Название: Julio Camba: Obras 1916-1923
Автор: Julio Camba
Издательство: Ingram
Жанр: Зарубежная классика
Серия: biblioteca iberica
isbn: 9789176377505
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Las inglesas feas no tienen más que cuatro articulaciones: dos para mover las piernas y otras dos para mover los brazos. Los codos, las rodillas, el cuello, la cintura, etc., son inarticulados. Una inglesa fea se levanta de su asiento sin que de medio cuerpo arriba su actitud cambie en un solo milímetro, y se queda rígida, inmóvil, mirando a lo alto. Luego alarga una zanca, también rígida, y avanza un paso; en seguida alarga la otra zanca. Los brazos, que sólo giran por la parte superior, caen a plomo y terminan, cerca de las rodillas, en dos manos muy grandes y muy abiertas. Y así camina la inglesa fea. Su andar reviste una majestad ridícula. Parece que la inglesa está poseída de su alta fealdad y que la ostenta con orgullo. Nada de atenuarla con una sonrisa, que, por lo demás, resultaría espantosa. No. La fealdad es una cosa muy seria. Hay que llevarla dignamente.
Cuando la inglesa fea llega al fin de su camino se para en seco, como los automóviles. Si tiene que llamar a una puerta, su brazo derecho, que cuelga del hombro, se yergue, sin perder su rigidez, como un brazo de compás. Si tiene que decir alguna cosa, la dice con una voz muy áspera y sin mirar a su interlocutor, no sólo por el desprecio que le inspira, sino también porque no le es posible hacer oscilar el cuello. Y cuando la inglesa se sienta, después de su caminata, el cuerpo, desde la cintura para arriba, está matemáticamente en la misma actitud en que estaba antes de que la inglesa hubiera comenzado a andar.
Yo he ido comprobando poco a poco todos estos extremos: la inmutabilidad de las inglesas feas, el número de sus articulaciones, su amor al sufragio femenino, su miopía, etc., y hoy puedo afirmarlo con una seguridad absoluta. Al principio yo no veía a las inglesas feas y llegué hasta dudar de su existencia.
—Pero ¿y esas inglesas horribles que se pasean por España con billetes de la agencia Cook? ¿Dónde están? —le pregunté cierto día a un amigo, paseándonos por Hyde Park.
—¿Que dónde están? Ahí tiene usted una —y me la señaló. Estaba entre unos árboles, a pocos pasos de mí. Como no se movía, yo la había tomado por un espantapájaros.
Verdaderamente estas inglesas revelan el espíritu práctico de Inglaterra: dos listones sujetos por un eje a la extremidad inferior del cuerpo; otros dos, sujetos a los hombros, y ya está hecha una inglesa. Los pies muy grandes, para que no se caiga, y los dedos muy separados, como en esos brazos que les pintan los chicos a sus monos, disponiendo cinco rayas en abanico al final de una raya muy larga. Eso es todo.
Y como el procedimiento de hacerlas es tan sencillo, pues por eso hay tantas inglesas feas.
¡Es usted un vago!
El mecanismo humano.
¡Hay que ver la reputación de vago que tengo aquí!
—Yo —me decía el otro día mister Arvey— no podría vivir sin trabajar.
—¿Es que usted cree que yo no trabajo?
A esta pregunta mía sucede una carcajada general.
—¡Claro que no trabaja usted!
La unanimidad y la convicción con que es formulada esta respuesta me sumergen en un mar de reflexiones. Yo resulto un vago terrible en Inglaterra, y, sin embargo, yo voy convirtiéndome en uno de los hombres más trabajadores de España. Mis amigos están asombrados de mi fecundidad, y hay quien me escribe cartas entusiastas. «Debe usted aburrirse mucho ahí —me dicen—, porque trabaja usted como nunca». Es decir, que un español activo equivale a un inglés indolente. ¿Qué idea tendremos nosotros de la actividad?
Los ingleses, por su parte, tienen de la actividad una idea mecánica.
—Yo no soy capaz de un esfuerzo continuo —les digo a estos señores—; sí lo soy de un esfuerzo intenso. En vez de trabajar en frío y sin interrupción diez horas seguidas, como una máquina o como un inglés, yo concentro todas mis energías en una hora fecunda, y la resultante es igual. Allá, en España, «hay años en los que no está uno para nada». Llega, de pronto, un momento decisivo, y entonces el español trabaja como una fiera durante quince días. Es posible que al cabo de esos quince días el español haya hecho tanto como lo que hace un inglés en un año entero.
Mis interlocutores no se convencen. El inglés quiere que se trabaje metódica, sistemática, regularmente. El hombre de trabajo, según el criterio inglés, debe ser como una máquina de trabajo. Eso de trabajar por impulsos les parece a los ingleses una cosa de enfermos.
—Pase todavía lo de usted —me dice mister Arvey—. Usted es un escritor, y, en vez de trabajar a horas fijas, puede usted reservar su actividad para los momentos propicios en los que se encuentre usted más fuertemente impresionado o mejor dispuesto. Pero ¿y un albañil? ¿Es que en España también los albañiles trabajan por inspiración?
—También, mister Arvey…
—Es absurdo. Si no se modifican ustedes no habrá progreso posible en España.
—Tal vez tenga usted razón. Sin embargo, yo muchas veces pienso que el progreso no debe realizarse convirtiendo a los hombres en máquinas, sino haciendo máquinas tan perfectas que parezcan organismos humanos. Por lo demás, a mí Inglaterra me da la idea de un taller, de un taller enorme, donde las máquinas funcionan por sí solas. ¡Ah, mister Arvey! Por mucho que trabaje usted, nunca llegará a reunir dinero bastante para proporcionarse uno de los placeres más deliciosos del mundo: el placer de la pereza. Cuando vienen ustedes los ingleses de sus oficinas, se preguntan los unos a los otros: —¿Qué es lo que podríamos hacer? Y ustedes ignoran que, casi siempre, lo mejor que se puede hacer es no hacer nada.
Los ingleses no comprenden la pereza. Yo me tumbo muchas veces en una chaise-longue, y las mujeres de la casa me preguntan si estoy enfermo.
—No —les contesto.
—¿Y no se aburre usted ahí?
—No.
—Yo —dice entonces una miss— me aburriría mucho.
La miss se aburriría porque no tiene imaginación. La capacidad de acción está en razón inversa a la capacidad imaginativa de las gentes. Un español se tumba en un sofá y sueña. En cambio, cuando un inglés se tiende en la misma forma deja de existir. Un inglés tendido es como un mueble volcado.
Un inglés, en fin, es una máquina. Si las linotipias de «Renacimiento» pudieran imprimir sus propias ideas en vez de imprimir las mías, esas ideas coincidirían exactamente con las de mi compañero de pensión, mister Arvey.
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