Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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СКАЧАТЬ y jamón tres veces al día. He aquí cómo comprendo la vida —gritó una voz alegre.

      Hubo un tumulto, murmullos de aprobación, ojos encandilados, mandíbulas que chocaban sobre risitas nerviosas. Archie sonreía reservadamente a sus pensamientos. Singleton subió sobre cubierta, lanzó una mirada distraída y volvió a bajar sin pronunciar palabra, como hombre que ha visto Flores un número incalculable de veces. La noche que llegaba del Este borró del cielo límpido la mancha violeta de la isla montuosa.

      —Calma chicha —dijo alguien tranquilamente.

      El animado murmullo de los coloquios vaciló un momento y cesó; los grupos se deshicieron; los hombres se separaron uno a uno, cada cual por su lado, y bajaron las escalas con paso lento, grave el rostro, como desembriagados por ese recordatorio de su dependencia de lo invisible. Y cuando una gran luna amarilla subió dulcemente por encima de la línea claramente delineada del horizonte iluminado, encontró al barco envuelto en un silencio de alientos suspendidos, pareciendo dormir profundamente, sin sueños, sin temor, sobre el seno de un mar adormecido y terrible.

      Donkin maldecía la paz, el barco, el mar que, extendiéndose por todas partes, se perdía en el silencio ilimitable de toda la creación. Se sentía bruscamente requerido por agravios no mitigados. Habían podido domeñarlo por la fuerza bruta, pero su dignidad herida continuaba siendo indomable y nada podía cicatrizar las heridas de su amor propio lacerado. He aquí la tierra ya, el puerto próximo, una mísera paga que cobrar, sin ropas… sería menester volver de nuevo al trabajo duro. ¡Qué ofensivo era todo! La tierra. La tierra que toma y bebe la vida de los marineros enfermos. Y ese negro provisto de dinero, de ropas, con tiempo de sobra… y que no quería morir. La tierra bebía la vida… ¿Era eso verdad? La tentación de ir a verlo le mordió de repente. Puede que ya… ¡Qué suerte sería! En el cofre del pobre diablo había dinero. Surgió alerta de las sombras al claro de luna y, al mismo tiempo, su rostro, hambriento, de amarillo que era se volvió lívido. Abrió la puerta del camarote y sintió una conmoción. Seguramente Jimmy estaba muerto. No se movía más que una efigie yacente con las manos unidas sobre la tapa de un sepulcro de piedra. Donkin abrió desmesuradamente sus ojos, que quemaban. Entonces Jimmy, sin moverse, parpadeó y Donkin sintió una nueva conmoción. Aquellos ojos lo impresionaban a pesar de todo. Cerró la puerta tras de sí, con minucioso cuidado, sin apartar de James Wait su mirada intensamente fija, como si hubiese entrado allí desafiando un gran peligro para confiar un secreto de sorprendente valor. Jimmy no hizo un movimiento, pero deslizó con el rabillo del ojo una mirada lánguida.

      —¿Calma? —preguntó.

      —Sí —dijo Donkin profundamente decepcionado, y se sentó sobre el cofre.

      Jimmy respiraba con calma. Estaba acostumbrado a visitas semejantes a todas horas del día y de la noche. Los hombres se sucedían en su camarote. Elevaban sus voces claras, pronunciaban palabras de contento, repetían viejas bromas, lo escuchaban al hablar; y cada uno, al salir parecía dejar tras de sí un poco de su propia vitalidad, abandonar un poco de su propia fuerza en prenda de la renovada seguridad de vida que llevaba consigo, de vida indestructible. A nuestro enfermo no le gustaba quedarse solo en su camarote, porque, a solas, le parecía no estar del todo allí. No tenía nada. No sufría. Estaba perfectamente. Pero no gozaba de ese bienestar apaciguado mientras no hubiese allí un testigo que se diese cuenta. Ése serviría tan bien como otro cualquiera. Donkin lo observaba solapadamente.

      —Bien pronto estaremos en casita —observó Wait.

