Julio Camba: Obras 1916-1923. Julio Camba
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Название: Julio Camba: Obras 1916-1923

Автор: Julio Camba

Издательство: Ingram

Жанр: Зарубежная классика

Серия: biblioteca iberica

isbn: 9789176377505

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СКАЧАТЬ para que volviese a Londres. ¿Y su trabajo? Business is business… Los telegramas de usted le entraban a mister Watts por un oído y le salían por el otro. Desolada, usted corrió a la carretera de Segovia, kilómetro 20. Mister Watts estaba allí, tan digno como de costumbre. Usted le abrazó; pero mister Watts permaneció inconmovible. Ningún otro poste podía jactarse de un mayor dominio de sí mismo.

      ¡Qué dignidad! ¡Qué self-control tan admirable! Entonces usted se puso a decirle cosas; pero mister Watts no respondía. —¡Mírame! ¡Háblame! —le gritaba usted. Y un peón caminero que pasaba por allí exclamó: —Pero ¿no ve usted, señora, que es un poste?— Por último, usted se enderezó sobre las puntas de los pies y aplicó su oído al pecho de mister Watts. Usted quería ver si estaba vivo o muerto. No lo averiguó usted. Oyó un ruido especial, y usted no supo nunca si era el corazón de mister Watts o si era más bien la vibración del hilo telegráfico.

      Mistress Watts acogió la narración de mi sueño con una gran indulgencia, si bien lo encontró un tanto irrespetuoso.

      —¿Y hace usted artículos con esos sueños? —me preguntó.

      —Sí, milady. Yo sueño para un periódico diario de Madrid.

      —Se van a formar allí una idea muy extraña de los ingleses. De vez en cuando debiera usted hacer un sueño un poco romántico.

      —¿En una cama inglesa? Es muy difícil. Sin embargo, a veces me duermo del lado del corazón, y sueño.

      —¿Qué sueña usted?

      —Estupideces, señora. Nada más que estupideces. Son sueños aburridísimos. No me los tomarían en ningún periódico, ni aunque los pusiera en verso.

      Un profesional de los viajes.

      Ayer, paseándome por Picadilly, me encontré al gran Carrascosa.

      —¡Hombre! ¡Usted por aquí!

      Esta sorpresa no fue muy del agrado de Carrascosa, que es un hombre cosmopolita y que ya había venido anteriormente a Londres. Carrascosa aspira a ser encontrado sin emoción ninguna en los lugares más importantes del mundo, como si su presencia en éstos fuese la cosa más natural.

      —¡Psh! ¡Aquí me tiene usted! El mundo es pequeño.

      El mundo es pequeño para Carrascosa. Le pregunté qué hacía, dónde se hospedaba, etcétera. Carrascosa está muy ocupado. «Hotel Cecil» —dijo con un gran énfasis. Hace un año, Carrascosa se ha disgustado con el Savoy, y por eso se hospeda ahora en el Cecil. Carrascosa no tiene queja del Cecil. Buena cocina, amabilidad, confort

      —El Cecil es grande… El Cecil es grande y el mundo es pequeño.

      —A ver si nos vemos —dice Carrascosa—. Mañana…

      Mañana Carrascosa no se pertenece. Unos amigos antiguos le han retenido. Tal vez por la noche… En obsequio mío, Carrascosa, que tiene tantos compromisos en Londres, se quedará libré por la noche y me llevará a alguna parte.

      Carrascosa es un hombre de mundo. Yo también. Por eso le gusto a Carrascosa. Ese Madrid es una porquería. Hay que salir fuera, como Carrascosa y como yo. ¿Para qué? Probablemente Carrascosa no sabe para qué; pero él está convencido de que hay que salir fuera, y como yo he salido fuera, por eso le inspiro cierta consideración a Carrascosa. Carrascosa es un hombre admirable en el acto de pedir una consumición o de llamar un coche. Se advierte en seguida que ha pedido una consumición y que ha llamado un coche en otras épocas de su vida. ¡Qué seguridad! ¡Qué gesto! ¡Qué dominio de la situación!

