Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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СКАЧАТЬ sabemos, sir —dijo un viejo lobo de mar barbudo.

      —¿Demasiado trabajo, eh? ¿Superior a vuestras fuerzas? —preguntó de nuevo.

      Un silencio ofendido respondió.

      —No queremos que falte nadie en el trabajo, sir —comenzó por fin Davis con voz insegura—: y ese negro…

      —¡Basta! —gritó el patrón.

      Permaneció inmóvil, mirándolos un momento de arriba abajo, y luego, andando de lado a lado, comenzó a decirles lo suyo, desencadenó la tempestad fríamente, en ráfagas violentas y cortantes como los cierzos de aquellos mares glaciales que habían conocido su juventud.

      —¿Queréis que os diga qué es la cuestión? Demasiado grandes para vuestras botas. Os creéis unos mozos extraordinarios. Ya que apenas a medias conocéis vuestro trabajo, hacéis vuestro deber a medias también. Y pensáis que todavía es demasiado. Así hicierais diez veces lo que hacéis, aún no sería bastante.

      —Hemos trabajado lo mejor que podíamos —gritó una voz sacudida por la exasperación.

      —¿Lo mejor que podíais? —continuó el patrón—. En tierra os dicen bonitas cosas, ¿verdad? Pero lo que no os dicen es que lo mejor de que sois capaces no da motivos para jactarse. Yo os lo digo, yo: lo mejor vuestro vale menos todavía que lo malo. No, yo sé, no hablemos más. Pero alto con vuestras travesuras si no queréis que yo les ponga fin. Estoy preparado. ¡Cuidado, eh!

      Y amenazó con un dedo al grupo.

      —En cuanto a ese hombre —dijo levantando mucho la voz—, en cuanto a ese hombre, si llega a asomar las narices sobre cubierta sin mi permiso le haré echar grillos.

      El cocinero le oyó desde la proa, salió corriendo de su cocina con los brazos levantados al cielo, horrorizado, desconcentrado, sin creer a sus oídos, y regresó en el mismo estado a sus hornillos. Hubo un momento de profundo silencio durante el cual un gaviero, apartándose de la fila, fue a escupir decorosamente en el imbornal.

      —Todavía hay otra cosa —dijo el patrón calurosamente—. Esto.

      Dio un paso rápido y sacó de su bolsillo una cabilla de hierro que blandió en su mano. El ademán fue tan súbito y rápido que el grupo retrocedió un paso. El capitán mantenía sus ojos fijos en los de los hombres, y algunos rostros adquirieron inmediatamente una expresión de sorpresa, como si nunca hubieran visto una cabilla. El capitán la levantó.

      —Éste es asunto mío. No hago preguntas, pero todos sabéis lo que quiero decir con esto: es preciso que esto vuelva al lugar de donde vino.

      Sus ojos se encendieron de cólera. El grupo se agitó, presa de malestar. Apartaban los ojos de aquel trozo de hierro, parecían tímidos; la confusión, la vergüenza los turbaban como a la vista de un objeto repugnante, escandaloso o chocante que la más vulgar decencia impidiese blandir así a plena luz. El patrón observaba, atento.

      —Donkin —llamó con tono breve y penetrante.

      Donkin se ocultó detrás de uno, luego detrás de otro, pero los hombres miraron por encima de sus hombros y se apartaron. Sus filas continuaban abriéndose ante él y cerrándose a sus espaldas hasta que por fin apareció solo ante el patrón como si hubiese surgido del suelo mismo. El capitán Allistoun se le acercó. Tenían, poco más o menos, la misma talla; separados por una corta distancia, el patrón cambió una mirada implacable con los ojillos brillantes, haciéndolos parpadear.

      —¿Conoces esto? —preguntó el patrón.

      —No, no lo conozco —respondió el otro, tembloroso, pero descarado.

      —Eres un perro. Cógelo —ordenó el patrón.

      Los brazos de Donkin parecían pegados a los muslos; con la mirada fija a los lados, permanecía tan inmóvil como si se hallase en una revista.

      —Cógelo —repitió el patrón avanzando un paso.

      Se lanzaban el aliento al rostro.

      —Coge —dijo una vez más el capitán Allistoun, haciendo un ademán de amenaza.

      Donkin logró arrancar un brazo del costado contra el cual lo apretara.

      —¿Por qué me busca usted? —murmuró con trabajo, como si tuviese la boca llena de papilla.

      — Si no te das prisa… —comenzó el patrón.

      Donkin empuñó la cabilla como si fuese a huir con ella y quedó inmóvil, manteniéndola como un cirio.

      —Vuélvela a poner donde la cogiste —dijo el capitán con una mirada airada.

      Donkin retrocedió con los ojos desmesuradamente abiertos.

      —Ve, bribón, o te ayudaré yo —gritó el patrón, obligándolo a batirse en retirada ante un avance amenazador.

      Donkin se retrajo procurando defender su cabeza con el peligroso hierro que blandía en el puño. Mister Baker dejó de gruñir un momento.

      —¡Bien, by Jove! —murmuró mister Creighton con un tono de conocedor.

      —¡No me toque! —chilló Donkin, retrocediendo.

      —Más de prisa entonces. Vamos, de prisa.

      —No me toque, o lo llevaré a los Tribunales.

      El capitán Allistoun dio un paso, y Donkin, volviéndose totalmente de espaldas, corrió algunos metros; se detuvo luego, mostrando por encima del hombro sus amarillos dientes.

      —Más lejos, en los obenques de proa —ordenó el capitán extendiendo el brazo.

      —¿Vais a seguir viendo tranquilamente cómo se me persigue? —gritó Donkin a la tripulación taciturna que le observaba.

      El capitán Allistoun se lanzó sobre él resueltamente. Donkin se deslizó de nuevo de un salto, se precipitó sobre los obenques de proa y colocó violentamente la cabilla en su agujero.

      —Esto no termina así; todavía tendré mi desquite —gritó a todo el barco, eclipsándose luego tras el palo de mesaría.

      El capitán Allistoun dio media vuelta y regresó hacia popa, perfectamente tranquilos los rasgos de su rostro, como si hubiese olvidado ya el incidente. Los hombres se apartaron a su paso. £1 no miraba a nadie.

      —Esto bastará, mister Baker. Haga bajar el cuarto —dijo tranquilamente—. Y vosotros, marineros, procurad andar a derechas de ahora en adelante —agregó con su voz igual.

      Durante algunos momentos siguió con mirada pensativa las espaldas de la tripulación que se retiraba impresionada.

      —El desayuno, camarero —gritó con tono de alivio por la puerta de la cámara.

      —¡Hum!, el verle dar la cabilla a ese tipo, sir … me produjo no sé qué… ¡Hum! —observó mister Baker—. Hubiera podido romperle…, ¡hum!, la СКАЧАТЬ