      —¿Por qué te tragas las palabras? —preguntó Donkin con interés—. ¿No puedes hablar fuerte?

      Jimmy pareció contrariado y durante un rato no dijo nada; luego, con una voz neutra, inanimada, sin timbre:

      —No tengo necesidad de gritar; tú no eres sordo por lo que sé.

      —Seguro que oigo tan bien como cualquier otro —contestó Donkin en voz baja, fija la mirada en el suelo; pensaba tristemente en retirarse cuando Jimmy habló de nuevo.

      —Ya es tiempo de llegar… de comer a la medida del hambre… Yo siempre tengo mucha hambre…

      Donkin sintió crecer su cólera repentinamente:

      —¿Qué diré yo? —Silbó—. También yo tengo hambre y obligación de trabajar. ¡Hambre tú!

      —Tu trabajo no te matará —comentó Wait débilmente—. En la litera de abajo hay un par de galletas. Ahí debajo. Coge una. Yo no puedo comerlas.

      Donkin se sumergió entre las dos literas, buscó en un rincón y reapareció con la boca llena. Sus mandíbulas funcionaban con ardor. Jimmy parecía dormir con los ojos abiertos. Donkin terminó su galleta y se levantó.

      —Pero ¿es que te vas? —preguntó Jimmy mirando al techo.

      —No —dijo Donkin, siguiendo un impulso súbito; y, en lugar de salir, apoyó su espalda contra la puerta cerrada.

      Miraba a James Wait, largo, flaco, descamado, con la carne como resecada sobre los huesos en un homo calentado al rojo blanco. Los dedos descamados de una de sus manos se movían ligeramente al borde de la litera, ejecutando una tonada que no concluía nunca. Mirarlo, lo irritaba y cansaba; podía durar así días y días; ese fenómeno injurioso que no pertenecía completamente ni a la muerte ni a la vida, permanecía perfectamente invulnerable en su especiosa ignorancia de una y otra. Donkin se sintió tentado a instruirlo.

      —¿En qué piensas? —preguntó malhumoradamente.

      James Wait tuvo una mueca que paseó sobre la inmovilidad cadavérica de su faz huesuda algo inverosímil y horrible, algo como una súbita sonrisa sorprendida en sueños sobre un cadáver.

      —Hay una chica… —murmuró Wait—, una chica de Canton Street. Por mí le hizo la mamola al tercer mecánico de uno de los barcos de Rennie. Sabe freír las ostras precisamente como a mí me gusta… Dice que dejaría plantado a cualquier tipo por un gentleman de color… Y ése soy yo… Soy muy gentil con las damas —agregó levantando un poco la voz.

      Donkin, escandalizado, apenas creía a sus oídos.

      —¿Es cierto? Para lo que harás de ellas —dijo, sin ocultar su repugnancia.

      Wait no estaba ya allí para oírlo. Se pavoneaba a lo largo del East India Dock Road, afable y fastuoso.

      —Vengo a pagar la convidada —decía empujando puertas de cristal con cierre automático, colocándose con soberbia arrogancia bajo la luz de gas sobre un mostrador de caoba.

      —¿Piensas, pues, bajar todavía a tierra? —preguntó Donkin rabioso.

      Wait se sobresaltó despertándose.

      —Dentro de diez días —se apresuró a decir.

      Y volvió en seguida a esas regiones de la memoria que no saben nada del tiempo. Se sentía sin fatiga, tranquilo, como retirado sano y salvo en sí mismo, fuera del alcance de toda grave incertidumbre. En su lentitud, los momentos de su absoluta quietud tomaban de prestado algo de su sucesión inmutable a los minutos de la eternidad. Se complacía serena y fácilmente en la vivacidad de reminiscencias alegremente disfrazadas en mirajes de un porvenir indudable. Nadie le importaba. Donkin sentía esto vagamente, como podría sentir un ciego en su noche el antagonismo fatal de todas las existencias de su contorno, inimaginables para siempre, invisibles СКАЧАТЬ