      He pasado una noche con Carrascosa y lo he dejado entregado a sus numerosas ocupaciones. Carrascosa no tiene más que tres o cuatro días que pasar aquí. Asuntos de gran urgencia le aguardan en París. Uno no es dueño de sí mismo. Sobre todo, cuando se llama Carrascosa.

      Cuando Carrascosa entró en el gran hall del Cecil, mi admiración le seguía. Carrascosa es un hombre de gran hotel, de tren de lujo y de trasatlántico. Probablemente, si se le da una edición curiosa de algún libro notable, Carrascosa no sabrá estimarla. En cambio, ¡hay que verle coger una guía de ferrocarriles! Carrascosa es uno de esos hombres que uno encuentra en el tren y con los que consulta todas las dudas del itinerario, en la seguridad de que conoce perfectamente la línea. Si un día Carrascosa llegase tarde a la estación o se le extraviara una maleta, se consideraría completamente desprestigiado. Por fortuna, esto no le ocurrirá jamás. Carrascosa sabe desenvolverse, ha visto mundo, ha salido fuera.

      La fuente de los dolores.

      Yo he conocido a un ciego que era un hombre feliz. Era feliz precisamente porque era ciego, y no a pesar de serlo, y esto es lo importante del caso. De aquí no voy a deducir que para hacer la felicidad de los hombres haya que vaciarles los ojos. Sin embargo, como procedimiento político, éste no sería ni el más doloroso ni el más disparatado. En Francia, los fabricantes de foiegras le saltan los ojos a los patos, y los patos engordan de una manera fabulosa. Tal vez resultase menos cruel cerrarnos los ojos de lo que resulta el abrírnoslos, ya que entre los hombres y los patos la diferencia apenas sí existe.

      El ciego de que yo hablo era feliz por limitación. No conocía muchos placeres, y por eso ignoraba muchos dolores. El mundo visible no existía para él. Su sensibilidad era más pequeña que la nuestra. Vivía tranquilo, con una mujer gorda, perfectamente insoportable para un hombre que pudiese verla, y de cuando en cuando se entretenía tocando la ocarina. Yo les aseguro a ustedes que aquel hombre, disfrutaba toda la felicidad que se puede obtener en la calle de Jacometrezo, que era donde habitaba.

      La felicidad inglesa es muy parecida a la felicidad de aquel ciego. Los ingleses tienen también muy limitada su sensibilidad. Carecen de paladar y de corazón. Desconocen los placeres de la mesa y los de otros componentes de su mobiliario. Comen por necesidad y aman por higiene. Que un plato esté mejor o peor condimentado, lo mismo les da, con tal que les nutra. Que una mujer sea más o menos agradable, el caso es que sea mujer. Desde la invasión romana hasta nuestros días, los ingleses han tomado sin sal ni pimienta sus patatas y sus señoras. No se divierten, pero no se aburren. No gozan, pero no sufren.

      —Pero entonces —puede objetarme alguien—, entonces, en vez de ser felices deben ser muy desdichados.

      Y si no fuera por temor de hacer el ridículo, yo contestaría esta supuesta interrupción, con las palabras del Eclesiastés: «Quien añade ciencia añade dolor». Cada nueva conquista del progreso es una nueva fuente de dolores. A medida que refinamos y que extendemos nuestra sensibilidad, aumentamos nuestras desgracias. El hombre es más desgraciado que el mono, y el poeta lírico más que el tendero de comestibles, y el vidente más que el ciego, y el italiano más que el inglés.

      El inglés ha hecho conquistas industriales, pero su emotividad ha permanecido estacionaria. ¿A cuántos placeres es insensible el inglés? Pues por cada uno de esos placeres pongan ustedes un infinito de dolores. La felicidad no es, como la representan muchos artistas, una figura estática del placer. No. Uno de estos ingleses que se sientan en una silla inglesa y que se están allí muy serios horas y horas sin hablar una palabra, la representaría mucho mejor.