa bestia sanguinaria, la tenga en su muestrario. Al menos eso creo, porque cuando el Número Dos me la hizo llegar, hace unos meses, insistió en que si me tocaba alguna misión conjunta no comentara nada de ella a mi compañero. No comprendo bien cómo funciona, pero conozco su alcance exacto, su precisión al disparar esas flechas enanas capaces de matar con sólo rozar la piel de la víctima, y que se carga con unos cartuchos planos que por fuera parecen tarjetas de memoria. Por eso también la llamo la calculadora, porque la capacidad de la tarjeta determina la cantidad de disparos que puedes hacer.
La oculto en mi tienda, bajo el colchón hinchable, y noto que la discusión de los niños ha terminado. Ganó Leti, que ordena a su hermano, sin apelación posible, que aquí tienes que ir desnudo, niño, no harás como el paleto de papá, que seguro que se pasa el mes en chándal.
Suspiro y descarto el chándal que había apartado. Una toalla a la cintura será una buena solución de compromiso, porque ¿cómo explicar a mi hija que escogí un camping nudista si luego no sigo las normas?
Y hay otra razón más poderosa: no llamar la atención, recomendaba el viejo Número Tres, hacer lo que hacen los demás, que nadie recuerde luego, cuando los policías pregunten, nada anormal en ti.
Se ha detenido también el rítmico rumor en la tienda vecina. Ahora son murmullos apenas audibles, pero que por la entonación delatan su contenido: los amantes naturistas se estarán preguntando si han hecho mucho ruido. Ríen. Me estiro en mi colchón, esa inevitable tentación de tumbarte cuando sabes que no puedes ni es hora. Y me imagino con la chica rubia de la cafetería, su pelo recogido en cola danzando, y está desnuda. Lo que me faltaba: con mis hijos, en un camping nudista y con erecciones de estudiante. Por no contar con que no sé si debo matar a alguien o esta vez soy yo el cliente.
Respiro hondo, gateo y salgo a tiempo para ver cómo se descorre la cremallera de la tienda de los amantes.
Ella asoma con la cara aún teñida de excitación y una pizca de vergüenza. Desnuda y con una toalla en la mano. Detrás, prolongando la complicidad del sexo reciente, el hombre, de rodillas, le habrá dado un beso o un mordisco en las nalgas mientras ella abría la cremallera. Lo delata la mirada.
En toda mi vida, sólo he admirado de verdad a tres hombres.
Uno era Tony, por el valor de su cobardía o viceversa, por atreverse a pegar primero aunque luego supiera que iba a perder, por sonreír como un pirata. Pero llevo años sin saber nada de él.
El otro hombre al que he admirado fue el viejo Número Tres, pese a su vocación de putero y borrachín. Era el mejor del oficio y sabía mantener un halo de romanticismo en torno a una ocupación tan sumaria como la nuestra. Además, siempre fue un perfeccionista y me consideraba su obra, algo así como su legado. Incluso cuando lo maté, mientras se apagaba, me miraba con orgullo. Pero había dejado que lo sorprendiera, y eso moderó mi admiración.
El tercer hombre al que he admirado desde hace años es el juez Gaspar Beltrán, un magistrado joven y sin miedo, que se ha atrevido a llegar hasta donde nadie pudo antes. Nada ha escapado de su tenaz persecución: ni el narcotráfico, ni el terrorismo, ni la corrupción política. He seguido su trayectoria con algo de envidia y a menudo pensé que yo podría haber llegado a ser alguien como él. Lo he visto cientos de veces en fotografías y en la tele, y en una ocasión en persona, a una decena de metros, mientras estudiaba el terreno para entregar un pedido a un testigo en una de sus causas por tráfico de armas. Pero nunca imaginé encontrarlo allí, desnudo, sonriente, saliendo a gatas de una tienda de campaña, tras besar el culo de mi ex mujer.
Leticia Menéndez-Brown, ex mujer de Juanito Pérez Pérez, toda una vida en los colegios más selectos de Madrid, abre los labios apenas mejorados por el colágeno y pregunta, con dicción perfecta:
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